En los últimos decenios, muchas compañías industriales han intentado –sí- alcanzar la excelencia, aprovechando un gran número de metodologías y sistemas para bajar costos. Pero pocas han hecho progresos y, por tanto, sus estrategias a menudo no han cambiado en diez o veinte años. Teorías como “gestión de calidad total”, “producción racionalizada” o “6 sigmas” llegan y pasan sin resultados.
Un trabajo de Booz, Allen, Hamilton toma de ejemplo una empresa alemana cuya identidad se oculta bajo “Household AG”, dedicada a bienes de consumo. En 2003, su participación en el mercado levantino de productos para higiene empezó a caer. En El Cairo, una marca local estaba haciéndole una guerra de precios.
A primera vista, pareció que H. ganaría fácilmente una puja con un rival pequeño: después de todo, sus plantas en la zona operaban con una capacidad superior y patentes de mejor tecnología. Pero el competidor no cejaba y mantenía precios bajos mientras subía su porción de mercado. Los ejecutivos de H. suponían que el rival estaba vendiendo bajo el costo. Gradualmente, empero, quedó claro que, pese a las ventajas en escala y técnica de los alemanes, la competencia gastaba menos sin sacrificar calidad ni calidad. La tecnología, punto fuerte de H., se había convertido en una debilidad.
Un legado del marketing
Historias como ésta sobran. Los ejecutivos hacen todo lo correcto para mejorar operaciones pero, de algún modo, otro los supera en costos, calidad o entrega. El rival aparecen con precios no enteramente explicables por menores gastos laborales. Como último recurso, muchas firmas tercerizan producción pero, por esa vía, erosionan sus propias ventajas competitivas.
Eso es lo que el análisis de BAH llama “miopía industrial”. El concepto deriva de la “miopía de marketing” postulada, en los años 60, por Theodore Levitt (Harvard). En su planteo, las compañías se hacen vulnerables cuando definen marcas en forma muy rígida. “Todo negocio –explicaba- debiera definirse en función del mercado y sus intereses, no de prioridades industriales o de marketing”.
En la actualidad, esa miopía se impone peligrosamente en la manufactura. El fenómeno se debe a que las estrategias fabriles se reducen a funciones o, inclusive, plantas, casi sin conexión con la estrategia de toda la empresa. Como la supervisión de fábricas y cadenas de abastecimiento no se vincula al resto de la estructura, el enfoque de los ejecutivos se estrecha y termina atrofiando la competencia del conjunto.
Esta miopía se cura creando una conciencia de costos, medios y recursos. Las compañías pueden mejorar sus aptitudes, como hizo “Household”, visualizando claramente operaciones y rediseñarlas con flexibilidad. Las empresas que lo logran ya no consideran su función industrial como mera causa de costos, apta para recortes laborales o tercerización. En su lugar, las tornan capaces de producir mejor calidad a precios menores. Por ende, la manufactura flexible es clave de largo plazo.
Dos compromisos
Ello involucra dos compromisos fundamentales. Primero, crear conciencia. Los líderes pueden desentrañar sus propios procesos y los de sus rivales, así advierten con claridad ventajas y desventajas. Ello implica captar mejor las aptitudes tecnológicas de una compañía, el potencial no cubierto de cada planta (para alcanzar mercados apropiados) y los costos. Muchas industrias ven en éstos, primordialmente, pretextos para recortar gastos todo el tiempo; no como fuente de datos sobre escala, erogaciones de capital, distribución de mano de obra, logística, etc.
Todos son elementos críticos para determinar la calidad de los procesos productivos en relación con los de la competencia. El admirado “talento industrial” de Toyota Motor reside, mayormente, en su insistencia por captar detalladamente cada faceta productiva en todos los niveles de la compañía.
El segundo compromiso es tener paciencia. Eso se demuestra dedicando tiempo y recursos a tratar la productividad como imperativo estratégico a largo plazo, en toda la firma. No como una función operativa aislada. Con frecuencia, los gerentes de planta deben imitar el ritmo típico de marketing, finanzas o procuración, donde son factibles transformaciones en seis a dieciocho meses. Pero esos cánones no corren en esfuerzos industriales, donde mejorar algo exige un encuadre temporal muy distinto.
