Todo lo que hace la empresa, lo publique o no, es comunicación. Porque la comunicación es el sistema nervioso central de toda compañía: el elemento que controla toda su actividad y su relación con el entorno.
Sin embargo, algunas empresas utilizan la comunicación sólo como instrumento. Es decir, como una campaña publicitaria, como una promoción u operación puntual. Con eso, la olvidan como estrategia. El problema es que la comunicación es, simultáneamente, instrumental y estratégica, una condición que no tienen todos los recursos de actuación de la empresa. La comunicación es vectorial porque define, orienta y acompaña la acción, o sea que es dinámica. Es estratégica porque contribuye a definir la estrategia empresaria, y es instrumental porque realiza todo esto. La compañía reduce la comunicación a la última, a la funcionalidad de un martillo, un instrumento para golpear algo.
Esto es así desde el industrialismo y su figura, la cadena de montaje, porque la empresa se compartimenta. Todo esto lo hizo Henry Ford, que inventó la desarticulación de un proceso en microprocesos. Entonces, cada uno sabe lo que hace, pero no sabe lo que hace el de al lado. Ante esta falta de interacción entre las distintas áreas, hay que reconstruir y reunificar a la empresa para que sea orgánica, para que la gente participe. Para eso no hay nada más útil que estar en relación con la gente, darle información y responder a sus inquietudes. Es decir que, tras la equiparación tecnológica de los productos, se ingresa a la cultura de la atención al cliente.
En este marco, hablar de producto y de publicidad resulta insuficiente. El eje debe estar puesto en la imagen corporativa, que es el resultado de la comunicación global. La gente ya no se conforma sólo con la publicidad, quiere saber, quiere información. Al pasar de la ideología del consumo a la cultura del consumo, la información se ha vuelto más importante que la seducción.
La empresa tiene ahora que lidiar ya no sólo con el mercado sino con la sociedad en general, por lo que la técnica de volver públicos sus productos deberá subordinarse a un programa de comunicación global en el que están incluidos nuevos medios, recursos y soportes: la identidad corporativa, la imagen, las vinculaciones con los medios, las relaciones públicas, la preocupación generalizada por la calidad, la investigación de opinión y posicionamiento en el mercado, las publicaciones institucionales y empresariales, el packaging, los recursos de señalización para conducir al público hasta un punto de venta, el diseño de interiores en redes de atención al cliente, el diseño de distribución y la comunicación interna.
En el actual mosaico de culturas, las palabras y las cosas tienden a confundirse: cualquier acción de la organización, desde una promoción hasta las relaciones que entabla con su personal, comunica. Y a su vez, la imagen, cristalización pública de un discurso de identidad, recrea a la empresa.
La fórmula de la Coca – Cola
Lo esencialmente distintivo de una compañía son sus servicios, porque son los que definen su modo de ser y de actuar, su estilo. A diferencia de los productos, nunca podrán ser estandarizados porque no son cosas ni objetos, sino datos, información, recuerdos y promesas, que se seleccionan cara a cara con el cliente en el momento de su producción.
¿Qué pasaría si nos dieran la fórmula de la Coca-Cola? Nada. Tendríamos una receta, un líquido, pero lo importante no es eso sino la potencia de la imagen de marca y la fidelidad del consumidor a ella. Esto quedó en evidencia a partir de un estudio reciente realizado en toda Europa sobre los factores claves en la decisión de compra. En él se ubicó, por primera vez, el servicio al cliente antes que el producto y antes, incluso, que el precio.
Como actitud orientada al cliente, en el servicio convergen el principio de la comunicación, que privilegia al receptor; el del marketing, enfocado en el consumidor; el de las relaciones públicas, anclado en el valor de las personas y el principio de la ética empresarial orientada a la utilidad social. Si se asume que el eje es el individuo, resulta entonces congruente que la difusión masiva ceda espacios a las formas de comunicación que admiten alguna clase de interactividad.
