Nunca digan que Sanford Weill está terminado del todo

Piso III, sede neoyorquina de Citigroup. Sanford Weill (72), ya sin cargo alguno, sigue ocupando una rumbosa oficina. Piensa quedarse ahí hasta la jubilación, o sea hasta marzo. Pero ya es historia. ¿O no?

21 septiembre, 2005

Hace poco, el ex mandamás del primer conglomerado financiero mundial contemplaba un retiro anticipado, para crear un fondo inversor privado. Esto reavivó el clima turbulento que signaba al gigante desde 2000, pues la junta le hizo presente que su eventual actividad planteaba incompatibilidades. La semana pasada, Weill dijo que no pensaba irse antes de tiempo. Aunque no desempeñe ya función alguna.

Durante una larga charla con los medios, hizo un balance de sus éxitos y fracasos. Desde el rompimiento con James Dimon, su ex mano derecha, hoy presidente de JP Morgan Chase, hasta el papel de Citigroup en escándalos como Enron o WorldCom. En cuanto a su gestión, la resumió sin el menor atisbo de modestia: “Quería construir el mejor grupo financiero de Estados Unidos y casi lo logré”.

Pero ese tipo de legados es ambivalente. Esto es especialmente cierto tratándose de un “casamentero de bancas” tan controvertido como él, cuya obra –la fusión de Citicorp con Travelers Group, 1998- fue la más significativa desde que se gestó a US Steel, casi un siglo antes.

Sin embargo, varios analistas y colegas de Weill sostienen que ese hecho y muchos de los problemas posteriores reflejaron su propia soberbia. A su juicio, abandonó el foco en la actividad básica y la disciplina estratégica del grupo –que había caracterizado su carrera hasta entonces-, en aras de su egolatría y sus veleidades imperiales.

“En la fase final, se convirtió en producto de su época: acumulaba poder personal comprando activos”, señala Charles Peabody, analista de negocios bancarios. Otros, más directos, afirman que, bajo Weill, Citigroup se convirtió en un paquidermo sin transparencia y demasiado pesado de manejar. Así quedó confirmado en marzo, cuando la Reserva Federal de Nueva York ordenó a la entidad posponer toda compra importante, hasta restablecer sus propios contralores internos y solucionar una serie de problemas en el plano interno y externo.

Hay una historia detrás, claro. Tras comenzar con su propia firma de valores en 1960, Weill tomó Shearson Loeb Rhoades, una de las mayores intermediarias bursátiles. Su sorpresiva fusión con American Express (1981) fue un triunfo personal de Weill, cuyas raíces judías a menudo le chocaban a un Wall Street elitista y bastante antisemita (curiosamente, hoy el negocio está dominado por judíos ultra conservadores).

Pero Weill –volátil, inseguro y agresivo- no cuajaba con el aristocrático estilo WASP (iniciales en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”) de American Express. Se lo sacaron de encima como presidente en 1985. En 1986, ya estaba reorganizando Commercial Credit, un prestamista sin futuro. Ahí empezó a desplegar su fórmula para fusiones y adquisiciones: detectar una firma que genere buena caja pero tenga exceso de personal y gastos, achicarla a lo mínimo, usar el efectivo generado para comprar otra compañía, recortar sus costos y seguir así hasta amasar un pequeño imperio limpio de polvo y paja.

De esa manera, Weill fagocitó sociedad tras sociedad. Commercial Credit compró Primerica y su brazo de valores Smith Barney, en 1988; luego copó Travelers Group, una aseguradora importante. El nuevo conglomerado recobró Shearson de American Express en 1993. Cuatro años después, Travelers compró Salomon Brothers, la juntó con Smith Barmey y por fin, en 1998, se fusionó con Citicorp, el banco norteamericano más global.

Esas últimas movidas coincidieron con la “exuberancia irracional” en Wall Street (1997/2000), el surgimiento de los CE como estrellas más brillantes que las de Holywood y el culto mediático a las F&A, que fracasaban tanto como tenían éxito. Seducido por su figuración social –el joven pobre de Brooklyn conquistaba Gotham- y su creciente fortuna, Weill se sentía imparable. Pero no dejaba de ser vulgar y poco educado.

