Paul McFedries define esta tendencia como “una reducción donde se deja ir a los más inteligentes. Esto ocurre cuando una compañía despide a los empleados con menos antigüedad, que también son los más jóvenes y los que vienen con más preparación”.
A veces se invocan los contraltos sindicales, que imponen prácticas de contraltos y despidos sobre la base de la antigüedad. Pero la práctica se observa también en empresas no sindicalizadas. Muchas empresas tienen cláusulas en su política laboral que dicen que en cuestión de despidos “entre candidatos igualmente calificados se dará preferencia a aquellos con más antigüedad”.
En realidad, lo conveniente es actuar al revés: cuando se está ante una decisión que resultará en una reducción de personal, habría que evaluar primero el valor del empleado para la organización y sólo después analizar otros factores atenuantes, como el tiempo que ha trabajado con la compañía. Pero si los viejos empleados se han quedado atrás con las necesidades actuales de la actividad en la empresa, terminan convirtiéndose en una carga más que un activo. La lealtad de una empresa para con sus empleados y la posibilidad de capacitarlos frecuentemente para que estén a la altura de las necesidades son actitudes valiosas, pero a veces no dan los resultados buscados. Existe el peligro latente, además, de un juicio laboral más importante cuando el empleado despedido ha trabajado muchos años en la compañía.
No hay que olvidar nunca que la primera obligación es con la salud de la compañía, no con ningún individuo. Si bien es importante respetar a los empleados como grupo, y siempre tratarlos con justicia, no se puede sacrificar a la compañía por el individuo. Si la compañía sufre como resultado de males decisiones con respecto al personal, podría resultar en más reducción y más empleados despedidos.
Entonces, las decisiones sobre quién se queda y quién se va no deben basarse nunca en ningún tipo de medición arbitraria. Todas las decisiones deben someterse al criterio de qué es lo mejor para la compañía.