jueves, 26 de diciembre de 2024

El paciente argentino

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En un país donde el gasto en salud supera los $ 20.000 millones al año, buena parte de las cuestiones decisivas permanecen al margen del debate y la única preocupación parece ser cómo consolidar la llamada industria de la enfermedad.

Un desocupado de la región metropolitana del Gran Buenos Aires gasta en medicamentos y servicios médicos algo más de 40% del monto que destina a la adquisición de alimentos y bebidas. Aquel rubro representa 14,5% de su previsiblemente precario presupuesto, en tanto que para un asalariado la proporción es de 6,6%. Y así como en el primer caso los medicamentos explican casi las dos terceras partes del gasto atribuible a la atención de la salud, en el resto importan menos de la mitad.

De acuerdo con una encuesta realizada por el Indec en 1996 y 1997, la misma tendencia se verifica cuando el parámetro no es ya la situación ocupacional sino el ingreso de los hogares. En efecto, para los ubicados en el primer quintil, el gasto en salud insume 12,71% del presupuesto total, contra algo menos de 10% en el caso de la franja más alta. Y, del mismo modo que en el caso anterior, la gravitación de los medicamentos es mayor a medida que desciende el nivel de los ingresos.

Para observar esos indicadores en perspectiva, basta compararlos con los que arrojaba un estudio equivalente efectuado por el Indec diez años antes. De allí surge, por ejemplo, que en 1986 la proporción del gasto en salud en el presupuesto de los hogares del primer quintil era de 4,8%, lo que pone de manifiesto que su incidencia creció más de una vez y media en apenas una década. Pero, además, y salvo para los productos farmacéuticos, ese gasto aumentaba en proporción directa al ingreso, a la inversa de cuanto sucede hoy.

Datos como éstos distan de ser la manifestación de un fenómeno aislado, sobre todo si se tiene en cuenta que, en una actividad que mueve más de $ 20.000 millones al año, casi un tercio del gasto proviene del bolsillo de los pacientes, y que ello se suma a lo que éstos aportan por el pago de las primas de los seguros e, indirectamente, a través de las contribuciones sobre los salarios y de los impuestos indirectos.

Sin embargo, las inequidades del sistema de salud argentino no integran la agenda en discusión, y otro tanto sucede, por ejemplo, con cuestiones tales como el precio de los medicamentos, la introducción no sustentada de tecnología o, en términos más amplios, con todos aquellos factores que influyen decisivamente sobre el estado de salud de la población, como las condiciones de vida y de trabajo, la infraestructura habitacional y sanitaria.

Así planteadas las cosas, el tenor de ese debate acotado sugiere en cambio, y a tono con las profundas mutaciones sociales ocurridas en la Argentina durante las últimas dos décadas, que todas las energías se concentran en la creación de condiciones culturales, financieras e institucionales capaces de consolidar un mercado rentable para la industria de la enfermedad.

Parece innecesario decir que no se piensa en términos de estímulos keynesianos a la demanda agregada, y no sólo por convicciones ideológicas. En primer lugar, porque el de la enfermedad es un mercado ciertamente peculiar. Allí donde la libre elección es una falacia y el consumo es siempre un consumo dirigido en términos habitualmente poco transparentes, la libre competencia no pasa de un engañoso eufemismo. Por otro lado, como se advierte tras el anuncio de la competencia regulada entre obras sociales y prepagas, la disputa no apunta al mercado como un todo sino a aquellas franjas cuyos hábitos de consumo o demandas terapéuticas si caben tales términos prometen un horizonte cierto de rentabilidad.

Un estudio sobre la exportación a América latina del modelo estadounidense de explotación privada de los servicios de salud, publicado por el New England Journal of Medicine y reseñado en Buenos Aires por el periodista Julio Nudler hace casi dos años, proporciona algunas pistas interesantes al respecto.

El estudio refiere que, entre las motivaciones financieras para entrar en el mercado latinoamericano, “los gerentes de las empresas de servicios de salud remarcaron la importancia de lograr el acceso a los fondos de la seguridad social en estos países”. Y advierte que los ejecutivos estadounidenses identificaron esos fondos “como una nueva gran fuente de capital financiero”.