Un nuevo programa de manufactura a menudo exige motivar -no sólo trasladar o tomar- miles de personas, construcciones, despliegue de tecnologías y, tal vez, cerrar alguna planta. Estas cosas demandan años, no meses. Ese tiempo está bien invertido si se lo emplea para desarrollar capacidades efectivas, flexibles, únicas para el negocio y los clientes (por ejemplo, una plataforma de cambios más rápidos).
Cuatro dimensiones
¿Cómo se construye conciencia? En la mayoría de compañías, existen cuatro dimensiones de manufactura donde análisis claros, proyectados en el futuro, pueden significar ganancias en el corto plazo y ventajas en el largo: tecnologías distintivas, redes elaboradas, transformación en planta y modernización en mano de obra.
Uno de los primeros sectores donde eliminar miopía es en diseño, ingeniería y compra de tecnologías. Es decir, la dimensión “inherente” a la manufactura, pues involucra la naturaleza física de los productos y sus procesos. Al respecto, existe un asombroso nivel de desinversión en procesos innovadores. En 2004, según BAH, apenas 10,2% de presupuestos en investigación y desarrollo (500 firmas industriales) se dedicada a innovación de procesos, contra 15% en 1980.
Al restar importancia a esa actividad, los industriales tienden a recurrir a proveedores de máquinas u otros insumos para explorar innovaciones. Pero eso suele ser contraproducente, pues quienes fabrican equipos no tienen credenciales como innovadores. Especialmente en los tipos de soluciones creativas que pudieran permitir a las compañías usuarias superar ese déficit. Aun si el proveedor es innovador, su tecnología no tiene posibilidades de ofrecer ventajas competitivas porque, en general, puede conseguirse de sus rivales.
Por otra parte, muchas organizaciones no tienen paciencia ante procesos innovadores que, en la manufactura, son por naturaleza de largo plazo. En el segmento de semiconductores, una vez reemplazada la tecnología de producción, pueden pasar dos a tres años antes de que el capital invertido empiece a dar frutos. En grandes industrias el lapso llega a cinco, pero suele alcanzar a veinte en petroquímica y electricidad.
Algunas compañías en extremo exitosas, verbigracia TetraPak, Procter & Gamble o Toyota, desarrollan maquinarias y procesos dentro de sí mismas, para proteger sus ventajas competitivas. Deste los años 60, P&G permite a empleados no sólo regular el flujo de línea, sino también diseñar equipos.
¿También artrosis?
A veces, un prometedor esfuerzo en innovación de procesos se viene abajo porque el management superior cambia o los ejecutivos que lo auspician pierden interés, aunque hayan conocido perfectamente la naturaleza de los se estaba haciendo. Por consiguiente, vetustos principios tecnológicos suelen aguantar 30 o 40 años, mientras la empresa pasa por ciclos y reestructuraciones nunca del todo cristalizadas.
Otras veces, la innovación se limita al nivel de fábrica. Cuando adoptan este esquema, las empresas se convierten en poco más que una multitud de pequeños aparatos sin escala, incapaces de aprovechar procesos tecnológicos como ventajan para competir.
La miopía afecta también esfuerzos para modificar procesos fabriles existentes. Verbigracia, en los últimos quince años se ha puesto en boga el “diseño de manufacturas” (DM), un sistema por el cual las compañías seleccionan productos no sólo por sus cualidades intrínsecas, sino también
por el grado de eficiencia asequible en su fabricación. No obstante, pese a sus atractivos, la relación entre grupos de ingeniería y manufactura –en gran parte de la industria- es fría o simplemente no existe. Aun donde ambos sectores pueden comunicarse, las empresas tal vez no tengan presupuesto para solventar proyectos y ese contacto acaba perdiéndose. Entonces, la miopía se transforma en artrosis.
