En estrategia, es riesgoso ignorar dos contratos sociales

Gente que duda sobre responsabilidad social empresaria debieran ver una reciente encuesta de McKinsey. Sus participantes consideren problemas ambientales, operaciones petroleras o desprotección de datos como amenazas a utilidades.

14 noviembre, 2006

También, muchos confesaron que sus empresas manejan mal esos asuntos. Sucede que, mientras es cabildeo es tan viejo como los negocios, el activismo social y político ha brillado por su ausencia. En efecto, “las actitudes pasivas –señala ese trabajo- son peligrosas. Las fuerzas sociales pueden, sí, alterar el paisaje de cualquier sector o torpedear reputaciones (firmas, marcas), pero asimismo pueden crear oportunidades detectando nuevos requerimientos y preferencias del consumidor”.

La clave reside en que las empresas incorporen conciencia sociopolítica sistémica en sus procesos decisorios de alto nivel. Deben, pues, desarrollar planes coherentes, no simples acciones aisladas. Mucho menos, gestos para quedar bien con algún interés creado.

Por cierto, los negocios nunca fueron independientes de lo social ni lo político. La diferencia, hoy, radica en la creciente presión, la complejidad y el ritmo de los cambios. También influye el activismo. Empero, mientras el contrato social evoluciona a ojos vista, las reacciones habituales del sector privado son cada vez más lentas.

Por supuesto, las empresas siempre han tenido un contrato con la sociedad. Éste cubre no sólo grupos de interés directo (consumidores, personal, proveedores, reguladores, accionistas), sino un conjunto más amplio. Por ejemplo, comunidades donde actúan las compañías, medios, intelectuales y organizaciones sin fines de lucro.

Parte del contrato, entonces, se formaliza vía leyes y norma, cuya transgresión acarrea efectos jurídicos. Pero otra parte es informal e implica expectativas públicas que, no satisfechas, pueden desencadenar reacciones drásticas. Casi todas las multinacionales norteamericanas, verbigracia, deben mantener ciertas pautas laborales en el exterior, aunque ninguna ley lo exija. Violarlas puede perjudicar reputación y ventas. Como pasó en casos como Nike o Wal-Mart.

El contrato social es por naturaleza fluido (ya se lo decía Dénis Diderot a Jean-Jacques Rousseau). A menudo, cuestiones que generan leyes empiezan en expectativas informales. Por lo mismo, algunos aspectos del contrato social suelen estar autorregulados. Así, las empresas de Europa occidental deben mantener afuera ciertas garantías laborales no escritas, aunque se hayan flexibilizado.

Más arduos son temas “fronterizos” que aún no entran en contratos formales ni informales pero, con el tiempo, pueden generar expectativas sociales (aunque las empresas no se den cuenta). Por ejemplo, la obesidad. Al respecto, se suponía que esto era cosa de las personas o sus médicos, no de quienes fabrican alimentos grasos o venden comida chatarra. Hoy la responsabilidad pasa a las compañías. El impuso cobrado por el problemas es tal que, en cualquier momento, aparecerán leyes y normas restrictivas.

La capitalización de una empresa a largo plazo (acciones, marca, recursos humanos, nexos) depende cada día mas de expectativas crecientes en torno de RSE. Ahí chocan dos fuerzas: un nuevo grupo de megatendencias sociales o comunitarias y grupos de interés paulatinamente más influyentes. Entretanto, se desdibujan los límites entre leyes y responsabilidades. Es cada vez menos claro quiénes deben cubrir servicios sociales básicos –jubilación, salud, educación-, regular los negocios (¿lo harán por sí mismos o lo hará el estado?) y amparar derechos, bienes y recursos públicos.

Por otra parte, la confianza en organizaciones no gubernamentales (ONG), grupos ciudadanos o Internet (“bloggers” inclusive) sube inexorablemente, en tanto flaquea la fe en las empresas, sacudida por Enron, WorldCom, Halliburton, etc. Este fenómeno no se limita a Estados Unidos y tiende a globalizarse, pese a los aspectos negativos o contradictorios de la RSE.