Así, se cita la opinión de un ejecutivo estadounidense del Exxel Group, que dice: “Es un mercado muy lucrativo… La real oportunidad aquí para una compañía de inversores privados radica en desarrollar herramientas en el mercado de las prepagas, como anticipación al mercado de las obras sociales”.

En esa dirección, la progresiva apertura de las obras sociales a la competencia con las prepagas pactada con el Banco Mundial e iniciada hace algo más de cinco años actuó como catalizador de un proceso de inversiones, fusiones y adquisiciones donde el capital extranjero tiene un protagonismo casi excluyente.

Es que, según afirma el estudio citado, “la creciente clase media alta de América latina constituye un nuevo mercado potencial para la medicina privada. A medida que aumentaban la pobreza y la desigualdad en la distribución del ingreso, también crecía el número de familias con ingresos suficientemente altos como para comprar seguros privados de salud”.

Como lo refiere una nota publicada por MERCADO en su edición de octubre del 2000, el de las empresas de medicina prepaga es un mercado fuertemente concentrado. Y aún no regulado. Sobre 269 empresas, apenas siete se reparten 37% de los afiliados, en tanto que las ocho primeras se llevan 44,5% de la facturación, que ronda los $ 2.100 millones anuales. Y, como sucede en otros campos de la actividad económica, las adquisiciones se han orientado a firmas cuyas marcas tenían ya un relativo posicionamiento.

No parece casual, entonces, que el debate sobre la salud en la Argentina haya quedado limitado a las cuestiones vinculadas con el financiamiento. Y que, aun dentro de este campo, los montos destinados a sostener el servicio público permanezcan al margen de toda consideración.

Ello resulta elocuente en un país en el que contra lo que sugieren los estándares publicitarios o cierto imaginario social casi la mitad de los niños nace en hospitales públicos. Es que, por una curiosa transfiguración conceptual, cuanto sucede en esos hospitales ha quedado fuera de lo que tradicionalmente se entendía por salud pública para pasar a integrar el difuso campo de la asistencia social.

Desde esa perspectiva, y conforme a las concepciones en boga, el Estado debería limitarse a desempeñar un papel subsidiario. En tal sentido, le correspondería garantizar condiciones para que la inversión privada genere tasas satisfactorias de retorno y, complementariamente, preservar al mercado de aquellas poblaciones, afecciones o enfermedades susceptibles de distorsionar los balances de las empresas.

En ese contexto no puede extrañar tampoco el pobre desempeño del sistema de salud, incluso si la comparación remite a otros países de la región con niveles de gasto per cápita y sobre el PBI mucho menores.

Aunque es cierto que la Argentina no ha permanecido al margen de los progresos genéricos de la medicina a escala mundial, diversos estudios han llamado la atención sobre la magnitud de la mortalidad neonatal e infantil evitable en 60% de los casos con prevención, diagnóstico y tratamiento adecuados y su muy desigual distribución, que en líneas generales se corresponde con la del ingreso; sobre las graves deficiencias nutricionales de los niños pobres o la baja cobertura en materia de vacunaciones; sobre la reaparición de ciertas endemias asociadas al crecimiento de la pobreza.

Aun si ese desempeño se mide en términos del gasto, se verifica que su productividad es notablemente baja. En otros términos, la Argentina gasta una proporción de su PBI que no se corresponde con los resultados que obtiene.

Ello no completa, desde luego, el universo que debería tomarse en cuenta para saber en qué medida los argentinos tienen resueltos sus problemas de salud. No está muy claro tampoco a quién puede interesarle. Por lo pronto, todas las investigaciones referidas a las enfermedades profesionales o al impacto de la profunda reconversión laboral producida en la última década permanecen en un cono de sombra. Y no parece aventurado suponer que la precarización laboral, la falta de estabilidad en el empleo, la desocupación o el temor a que ella se produzca y aun los regímenes que asignan al presentismo una alta proporción del salario total, deben haber deteriorado la salud de quienes trabajan. Otro tanto puede decirse respecto del impacto de las reformas económicas, que ha hecho más regresiva la distribución del ingreso y aun su asignación, como se señalaba al comienzo.

Que estas cuestiones y otras ya señaladas, no formen parte siquiera marginalmente del debate, es probablemente el indicador más elocuente de que la salud de los argentinos no tiene buen pronóstico.