En los últimos decenios, muchas compañías industriales han intentado –sí- alcanzar la excelencia, aprovechando un gran número de metodologías y sistemas para bajar costos. Pero pocas han hecho progresos y, por tanto, sus estrategias a menudo no han cambiado en diez o veinte años. Teorías como “gestión de calidad total”, “producción racionalizada” o “6 sigmas” llegan y pasan sin resultados.
Un trabajo de Booz, Allen, Hamilton toma de ejemplo una empresa alemana cuya identidad se oculta bajo “Household AG”, dedicada a bienes de consumo. En 2003, su participación en el mercado levantino de productos para higiene empezó a caer. En El Cairo, una marca local estaba haciéndole una guerra de precios.
A primera vista, pareció que H. ganaría fácilmente una puja con un rival pequeño: después de todo, sus plantas en la zona operaban con una capacidad superior y patentes de mejor tecnología. Pero el competidor no cejaba y mantenía precios bajos mientras subía su porción de mercado. Los ejecutivos de H. suponían que el rival estaba vendiendo bajo el costo. Gradualmente, empero, quedó claro que, pese a las ventajas en escala y técnica de los alemanes, la competencia gastaba menos sin sacrificar calidad ni calidad. La tecnología, punto fuerte de H., se había convertido en una debilidad.
Un legado del marketing
Historias como ésta sobran. Los ejecutivos hacen todo lo correcto para mejorar operaciones pero, de algún modo, otro los supera en costos, calidad o entrega. El rival aparecen con precios no enteramente explicables por menores gastos laborales. Como último recurso, muchas firmas tercerizan producción pero, por esa vía, erosionan sus propias ventajas competitivas.
Eso es lo que el análisis de BAH llama “miopía industrial”. El concepto deriva de la “miopía de marketing” postulada, en los años 60, por Theodore Levitt (Harvard). En su planteo, las compañías se hacen vulnerables cuando definen marcas en forma muy rígida. “Todo negocio –explicaba- debiera definirse en función del mercado y sus intereses, no de prioridades industriales o de marketing”.
En la actualidad, esa miopía se impone peligrosamente en la manufactura. El fenómeno se debe a que las estrategias fabriles se reducen a funciones o, inclusive, plantas, casi sin conexión con la estrategia de toda la empresa. Como la supervisión de fábricas y cadenas de abastecimiento no se vincula al resto de la estructura, el enfoque de los ejecutivos se estrecha y termina atrofiando la competencia del conjunto.
Esta miopía se cura creando una conciencia de costos, medios y recursos. Las compañías pueden mejorar sus aptitudes, como hizo “Household”, visualizando claramente operaciones y rediseñarlas con flexibilidad. Las empresas que lo logran ya no consideran su función industrial como mera causa de costos, apta para recortes laborales o tercerización. En su lugar, las tornan capaces de producir mejor calidad a precios menores. Por ende, la manufactura flexible es clave de largo plazo.
Dos compromisos
Ello involucra dos compromisos fundamentales. Primero, crear conciencia. Los líderes pueden desentrañar sus propios procesos y los de sus rivales, así advierten con claridad ventajas y desventajas. Ello implica captar mejor las aptitudes tecnológicas de una compañía, el potencial no cubierto de cada planta (para alcanzar mercados apropiados) y los costos. Muchas industrias ven en éstos, primordialmente, pretextos para recortar gastos todo el tiempo; no como fuente de datos sobre escala, erogaciones de capital, distribución de mano de obra, logística, etc.
Todos son elementos críticos para determinar la calidad de los procesos productivos en relación con los de la competencia. El admirado “talento industrial” de Toyota Motor reside, mayormente, en su insistencia por captar detalladamente cada faceta productiva en todos los niveles de la compañía.
El segundo compromiso es tener paciencia. Eso se demuestra dedicando tiempo y recursos a tratar la productividad como imperativo estratégico a largo plazo, en toda la firma. No como una función operativa aislada. Con frecuencia, los gerentes de planta deben imitar el ritmo típico de marketing, finanzas o procuración, donde son factibles transformaciones en seis a dieciocho meses. Pero esos cánones no corren en esfuerzos industriales, donde mejorar algo exige un encuadre temporal muy distinto.