Weill y John Reed, CEO de Citicorp al momento de la fusión, prometieron crear una especie de supermercado financiero internacional, que conducirían juntos. Sin duda, precisaban un equipo de management consistente. No pudo ser: pronto, Weill y Reed echaron a Dimon –el único que sabía de gestión ejecutiva- y, en 2000, Weill se quitó de encima a Reed.

Al fin de cuentas, probablemente Dimon haya sido el más afortunado de los tres, pues salió de Citigroup justo antes de que el grupo se sumiera en uno de sus períodos más negros. A medida que el mercado accionario se hacía pedazos y Eliot Spitzer, fiscal general del estado neoyorquino, iniciaba una larga serie de sumarios y procesos, las limitaciones de Weill como CEO quedaron a la vista.

Actuaciones de entes reguladores en EE.UU., Japón, Gran Bretaña y otras jurisdicciones pusieron al descubierto severos problemas. Desde abusos en banca privada (Tokio) hasta irregularidades con bonos públicos en media Europa occidental. Obviamente, había un grave déficit de supervisión interna. Otros excesos, como fraudes contra prestatarios de bajos recursos, prosiguieron aun luego de que las autoridades exigieran al banco cesar en esas actividades.

Glass-Steagall, la antigua y sana ley que la invención de Citigroup ayudó a desplazar, buscaba prevenir conflictos entre clientes, bancos comerciales y bancas de inversión. No obstante, el Citigroup de Weill fue objeto de varias investigaciones centradas en esos conflictos. En especial, su relación con los colapsos de Enron, WorldCom y similares. Eventualmente, el gigante tuvo que afrontar multas, resarcimientos y demandas por un total de US$ 4.650 millones.

El peor escándalo afrontado por el grupo y Weill mismo fue provocado por Jacob Grubman, analista estrella de Salomon Smith Barney en el negocio de telecomunicaciones. Este personaje, columnista de varios medios –por ejemplo, “Business Week”, apóstol de la “nueva economía”- recomendaba comprar acciones de empresas que hubiesen contratado los servicios de SSB (o sea, Citigroup). El caso más torpe fue AT&T, que Weill quería reclutar como cliente, por lo cual Grubman ocultó problemas de la firma.

Salpicado por investigaciones y conflictos difíciles de resolver, Weill renunció en 2003 y le entregó las riendas al abogado Charles Prince, viejo confidente suyo. Todavía se ignora qué tipo de legado deja el ex hombre fuerte, pero Prince lo está desmantelando pieza por pieza.

Hace poco, el ex mandamás del primer conglomerado financiero mundial contemplaba un retiro anticipado, para crear un fondo inversor privado. Esto reavivó el clima turbulento que signaba al gigante desde 2000, pues la junta le hizo presente que su eventual actividad planteaba incompatibilidades. La semana pasada, Weill dijo que no pensaba irse antes de tiempo. Aunque no desempeñe ya función alguna.

Durante una larga charla con los medios, hizo un balance de sus éxitos y fracasos. Desde el rompimiento con James Dimon, su ex mano derecha, hoy presidente de JP Morgan Chase, hasta el papel de Citigroup en escándalos como Enron o WorldCom. En cuanto a su gestión, la resumió sin el menor atisbo de modestia: “Quería construir el mejor grupo financiero de Estados Unidos y casi lo logré”.

Pero ese tipo de legados es ambivalente. Esto es especialmente cierto tratándose de un “casamentero de bancas” tan controvertido como él, cuya obra –la fusión de Citicorp con Travelers Group, 1998- fue la más significativa desde que se gestó a US Steel, casi un siglo antes.

Sin embargo, varios analistas y colegas de Weill sostienen que ese hecho y muchos de los problemas posteriores reflejaron su propia soberbia. A su juicio, abandonó el foco en la actividad básica y la disciplina estratégica del grupo –que había caracterizado su carrera hasta entonces-, en aras de su egolatría y sus veleidades imperiales.

“En la fase final, se convirtió en producto de su época: acumulaba poder personal comprando activos”, señala Charles Peabody, analista de negocios bancarios. Otros, más directos, afirman que, bajo Weill, Citigroup se convirtió en un paquidermo sin transparencia y demasiado pesado de manejar. Así quedó confirmado en marzo, cuando la Reserva Federal de Nueva York ordenó a la entidad posponer toda compra importante, hasta restablecer sus propios contralores internos y solucionar una serie de problemas en el plano interno y externo.