Por Roberto A. Pagura
MERCADO 1000

Un desocupado de la región metropolitana del Gran Buenos Aires gasta en medicamentos y servicios médicos algo más de 40% del monto que destina a la adquisición de alimentos y bebidas. Aquel rubro representa 14,5% de su previsiblemente precario presupuesto, en tanto que para un asalariado la proporción es de 6,6%. Y así como en el primer caso los medicamentos explican casi las dos terceras partes del gasto atribuible a la atención de la salud, en el resto importan menos de la mitad.

De acuerdo con una encuesta realizada por el Indec en 1996 y 1997, la misma tendencia se verifica cuando el parámetro no es ya la situación ocupacional sino el ingreso de los hogares. En efecto, para los ubicados en el primer quintil, el gasto en salud insume 12,71% del presupuesto total, contra algo menos de 10% en el caso de la franja más alta. Y, del mismo modo que en el caso anterior, la gravitación de los medicamentos es mayor a medida que desciende el nivel de los ingresos.

Para observar esos indicadores en perspectiva, basta compararlos con los que arrojaba un estudio equivalente efectuado por el Indec diez años antes. De allí surge, por ejemplo, que en 1986 la proporción del gasto en salud en el presupuesto de los hogares del primer quintil era de 4,8%, lo que pone de manifiesto que su incidencia creció más de una vez y media en apenas una década. Pero, además, y salvo para los productos farmacéuticos, ese gasto aumentaba en proporción directa al ingreso, a la inversa de cuanto sucede hoy.

Datos como éstos distan de ser la manifestación de un fenómeno aislado, sobre todo si se tiene en cuenta que, en una actividad que mueve más de $ 20.000 millones al año, casi un tercio del gasto proviene del bolsillo de los pacientes, y que ello se suma a lo que éstos aportan por el pago de las primas de los seguros e, indirectamente, a través de las contribuciones sobre los salarios y de los impuestos indirectos.

Sin embargo, las inequidades del sistema de salud argentino no integran la agenda en discusión, y otro tanto sucede, por ejemplo, con cuestiones tales como el precio de los medicamentos, la introducción no sustentada de tecnología o, en términos más amplios, con todos aquellos factores que influyen decisivamente sobre el estado de salud de la población, como las condiciones de vida y de trabajo, la infraestructura habitacional y sanitaria.

Así planteadas las cosas, el tenor de ese debate acotado sugiere en cambio, y a tono con las profundas mutaciones sociales ocurridas en la Argentina durante las últimas dos décadas, que todas las energías se concentran en la creación de condiciones culturales, financieras e institucionales capaces de consolidar un mercado rentable para la industria de la enfermedad.

Parece innecesario decir que no se piensa en términos de estímulos keynesianos a la demanda agregada, y no sólo por convicciones ideológicas. En primer lugar, porque el de la enfermedad es un mercado ciertamente peculiar. Allí donde la libre elección es una falacia y el consumo es siempre un consumo dirigido en términos habitualmente poco transparentes, la libre competencia no pasa de un engañoso eufemismo. Por otro lado, como se advierte tras el anuncio de la competencia regulada entre obras sociales y prepagas, la disputa no apunta al mercado como un todo sino a aquellas franjas cuyos hábitos de consumo o demandas terapéuticas si caben tales términos prometen un horizonte cierto de rentabilidad.

Un estudio sobre la exportación a América latina del modelo estadounidense de explotación privada de los servicios de salud, publicado por el New England Journal of Medicine y reseñado en Buenos Aires por el periodista Julio Nudler hace casi dos años, proporciona algunas pistas interesantes al respecto.

El estudio refiere que, entre las motivaciones financieras para entrar en el mercado latinoamericano, “los gerentes de las empresas de servicios de salud remarcaron la importancia de lograr el acceso a los fondos de la seguridad social en estos países”. Y advierte que los ejecutivos estadounidenses identificaron esos fondos “como una nueva gran fuente de capital financiero”.

Así, se cita la opinión de un ejecutivo estadounidense del Exxel Group, que dice: “Es un mercado muy lucrativo… La real oportunidad aquí para una compañía de inversores privados radica en desarrollar herramientas en el mercado de las prepagas, como anticipación al mercado de las obras sociales”.