Un nuevo programa de manufactura a menudo exige motivar -no sólo trasladar o tomar- miles de personas, construcciones, despliegue de tecnologías y, tal vez, cerrar alguna planta. Estas cosas demandan años, no meses. Ese tiempo está bien invertido si se lo emplea para desarrollar capacidades efectivas, flexibles, únicas para el negocio y los clientes (por ejemplo, una plataforma de cambios más rápidos).
Cuatro dimensiones
¿Cómo se construye conciencia? En la mayoría de compañías, existen cuatro dimensiones de manufactura donde análisis claros, proyectados en el futuro, pueden significar ganancias en el corto plazo y ventajas en el largo: tecnologías distintivas, redes elaboradas, transformación en planta y modernización en mano de obra.
Uno de los primeros sectores donde eliminar miopía es en diseño, ingeniería y compra de tecnologías. Es decir, la dimensión “inherente” a la manufactura, pues involucra la naturaleza física de los productos y sus procesos. Al respecto, existe un asombroso nivel de desinversión en procesos innovadores. En 2004, según BAH, apenas 10,2% de presupuestos en investigación y desarrollo (500 firmas industriales) se dedicada a innovación de procesos, contra 15% en 1980.
Al restar importancia a esa actividad, los industriales tienden a recurrir a proveedores de máquinas u otros insumos para explorar innovaciones. Pero eso suele ser contraproducente, pues quienes fabrican equipos no tienen credenciales como innovadores. Especialmente en los tipos de soluciones creativas que pudieran permitir a las compañías usuarias superar ese déficit. Aun si el proveedor es innovador, su tecnología no tiene posibilidades de ofrecer ventajas competitivas porque, en general, puede conseguirse de sus rivales.
Por otra parte, muchas organizaciones no tienen paciencia ante procesos innovadores que, en la manufactura, son por naturaleza de largo plazo. En el segmento de semiconductores, una vez reemplazada la tecnología de producción, pueden pasar dos a tres años antes de que el capital invertido empiece a dar frutos. En grandes industrias el lapso llega a cinco, pero suele alcanzar a veinte en petroquímica y electricidad.
Algunas compañías en extremo exitosas, verbigracia TetraPak, Procter & Gamble o Toyota, desarrollan maquinarias y procesos dentro de sí mismas, para proteger sus ventajas competitivas. Deste los años 60, P&G permite a empleados no sólo regular el flujo de línea, sino también diseñar equipos.
¿También artrosis?
A veces, un prometedor esfuerzo en innovación de procesos se viene abajo porque el management superior cambia o los ejecutivos que lo auspician pierden interés, aunque hayan conocido perfectamente la naturaleza de los se estaba haciendo. Por consiguiente, vetustos principios tecnológicos suelen aguantar 30 o 40 años, mientras la empresa pasa por ciclos y reestructuraciones nunca del todo cristalizadas.
Otras veces, la innovación se limita al nivel de fábrica. Cuando adoptan este esquema, las empresas se convierten en poco más que una multitud de pequeños aparatos sin escala, incapaces de aprovechar procesos tecnológicos como ventajan para competir.
La miopía afecta también esfuerzos para modificar procesos fabriles existentes. Verbigracia, en los últimos quince años se ha puesto en boga el “diseño de manufacturas” (DM), un sistema por el cual las compañías seleccionan productos no sólo por sus cualidades intrínsecas, sino también
por el grado de eficiencia asequible en su fabricación. No obstante, pese a sus atractivos, la relación entre grupos de ingeniería y manufactura –en gran parte de la industria- es fría o simplemente no existe. Aun donde ambos sectores pueden comunicarse, las empresas tal vez no tengan presupuesto para solventar proyectos y ese contacto acaba perdiéndose. Entonces, la miopía se transforma en artrosis.