Hay una historia detrás, claro. Tras comenzar con su propia firma de valores en 1960, Weill tomó Shearson Loeb Rhoades, una de las mayores intermediarias bursátiles. Su sorpresiva fusión con American Express (1981) fue un triunfo personal de Weill, cuyas raíces judías a menudo le chocaban a un Wall Street elitista y bastante antisemita (curiosamente, hoy el negocio está dominado por judíos ultra conservadores).

Pero Weill –volátil, inseguro y agresivo- no cuajaba con el aristocrático estilo WASP (iniciales en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”) de American Express. Se lo sacaron de encima como presidente en 1985. En 1986, ya estaba reorganizando Commercial Credit, un prestamista sin futuro. Ahí empezó a desplegar su fórmula para fusiones y adquisiciones: detectar una firma que genere buena caja pero tenga exceso de personal y gastos, achicarla a lo mínimo, usar el efectivo generado para comprar otra compañía, recortar sus costos y seguir así hasta amasar un pequeño imperio limpio de polvo y paja.

De esa manera, Weill fagocitó sociedad tras sociedad. Commercial Credit compró Primerica y su brazo de valores Smith Barney, en 1988; luego copó Travelers Group, una aseguradora importante. El nuevo conglomerado recobró Shearson de American Express en 1993. Cuatro años después, Travelers compró Salomon Brothers, la juntó con Smith Barmey y por fin, en 1998, se fusionó con Citicorp, el banco norteamericano más global.

Esas últimas movidas coincidieron con la “exuberancia irracional” en Wall Street (1997/2000), el surgimiento de los CE como estrellas más brillantes que las de Holywood y el culto mediático a las F&A, que fracasaban tanto como tenían éxito. Seducido por su figuración social –el joven pobre de Brooklyn conquistaba Gotham- y su creciente fortuna, Weill se sentía imparable. Pero no dejaba de ser vulgar y poco educado.

Weill y John Reed, CEO de Citicorp al momento de la fusión, prometieron crear una especie de supermercado financiero internacional, que conducirían juntos. Sin duda, precisaban un equipo de management consistente. No pudo ser: pronto, Weill y Reed echaron a Dimon –el único que sabía de gestión ejecutiva- y, en 2000, Weill se quitó de encima a Reed.

Al fin de cuentas, probablemente Dimon haya sido el más afortunado de los tres, pues salió de Citigroup justo antes de que el grupo se sumiera en uno de sus períodos más negros. A medida que el mercado accionario se hacía pedazos y Eliot Spitzer, fiscal general del estado neoyorquino, iniciaba una larga serie de sumarios y procesos, las limitaciones de Weill como CEO quedaron a la vista.

Actuaciones de entes reguladores en EE.UU., Japón, Gran Bretaña y otras jurisdicciones pusieron al descubierto severos problemas. Desde abusos en banca privada (Tokio) hasta irregularidades con bonos públicos en media Europa occidental. Obviamente, había un grave déficit de supervisión interna. Otros excesos, como fraudes contra prestatarios de bajos recursos, prosiguieron aun luego de que las autoridades exigieran al banco cesar en esas actividades.

Glass-Steagall, la antigua y sana ley que la invención de Citigroup ayudó a desplazar, buscaba prevenir conflictos entre clientes, bancos comerciales y bancas de inversión. No obstante, el Citigroup de Weill fue objeto de varias investigaciones centradas en esos conflictos. En especial, su relación con los colapsos de Enron, WorldCom y similares. Eventualmente, el gigante tuvo que afrontar multas, resarcimientos y demandas por un total de US$ 4.650 millones.

El peor escándalo afrontado por el grupo y Weill mismo fue provocado por Jacob Grubman, analista estrella de Salomon Smith Barney en el negocio de telecomunicaciones. Este personaje, columnista de varios medios –por ejemplo, “Business Week”, apóstol de la “nueva economía”- recomendaba comprar acciones de empresas que hubiesen contratado los servicios de SSB (o sea, Citigroup). El caso más torpe fue AT&T, que Weill quería reclutar como cliente, por lo cual Grubman ocultó problemas de la firma.

Salpicado por investigaciones y conflictos difíciles de resolver, Weill renunció en 2003 y le entregó las riendas al abogado Charles Prince, viejo confidente suyo. Todavía se ignora qué tipo de legado deja el ex hombre fuerte, pero Prince lo está desmantelando pieza por pieza.

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