En algún momento los programas de lealtad deben terminar. De hecho terminan permanentemente, o porque cambian los gerentes, o porque suben los costos, o por lo que sea. El tema es que si terminan mal y generan indignación en los consumidores al frustrar sus expectativas, la marca puede sufrir una daño irreparable.
Un ejemplo. Una importante cafetería canadiense con 400 bocas de expendio tuvo durante mucho tiempo un programa de tarjetas mediante el cual cada cinco cafés que consumía un cliente obtenía el sexto gratis. Un buen día, cuando éstos entregaron sus tarjetas, los mozos se las retuvieron explicando que programa había vencido. La noticia provocó indignación general y comentarios como “hace años que vengo siempre aquí, ¿qué les cuesta darme un café gratis de vez en cuando?”
Los dueños de la cafetería tenían sus razones, explica Rick Ferguson director de Colloquy, una publicación electrónica especializada en marketing. Demasiada gente con derecho a café gratis congestionaba los locales y reducía alarmantemente las ganancias.
Lo que se podría decirle a las empresas entonces es que confiar en un simple programa de lealtad sin segmentar la base de datos, o sin una proposición de valor que realmente premie la conducta rentable — como, por ejemplo, comprar con el café una medialuna o una porción de torta – es una estrategia condenada al fracaso desde su nacimiento. Pero ése es otro tema.
El punto aquí es que la decisión de finalizar el progrma de lealtad no fue necesariamente un error; lo que fue un error en el caso del ejemplo fue la manera abrupta de hacerlo desaparecer. Con un poquito de esfuerzo se lo podría haber hecho bien. Podrían, por ejemplo, haber enviado cartas anunciando la finalización del programa, incorporando tal vez un cupón para cambiarlo por un café; o anunciar una promoción diferente para hacerles olvidar el tema anterior, o invitarlos a una reunión especial para agradecerles su fiel apoyo.
Pero en cambio la empresa puso a los pobres encargados de tomar los pedidos a explicarle a la gente que la casa había retirado lo que ellos creían eran un derecho ganado. Y así, explica Ferguson, la empresa convirtió lo que había sido una táctica rudimentaria de lealtad en una experiencia negativa que rompió irremediablemente la relación de los clientes con la marca. Algunos seguirán yendo porque les queda cómodo o porque les gusta el lugar, pero otros no van a volver nunca más.
Finales horribles como éste son casi siempre resultado de mala planificación más que de cálculo de costos. Éste es un ejemplo que deberían tener en cuenta todos aquellos que recurren a un programa de lealtad para asegurar compras repetidas. Como toda estrategia de marketing tiene necesariamente una vida limitada, lo importante es asegurarse de que la salida sea programada y anunciada. Como decían los abuelos, “lo cortés no quita lo valiente”.
En algún momento los programas de lealtad deben terminar. De hecho terminan permanentemente, o porque cambian los gerentes, o porque suben los costos, o por lo que sea. El tema es que si terminan mal y generan indignación en los consumidores al frustrar sus expectativas, la marca puede sufrir una daño irreparable.
Un ejemplo. Una importante cafetería canadiense con 400 bocas de expendio tuvo durante mucho tiempo un programa de tarjetas mediante el cual cada cinco cafés que consumía un cliente obtenía el sexto gratis. Un buen día, cuando éstos entregaron sus tarjetas, los mozos se las retuvieron explicando que programa había vencido. La noticia provocó indignación general y comentarios como “hace años que vengo siempre aquí, ¿qué les cuesta darme un café gratis de vez en cuando?”
Los dueños de la cafetería tenían sus razones, explica Rick Ferguson director de Colloquy, una publicación electrónica especializada en marketing. Demasiada gente con derecho a café gratis congestionaba los locales y reducía alarmantemente las ganancias.
Lo que se podría decirle a las empresas entonces es que confiar en un simple programa de lealtad sin segmentar la base de datos, o sin una proposición de valor que realmente premie la conducta rentable — como, por ejemplo, comprar con el café una medialuna o una porción de torta – es una estrategia condenada al fracaso desde su nacimiento. Pero ése es otro tema.
El punto aquí es que la decisión de finalizar el progrma de lealtad no fue necesariamente un error; lo que fue un error en el caso del ejemplo fue la manera abrupta de hacerlo desaparecer. Con un poquito de esfuerzo se lo podría haber hecho bien. Podrían, por ejemplo, haber enviado cartas anunciando la finalización del programa, incorporando tal vez un cupón para cambiarlo por un café; o anunciar una promoción diferente para hacerles olvidar el tema anterior, o invitarlos a una reunión especial para agradecerles su fiel apoyo.
Pero en cambio la empresa puso a los pobres encargados de tomar los pedidos a explicarle a la gente que la casa había retirado lo que ellos creían eran un derecho ganado. Y así, explica Ferguson, la empresa convirtió lo que había sido una táctica rudimentaria de lealtad en una experiencia negativa que rompió irremediablemente la relación de los clientes con la marca. Algunos seguirán yendo porque les queda cómodo o porque les gusta el lugar, pero otros no van a volver nunca más.
Finales horribles como éste son casi siempre resultado de mala planificación más que de cálculo de costos. Éste es un ejemplo que deberían tener en cuenta todos aquellos que recurren a un programa de lealtad para asegurar compras repetidas. Como toda estrategia de marketing tiene necesariamente una vida limitada, lo importante es asegurarse de que la salida sea programada y anunciada. Como decían los abuelos, “lo cortés no quita lo valiente”.