La comunicación corporativa es a la revolución de los servicios lo que la publicidad fue a la revolución industrial, es decir, el motor del sistema de producción y consumo. Si la clave se desplazó del producto fabricado a la existencia pública de la empresa, los actores con los que ésta debe vincularse también se habrán modificado.
Por todo eso, pensar la empresa desde la comunicación no es lo mismo que hacerlo desde el marketing. Desde la perspectiva de la primera, la palabra mercado –herencia del taylorismo– debería ser reemplazada por campo social. La comunicación desborda el marco estricto del consumidor y aquello que no es mercado también interesa a la empresa, en tanto que es sujeto de comunicación.
Esta complejidad excede ampliamente el mundo de los publicistas, dividido en productores y clientes, y permite entender la caída relativa de este sector en la asignación presupuestaria. Lo que el hombre de marketing denomina mercado es, entonces, una porción del campo social global insuficiente para la construcción de la reputación de la organización. Algunos laboratorios en Europa han hallado el modo de responder a las nuevas necesidades y responsabilidades que tienen las empresas apoyando a los estudiantes de medicina. Claro que piensan en que serán su mercado futuro pero, mientras tanto, se están relacionando con ellos sin pretender venderles nada y procurando darles becas o ayudas.
Así, el encargado del programa de imagen global debería ser un director de comunicación que está junto al presidente en la cúspide del organigrama, conectándose hacia los lados con Marketing y Recursos Humanos. El debería ser el abogado del público ante la empresa y el de ésta ante la comunidad. Si la organización es ante todo imagen, también de esta área dependerá la definición de valores y cultura y la ejecución de programas de cambio.
Por Joan Costa
© Mercado
Sobre el autor
Se autodefine como comunicólogo, pero el catalán Joan Costa es al mismo tiempo filósofo, sociólogo, publicitario y diseñador. Es fundador y presidente del Centro Internacional de Investigación y Aplicaciones de la Comunicación, CIAC (Barcelona, Madrid), profesor de la Escuela de Diseño Elisava, de Barcelona, y de la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Autónoma de Barcelona. Lleva escritos 25 libros.
Todo lo que hace la empresa, lo publique o no, es comunicación. Porque la comunicación es el sistema nervioso central de toda compañía: el elemento que controla toda su actividad y su relación con el entorno.
Sin embargo, algunas empresas utilizan la comunicación sólo como instrumento. Es decir, como una campaña publicitaria, como una promoción u operación puntual. Con eso, la olvidan como estrategia. El problema es que la comunicación es, simultáneamente, instrumental y estratégica, una condición que no tienen todos los recursos de actuación de la empresa. La comunicación es vectorial porque define, orienta y acompaña la acción, o sea que es dinámica. Es estratégica porque contribuye a definir la estrategia empresaria, y es instrumental porque realiza todo esto. La compañía reduce la comunicación a la última, a la funcionalidad de un martillo, un instrumento para golpear algo.
Esto es así desde el industrialismo y su figura, la cadena de montaje, porque la empresa se compartimenta. Todo esto lo hizo Henry Ford, que inventó la desarticulación de un proceso en microprocesos. Entonces, cada uno sabe lo que hace, pero no sabe lo que hace el de al lado. Ante esta falta de interacción entre las distintas áreas, hay que reconstruir y reunificar a la empresa para que sea orgánica, para que la gente participe. Para eso no hay nada más útil que estar en relación con la gente, darle información y responder a sus inquietudes. Es decir que, tras la equiparación tecnológica de los productos, se ingresa a la cultura de la atención al cliente.
En este marco, hablar de producto y de publicidad resulta insuficiente. El eje debe estar puesto en la imagen corporativa, que es el resultado de la comunicación global. La gente ya no se conforma sólo con la publicidad, quiere saber, quiere información. Al pasar de la ideología del consumo a la cultura del consumo, la información se ha vuelto más importante que la seducción.
