Escuchar significa aceptar a las personas tal como piensan y son, y darse cuenta de que cada uno es un mundo único que es preciso entrever para entenderse.
Y muy importante para escuchar con propiedad es admitir que los demás también piensan que tienen razón.
Escuchar no es lo mismo que oír. A lo sumo, por los oídos captamos los razonamientos, el contenido de lo que se nos explica, la lógica de un argumento.
Pero escuchar implica utilizar los oídos y también los ojos y el corazón para percibir la intención, la emoción y los sentimientos de nuestro interlocutor.
Se trata de encontrar aquellas “razones del corazón que la razón no entiende”.
La razón parece ser el bien supremo. Pero en las relaciones interpersonales el lenguaje de los sentimientos es mucho más poderoso y motivador que el de la lógica.
No obstante este lenguaje no puede hablarse de manera creativa e inspiradora si primero no somos capaces de percibir lo que “emite” el alma humana: la de los demás… y también la nuestra.
Escuchar supone callarse. Un callarse que va más allá del no decir nada, porque implica estar atento con todo nuestro ser. Es una actitud en la que se aprehende al “otro” en su totalidad.
Un estado en que se reciben las palabras y lo que éstas no expresan, en que se capta lo que se dice y la realidad profunda de la otra persona, ese mundo único que cada uno somos.
Una auténtica actitud de escucha estimula la comunicación. Cuando se nos escucha auténticamente, tenemos tendencia a expresar más cosas y con mayor profundidad y riqueza de detalles, que si se nos oye superficialmente. Es el premio que nos sentimos inclinados a otorgar a quien nos presta esmerada atención.
No es raro que el fundamento de la buena convivencia sea una gran disposición para escuchar. El auténtico escuchar es lo más opuesto al rechazo de lo ajeno, ya que su objetivo final es comprender y ver el mundo como lo ven otras personas.
El proceso de la auténtica y genuina escucha a otra persona se apoya en una elevada autoestima, que es el soporte de nuestra seguridad interior.
La razón primera por la que la mayoría de nosotros no escuchamos con profundidad a los demás, es que tenemos miedo a ser influidos por ellos.
Ser influidos supone que se opere un cambio en nosotros; y los cambios –lo reconozcamos o no– suelen atemorizarnos.
Porque cambiar significa ir más allá de nuestras pequeñas y confortables rutinas diarias, hacia nuevos lugares donde tememos encontrar incertidumbres y zozobras.
Además, aquello que hacemos de manera automática no requiere pensar, mientras que lo nuevo tal vez precise de este esfuerzo. Afrontar un cambio genera tensión, e instintivamente huimos de toda clase de tensiones.
Para poder entregarse a escuchar a otras personas sobre cuestiones que nos importan, y aceptar el hecho de que puede ser que nos veamos obligados a cambiar nuestra manera de verlas, hay que tener un sólido conjunto de principios y valores arraigado en nuestro corazón, formando el núcleo de nuestra personalidad.
Este núcleo que configura nuestro yo individual es el que nos capacita para ser productivos como personas y como profesionales.
La autoestima que nos otorga nuestra productividad es inviolable porque nos pertenece intrínsecamente, y constituye nuestra identidad no importa lo que digan los demás.
Un fuerte sentido de la propia identidad permite aceptar el cambio, porque no pone en peligro al “yo”.
Por otra parte, ser capaz de cambiar es una habilidad que hay que cultivar. Quienes lo hacen, tratan de habituarse a dejar lo viejo concentrándose en el potencial que encierra lo nuevo, que contemplan como otro hito en su camino de crecimiento personal.
Se preguntan, aun en la peor de las situaciones: ¿Cómo transformar este peligro en oportunidad?
William Shakespeare escribió: “Los hombres sabios no se entretienen jamás en deplorar sus pérdidas, sino que buscan con vigor alegre reparar los golpes de la mala fortuna”.
El aprendizaje de la facultad de escuchar requiere pues no solamente acostumbrarse a adoptar una actitud de escucha, sino también a reforzar nuestra seguridad interior mediante el cultivo de nuestra propia persona. Afrontar la posibilidad de cambiar resulta así menos amenazante.
Escuchar es fácil para quien vive su vida personal y profesional con profundidad y acierto en sus facetas esenciales. Casi diríamos que para tal persona, el bien escuchar al prójimo es una consecuencia natural.
Escuchar, al fin y al cabo, no es tanto una cuestión de inteligencia como de confiar en las otras personas. Significa aceptarlas tal como piensan y son, y darse cuenta de que cada uno es un mundo único que es preciso entrever para entenderse.
Y muy importante para escuchar con propiedad es admitir que los demás también piensan que tienen razón.