También, muchos confesaron que sus empresas manejan mal esos asuntos. Sucede que, mientras es cabildeo es tan viejo como los negocios, el activismo social y político ha brillado por su ausencia. En efecto, “las actitudes pasivas –señala ese trabajo- son peligrosas. Las fuerzas sociales pueden, sí, alterar el paisaje de cualquier sector o torpedear reputaciones (firmas, marcas), pero asimismo pueden crear oportunidades detectando nuevos requerimientos y preferencias del consumidor”.

La clave reside en que las empresas incorporen conciencia sociopolítica sistémica en sus procesos decisorios de alto nivel. Deben, pues, desarrollar planes coherentes, no simples acciones aisladas. Mucho menos, gestos para quedar bien con algún interés creado.

Por cierto, los negocios nunca fueron independientes de lo social ni lo político. La diferencia, hoy, radica en la creciente presión, la complejidad y el ritmo de los cambios. También influye el activismo. Empero, mientras el contrato social evoluciona a ojos vista, las reacciones habituales del sector privado son cada vez más lentas.

Por supuesto, las empresas siempre han tenido un contrato con la sociedad. Éste cubre no sólo grupos de interés directo (consumidores, personal, proveedores, reguladores, accionistas), sino un conjunto más amplio. Por ejemplo, comunidades donde actúan las compañías, medios, intelectuales y organizaciones sin fines de lucro.

Parte del contrato, entonces, se formaliza vía leyes y norma, cuya transgresión acarrea efectos jurídicos. Pero otra parte es informal e implica expectativas públicas que, no satisfechas, pueden desencadenar reacciones drásticas. Casi todas las multinacionales norteamericanas, verbigracia, deben mantener ciertas pautas laborales en el exterior, aunque ninguna ley lo exija. Violarlas puede perjudicar reputación y ventas. Como pasó en casos como Nike o Wal-Mart.

El contrato social es por naturaleza fluido (ya se lo decía Dénis Diderot a Jean-Jacques Rousseau). A menudo, cuestiones que generan leyes empiezan en expectativas informales. Por lo mismo, algunos aspectos del contrato social suelen estar autorregulados. Así, las empresas de Europa occidental deben mantener afuera ciertas garantías laborales no escritas, aunque se hayan flexibilizado.

Más arduos son temas “fronterizos” que aún no entran en contratos formales ni informales pero, con el tiempo, pueden generar expectativas sociales (aunque las empresas no se den cuenta). Por ejemplo, la obesidad. Al respecto, se suponía que esto era cosa de las personas o sus médicos, no de quienes fabrican alimentos grasos o venden comida chatarra. Hoy la responsabilidad pasa a las compañías. El impuso cobrado por el problemas es tal que, en cualquier momento, aparecerán leyes y normas restrictivas.

La capitalización de una empresa a largo plazo (acciones, marca, recursos humanos, nexos) depende cada día mas de expectativas crecientes en torno de RSE. Ahí chocan dos fuerzas: un nuevo grupo de megatendencias sociales o comunitarias y grupos de interés paulatinamente más influyentes. Entretanto, se desdibujan los límites entre leyes y responsabilidades. Es cada vez menos claro quiénes deben cubrir servicios sociales básicos –jubilación, salud, educación-, regular los negocios (¿lo harán por sí mismos o lo hará el estado?) y amparar derechos, bienes y recursos públicos.

Por otra parte, la confianza en organizaciones no gubernamentales (ONG), grupos ciudadanos o Internet (“bloggers” inclusive) sube inexorablemente, en tanto flaquea la fe en las empresas, sacudida por Enron, WorldCom, Halliburton, etc. Este fenómeno no se limita a Estados Unidos y tiende a globalizarse, pese a los aspectos negativos o contradictorios de la RSE.

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