La empresa tiene ahora que lidiar ya no sólo con el mercado sino con la sociedad en general, por lo que la técnica de volver públicos sus productos deberá subordinarse a un programa de comunicación global en el que están incluidos nuevos medios, recursos y soportes: la identidad corporativa, la imagen, las vinculaciones con los medios, las relaciones públicas, la preocupación generalizada por la calidad, la investigación de opinión y posicionamiento en el mercado, las publicaciones institucionales y empresariales, el packaging, los recursos de señalización para conducir al público hasta un punto de venta, el diseño de interiores en redes de atención al cliente, el diseño de distribución y la comunicación interna.
En el actual mosaico de culturas, las palabras y las cosas tienden a confundirse: cualquier acción de la organización, desde una promoción hasta las relaciones que entabla con su personal, comunica. Y a su vez, la imagen, cristalización pública de un discurso de identidad, recrea a la empresa.
La fórmula de la Coca – Cola
Lo esencialmente distintivo de una compañía son sus servicios, porque son los que definen su modo de ser y de actuar, su estilo. A diferencia de los productos, nunca podrán ser estandarizados porque no son cosas ni objetos, sino datos, información, recuerdos y promesas, que se seleccionan cara a cara con el cliente en el momento de su producción.
¿Qué pasaría si nos dieran la fórmula de la Coca-Cola? Nada. Tendríamos una receta, un líquido, pero lo importante no es eso sino la potencia de la imagen de marca y la fidelidad del consumidor a ella. Esto quedó en evidencia a partir de un estudio reciente realizado en toda Europa sobre los factores claves en la decisión de compra. En él se ubicó, por primera vez, el servicio al cliente antes que el producto y antes, incluso, que el precio.
Como actitud orientada al cliente, en el servicio convergen el principio de la comunicación, que privilegia al receptor; el del marketing, enfocado en el consumidor; el de las relaciones públicas, anclado en el valor de las personas y el principio de la ética empresarial orientada a la utilidad social. Si se asume que el eje es el individuo, resulta entonces congruente que la difusión masiva ceda espacios a las formas de comunicación que admiten alguna clase de interactividad.
La comunicación corporativa es a la revolución de los servicios lo que la publicidad fue a la revolución industrial, es decir, el motor del sistema de producción y consumo. Si la clave se desplazó del producto fabricado a la existencia pública de la empresa, los actores con los que ésta debe vincularse también se habrán modificado.
Por todo eso, pensar la empresa desde la comunicación no es lo mismo que hacerlo desde el marketing. Desde la perspectiva de la primera, la palabra mercado –herencia del taylorismo– debería ser reemplazada por campo social. La comunicación desborda el marco estricto del consumidor y aquello que no es mercado también interesa a la empresa, en tanto que es sujeto de comunicación.
Esta complejidad excede ampliamente el mundo de los publicistas, dividido en productores y clientes, y permite entender la caída relativa de este sector en la asignación presupuestaria. Lo que el hombre de marketing denomina mercado es, entonces, una porción del campo social global insuficiente para la construcción de la reputación de la organización. Algunos laboratorios en Europa han hallado el modo de responder a las nuevas necesidades y responsabilidades que tienen las empresas apoyando a los estudiantes de medicina. Claro que piensan en que serán su mercado futuro pero, mientras tanto, se están relacionando con ellos sin pretender venderles nada y procurando darles becas o ayudas.
Así, el encargado del programa de imagen global debería ser un director de comunicación que está junto al presidente en la cúspide del organigrama, conectándose hacia los lados con Marketing y Recursos Humanos. El debería ser el abogado del público ante la empresa y el de ésta ante la comunidad. Si la organización es ante todo imagen, también de esta área dependerá la definición de valores y cultura y la ejecución de programas de cambio.
Por Joan Costa
© Mercado
Sobre el autor
Se autodefine como comunicólogo, pero el catalán Joan Costa es al mismo tiempo filósofo, sociólogo, publicitario y diseñador. Es fundador y presidente del Centro Internacional de Investigación y Aplicaciones de la Comunicación, CIAC (Barcelona, Madrid), profesor de la Escuela de Diseño Elisava, de Barcelona, y de la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Autónoma de Barcelona. Lleva escritos 25 libros.