En esa dirección, la progresiva apertura de las obras sociales a la competencia con las prepagas pactada con el Banco Mundial e iniciada hace algo más de cinco años actuó como catalizador de un proceso de inversiones, fusiones y adquisiciones donde el capital extranjero tiene un protagonismo casi excluyente.

Es que, según afirma el estudio citado, “la creciente clase media alta de América latina constituye un nuevo mercado potencial para la medicina privada. A medida que aumentaban la pobreza y la desigualdad en la distribución del ingreso, también crecía el número de familias con ingresos suficientemente altos como para comprar seguros privados de salud”.

Como lo refiere una nota publicada por MERCADO en su edición de octubre del 2000, el de las empresas de medicina prepaga es un mercado fuertemente concentrado. Y aún no regulado. Sobre 269 empresas, apenas siete se reparten 37% de los afiliados, en tanto que las ocho primeras se llevan 44,5% de la facturación, que ronda los $ 2.100 millones anuales. Y, como sucede en otros campos de la actividad económica, las adquisiciones se han orientado a firmas cuyas marcas tenían ya un relativo posicionamiento.

No parece casual, entonces, que el debate sobre la salud en la Argentina haya quedado limitado a las cuestiones vinculadas con el financiamiento. Y que, aun dentro de este campo, los montos destinados a sostener el servicio público permanezcan al margen de toda consideración.

Ello resulta elocuente en un país en el que contra lo que sugieren los estándares publicitarios o cierto imaginario social casi la mitad de los niños nace en hospitales públicos. Es que, por una curiosa transfiguración conceptual, cuanto sucede en esos hospitales ha quedado fuera de lo que tradicionalmente se entendía por salud pública para pasar a integrar el difuso campo de la asistencia social.

Desde esa perspectiva, y conforme a las concepciones en boga, el Estado debería limitarse a desempeñar un papel subsidiario. En tal sentido, le correspondería garantizar condiciones para que la inversión privada genere tasas satisfactorias de retorno y, complementariamente, preservar al mercado de aquellas poblaciones, afecciones o enfermedades susceptibles de distorsionar los balances de las empresas.

En ese contexto no puede extrañar tampoco el pobre desempeño del sistema de salud, incluso si la comparación remite a otros países de la región con niveles de gasto per cápita y sobre el PBI mucho menores.

Aunque es cierto que la Argentina no ha permanecido al margen de los progresos genéricos de la medicina a escala mundial, diversos estudios han llamado la atención sobre la magnitud de la mortalidad neonatal e infantil evitable en 60% de los casos con prevención, diagnóstico y tratamiento adecuados y su muy desigual distribución, que en líneas generales se corresponde con la del ingreso; sobre las graves deficiencias nutricionales de los niños pobres o la baja cobertura en materia de vacunaciones; sobre la reaparición de ciertas endemias asociadas al crecimiento de la pobreza.

Aun si ese desempeño se mide en términos del gasto, se verifica que su productividad es notablemente baja. En otros términos, la Argentina gasta una proporción de su PBI que no se corresponde con los resultados que obtiene.

Ello no completa, desde luego, el universo que debería tomarse en cuenta para saber en qué medida los argentinos tienen resueltos sus problemas de salud. No está muy claro tampoco a quién puede interesarle. Por lo pronto, todas las investigaciones referidas a las enfermedades profesionales o al impacto de la profunda reconversión laboral producida en la última década permanecen en un cono de sombra. Y no parece aventurado suponer que la precarización laboral, la falta de estabilidad en el empleo, la desocupación o el temor a que ella se produzca y aun los regímenes que asignan al presentismo una alta proporción del salario total, deben haber deteriorado la salud de quienes trabajan. Otro tanto puede decirse respecto del impacto de las reformas económicas, que ha hecho más regresiva la distribución del ingreso y aun su asignación, como se señalaba al comienzo.

Que estas cuestiones y otras ya señaladas, no formen parte siquiera marginalmente del debate, es probablemente el indicador más elocuente de que la salud de los argentinos no tiene buen pronóstico.

Por Roberto A. Pagura
MERCADO 1000

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