Escuchar significa aceptar a las personas tal como piensan y son, y darse cuenta de que cada uno es un mundo único que es preciso entrever para entenderse.
Y muy importante para escuchar con propiedad es admitir que los demás también piensan que tienen razón.
Escuchar no es lo mismo que oír. A lo sumo, por los oídos captamos los razonamientos, el contenido de lo que se nos explica, la lógica de un argumento.
Pero escuchar implica utilizar los oídos y también los ojos y el corazón para percibir la intención, la emoción y los sentimientos de nuestro interlocutor.
Se trata de encontrar aquellas “razones del corazón que la razón no entiende”.
La razón parece ser el bien supremo. Pero en las relaciones interpersonales el lenguaje de los sentimientos es mucho más poderoso y motivador que el de la lógica.
No obstante este lenguaje no puede hablarse de manera creativa e inspiradora si primero no somos capaces de percibir lo que “emite” el alma humana: la de los demás… y también la nuestra.
Escuchar supone callarse. Un callarse que va más allá del no decir nada, porque implica estar atento con todo nuestro ser. Es una actitud en la que se aprehende al “otro” en su totalidad.
Un estado en que se reciben las palabras y lo que éstas no expresan, en que se capta lo que se dice y la realidad profunda de la otra persona, ese mundo único que cada uno somos.
Una auténtica actitud de escucha estimula la comunicación. Cuando se nos escucha auténticamente, tenemos tendencia a expresar más cosas y con mayor profundidad y riqueza de detalles, que si se nos oye superficialmente. Es el premio que nos sentimos inclinados a otorgar a quien nos presta esmerada atención.
No es raro que el fundamento de la buena convivencia sea una gran disposición para escuchar. El auténtico escuchar es lo más opuesto al rechazo de lo ajeno, ya que su objetivo final es comprender y ver el mundo como lo ven otras personas.
El proceso de la auténtica y genuina escucha a otra persona se apoya en una elevada autoestima, que es el soporte de nuestra seguridad interior.
La razón primera por la que la mayoría de nosotros no escuchamos con profundidad a los demás, es que tenemos miedo a ser influidos por ellos.
Ser influidos supone que se opere un cambio en nosotros; y los cambios –lo reconozcamos o no– suelen atemorizarnos.
Porque cambiar significa ir más allá de nuestras pequeñas y confortables rutinas diarias, hacia nuevos lugares donde tememos encontrar incertidumbres y zozobras.
Además, aquello que hacemos de manera automática no requiere pensar, mientras que lo nuevo tal vez precise de este esfuerzo. Afrontar un cambio genera tensión, e instintivamente huimos de toda clase de tensiones.
Para poder entregarse a escuchar a otras personas sobre cuestiones que nos importan, y aceptar el hecho de que puede ser que nos veamos obligados a cambiar nuestra manera de verlas, hay que tener un sólido conjunto de principios y valores arraigado en nuestro corazón, formando el núcleo de nuestra personalidad.
Este núcleo que configura nuestro yo individual es el que nos capacita para ser productivos como personas y como profesionales.
La autoestima que nos otorga nuestra productividad es inviolable porque nos pertenece intrínsecamente, y constituye nuestra identidad no importa lo que digan los demás.
Un fuerte sentido de la propia identidad permite aceptar el cambio, porque no pone en peligro al “yo”.
Por otra parte, ser capaz de cambiar es una habilidad que hay que cultivar. Quienes lo hacen, tratan de habituarse a dejar lo viejo concentrándose en el potencial que encierra lo nuevo, que contemplan como otro hito en su camino de crecimiento personal.
Se preguntan, aun en la peor de las situaciones: ¿Cómo transformar este peligro en oportunidad?
William Shakespeare escribió: “Los hombres sabios no se entretienen jamás en deplorar sus pérdidas, sino que buscan con vigor alegre reparar los golpes de la mala fortuna”.
El aprendizaje de la facultad de escuchar requiere pues no solamente acostumbrarse a adoptar una actitud de escucha, sino también a reforzar nuestra seguridad interior mediante el cultivo de nuestra propia persona. Afrontar la posibilidad de cambiar resulta así menos amenazante.
Escuchar es fácil para quien vive su vida personal y profesional con profundidad y acierto en sus facetas esenciales. Casi diríamos que para tal persona, el bien escuchar al prójimo es una consecuencia natural.
Escuchar, al fin y al cabo, no es tanto una cuestión de inteligencia como de confiar en las otras personas. Significa aceptarlas tal como piensan y son, y darse cuenta de que cada uno es un mundo único que es preciso entrever para entenderse.
Y muy importante para escuchar con propiedad es admitir que los demás también piensan que tienen razón.