El clásico estereotipo sostiene que es un típico problema del Tercer Mundo, del mundo en desarrollo. Que es propio de los países y las economías periféricas. Pero la oleada de revelaciones y denuncias durante el último año -y desde principios de esta década- demuestra que la corrupción no tiene fronteras.
Los escándalos que implican frecuente colusión entre políticos, funcionarios públicos y empresas, han sido noticia en Japón, en Estados Unidos, en Francia, Gran Bretaña, Italia, España, como también en México, Tailandia, Malasia, Brasil o Argentina.
A pesar de que la tendencia parece marchar en todo el planeta hacia el libre mercado, la desregulación y la apertura de las economías, los conflictos donde la ética en los negocios aparece lesionada continúa aumentando.
La intensidad de este proceso suscita varios interrogantes. ¿Es este rechazo de prácticas corruptas una moda efímera, una catarsis circunstancial, o por el contrario es -a partir de ahora- un empeño justificable? Más aún, como se lo plantean con seriedad muchos observadores preocupados, hablar de ética en los negocios, ¿no es una contradicción en sus propios términos?
Todavía hay más preguntas ávidas de respuestas claras. ¿Se deben tomar medidas, adoptar reglas? ¿Serán ellas eficaces o motorizarán nuevas modalidades de corrupción? En todo caso, ¿cuáles son los pasos concretos y efectivos que se pueden dar? ¿Alcanza con la auto-regulación de los propios protagonistas o hace falta la intervención de la sociedad indignada a través del Estado?
Hay quienes recurren a la historia para recordar que siempre hubo corrupción en estos niveles, que la ética en este territorio fue a menudo lesionada. Lo cual inevitablemente plantea el problema siguiente: ¿hay ahora más casos en los que la ética sufre erosión, o es simplemente que los medios de comunicación están más proclives a exhibir estas lacras y la opinión pública más lista a condenarlas?
Es probable, que la desregulación elimina de hecho muchas causas de corrupción y malas prácticas. Incluso podría admitirse que no es que el fenómeno haya crecido en intensidad, sino que ahora es expuesto, exhibido públicamente, de una manera que nunca antes lo fue.
En muchos de los escándalos recientes, el patrón de conducta identificable es la excusa de financiar partidos y campañas políticas. Una reforma de fondo en el financiamiento de los actores políticos, en todo el mundo, podría entonces hacer mucho por erradicar prácticas donde escasean los criterios éticos.
Pero si bien el territorio ético más abierto al escrutinio es el de las difíciles relaciones entre el poder político y el económico, el tema tiene otras aristas más específicas.
El comportamiento de las empresas en relación con sus clientes, con sus empleados, con sus accionistas, con sus proveedores, con la sociedad en la que actúan, con el ambiente, son los grandes capítulos de la ética de los negocios.
El clásico estereotipo sostiene que es un típico problema del Tercer Mundo, del mundo en desarrollo. Que es propio de los países y las economías periféricas. Pero la oleada de revelaciones y denuncias durante el último año -y desde principios de esta década- demuestra que la corrupción no tiene fronteras.
Los escándalos que implican frecuente colusión entre políticos, funcionarios públicos y empresas, han sido noticia en Japón, en Estados Unidos, en Francia, Gran Bretaña, Italia, España, como también en México, Tailandia, Malasia, Brasil o Argentina.
A pesar de que la tendencia parece marchar en todo el planeta hacia el libre mercado, la desregulación y la apertura de las economías, los conflictos donde la ética en los negocios aparece lesionada continúa aumentando.
La intensidad de este proceso suscita varios interrogantes. ¿Es este rechazo de prácticas corruptas una moda efímera, una catarsis circunstancial, o por el contrario es -a partir de ahora- un empeño justificable? Más aún, como se lo plantean con seriedad muchos observadores preocupados, hablar de ética en los negocios, ¿no es una contradicción en sus propios términos?
Todavía hay más preguntas ávidas de respuestas claras. ¿Se deben tomar medidas, adoptar reglas? ¿Serán ellas eficaces o motorizarán nuevas modalidades de corrupción? En todo caso, ¿cuáles son los pasos concretos y efectivos que se pueden dar? ¿Alcanza con la auto-regulación de los propios protagonistas o hace falta la intervención de la sociedad indignada a través del Estado?
Hay quienes recurren a la historia para recordar que siempre hubo corrupción en estos niveles, que la ética en este territorio fue a menudo lesionada. Lo cual inevitablemente plantea el problema siguiente: ¿hay ahora más casos en los que la ética sufre erosión, o es simplemente que los medios de comunicación están más proclives a exhibir estas lacras y la opinión pública más lista a condenarlas?
Es probable, que la desregulación elimina de hecho muchas causas de corrupción y malas prácticas. Incluso podría admitirse que no es que el fenómeno haya crecido en intensidad, sino que ahora es expuesto, exhibido públicamente, de una manera que nunca antes lo fue.
En muchos de los escándalos recientes, el patrón de conducta identificable es la excusa de financiar partidos y campañas políticas. Una reforma de fondo en el financiamiento de los actores políticos, en todo el mundo, podría entonces hacer mucho por erradicar prácticas donde escasean los criterios éticos.
Pero si bien el territorio ético más abierto al escrutinio es el de las difíciles relaciones entre el poder político y el económico, el tema tiene otras aristas más específicas.
El comportamiento de las empresas en relación con sus clientes, con sus empleados, con sus accionistas, con sus proveedores, con la sociedad en la que actúan, con el ambiente, son los grandes capítulos de la ética de los negocios.