La semana de la moda de Paris; el mejor queso francés. Las pastas y motocicletas italianas. Los autos perfectos alemanes. Todas estas relaciones entre países y productos son positivas. Es que los países también son conocidos por sus mejores productos y eso ayuda a crear una verdadera marca de exportación que puede impulsar o hundir a sectores enteros de la economía. No es solamente una cuestión turística sino algo más complejo que eso: los países, como los productos, tienen marcas y reputaciones que cuidar.
De hecho, más y más Estados han tomado la decisión de invertir en este sentido. La lógica es impecable: si el país en cuestión es conocido mundialmente como exportador de buenos productos, tanto la marca país como las marcas de las empresas nacionales crecerán de igual manera. Funciona como un ciclo virtuoso de marketing: si las marcas son buenas, el país es bueno; si el país es bueno, las marcas también lo serán.
Pero las relaciones no siempre son tan directas. A veces la idea de que un Estado-Nación pueda entenderse como una marca puede ser un error fatal. A diferencia de las marcas de productos, crear una marca país puede ser mucho más complejo, especialmente desde el lado de la comunicación. “En principio, el branding de un país y de un producto funcionan igual. Porque, en definitiva, tiene que ver con identificar y desarrollar la comunicación de ciertas partes de la identidad nacional que son favorables, como los productos. Pero el análisis en el caso de los países es más difícil, especialmente desde el lado de la creación de actividades de marca”, dice Magne Supphellen, profesora de la facultad de Economía y Negocios de Noruega.
¿Qué significa esto? Que el control que pueden tener los expertos en Marketing sobre una marca país es poco. Básicamente cuando un producto es creado, no tiene historia. Es una tabula rasa, como decían los antiguos: sin pasado negativo por el que juzgarlo. Inclusive una vez en el mercado, las compañías pueden hacer modificaciones sobre las marcas para cambiar las reglas de juego. Ha pasado incontables veces y el rebranding es todo un campo dentro del Marketing, con consultoras y expertos a la orden del día para diseñar estrategias.
En los países eso no pasa. Las limitaciones para alterar esas percepciones son significativas. Para dar un ejemplo que se aleja de las controversias históricas: Argentina no puede convertirse de un día para el otro en productor mundial de bananas de la misma manera que Brasil seguramente no será un país en el que se piense a la hora de ir a esquiar. Aunque los países tienen espacio para modificar ciertas cuestiones que estimulen la inversión –Dubai decidió invertir petrodólares para convertirse en un oasis turístico en el desierto- hay variables sobre las que los gobiernos — y los marketineros- tendrán poco control.
Bottom line: los productos pueden ser modificados, discontinuados, inclusive pueden salir del mercado cuando perjudican a la compañía madre, pueden ser rebrandeados y reposicionados, y, en el peor de los casos, pueden ser reemplazos. Los destinos, los países, no corren la misma suerte. Sus problemas, incluso, pueden tener raíces de muchos años, difíciles de cortar.
¿Cuáles son, entonces, los problemas más importantes de los países a la hora de lanzar su marca? Como en todo, en el Marketing hay que establecer un propósito, una razón para darse a conocer. Y eso en los países no ocurre frecuentemente. Otras dificultades radican en la imposibilidad de establecer objetivos cuantificables y en la carencia de control sobre presupuestos y estrategias. No siempre es fácil, dicen los expertos, hacer felices a todos: si se quiere promover a un país como un refugio rústico en las montañas es posible que no compartan ese interés los polos industriales.