El 24 de julio, a las 8.20 de la mañana, los primeros disparos resonaron entre los vestigios de Ta Muen Thom, un templo angkoriano enclavado en la frontera entre Camboya y Tailandia. En apariencia, se trataba de un nuevo incidente dentro de una larga disputa territorial que remonta a 1907. Sin embargo, los enfrentamientos se propagaron a seis zonas distintas y dejaron al menos 15 muertos y más de 40 heridos, según fuentes militares tailandesas.
Lo que comenzó como un intercambio de fuego se transformó rápidamente en una escalada regional, con bombardeos tailandeses sobre bases camboyanas, roquetas cayendo sobre estaciones de servicio y aldeas, y más de 140.000 civiles evacuados. La situación recuerda al enfrentamiento de 2011, cuando una disputa similar dejó 28 muertos y cientos de heridos.
La frontera como herida colonial
Para comprender la raíz de este conflicto, es necesario remontarse a los acuerdos de comienzos del siglo XX, cuando el entonces Reino de Siam y la Indochina francesa definieron un trazado de fronteras que, décadas después, sería objeto de discordia. Los mapas elaborados por los franceses sirvieron como base para la atribución del templo de Preah Vihear a Camboya por la Corte Internacional de Justicia en 1962 y ratificada en 2013. Pero Tailandia jamás aceptó plenamente aquel fallo.
El reciente estallido se originó en la misma lógica: Phnom Penh ha solicitado a la CIJ que se pronuncie sobre la soberanía de otros cuatro enclaves, incluido Ta Muen Thom, epicentro de los combates actuales. La historia de mapas heredados, templos en disputa y percepciones de desprecio entre vecinos nutre un nacionalismo de raíces profundas, al que se suma el oportunismo político de los actores contemporáneos.
Escalada militar y contexto político
Los diarios Le Monde, The Bangkok Post y South China Morning Post coinciden en que el conflicto armado responde tanto a factores históricos como a conveniencias políticas inmediatas. La primera ministra tailandesa suspendida, Paetongtarn Shinawatra, fue acusada de mostrar una actitud excesivamente conciliadora en una conversación filtrada con el ex primer ministro camboyano Hun Sen. El Ejército y los sectores monárquicos conservadores presionaron por su remoción, mientras el gobierno interino endurecía su postura hacia el país vecino.
Del lado camboyano, el joven primer ministro Hun Manet, ex jefe militar e hijo del histórico líder Hun Sen, parece buscar consolidarse como figura autónoma frente a su herencia. Según The Guardian, su decisión de activar una ley de servicio militar pendiente desde 2006 y su llamado al Consejo de Seguridad de la ONU le permiten mostrarse firme ante un vecino más poderoso.
“El conflicto fronterizo se convirtió en un escenario de legitimación interna para ambos gobiernos”, señala David Camroux, del CERI Sciences Po. Las decisiones recientes —interrupción de importaciones, cierre de casinos, refuerzos de tropas— reflejan una retórica que excede el interés estrictamente territorial.
Diplomacia estancada y actores globales
El gobierno tailandés manifestó su disposición al diálogo, incluso mediante la mediación de Malasia, en su rol de presidente de turno de la ASEAN. Sin embargo, hasta el cierre de esta nota, Phnom Penh no había respondido. Mientras tanto, China, Estados Unidos, Francia y la Unión Europea han expresado su preocupación y exhortaron a una desescalada. “Este problema hunde sus raíces en las secuelas del colonialismo occidental y debe abordarse con serenidad”, declaró el canciller chino Wang Yi.
La referencia a las “secuelas coloniales” no es menor. En un mundo donde la reconfiguración de poderes y esferas de influencia es cada vez más explícita, el sudeste asiático se vuelve un tablero de disputas sutiles. China, aliada histórica de Camboya, podría capitalizar una prolongación del conflicto. Pero paradójicamente, según observan varios analistas, una resolución rápida sin involucramiento directo de Pekín fortalecería a Hun Manet como interlocutor autónomo ante el bloque occidental.
¿Guerra o teatro de sombras?
En una declaración que rozó el alarmismo, el primer ministro interino tailandés, Phumtham Wechayachai, advirtió que el conflicto “podría desembocar en una guerra”. Sin embargo, tanto expertos como medios internacionales relativizan esta posibilidad.
Zachary Abuza, del National War College, escribió en X (antes Twitter) que “la escalada beneficia a los intereses políticos de ambos gobiernos, pero no a sus economías ni a su seguridad”. La investigadora Sophie Boisseau du Rocher, del IFRI, prevé una desactivación gradual: “Una vez removida Shinawatra, el ejército tailandés estabilizará la situación. Hun Manet habrá ganado visibilidad sin depender de China”.
El riesgo, como señala The New York Times, reside en la erosión institucional: una guerra abierta no parece probable, pero una prolongación del conflicto podría degradar aún más la frágil democracia tailandesa.
En el fondo, este conflicto es menos sobre templos que sobre poder. La región necesita templos abiertos, no trincheras activas. Pero mientras la geografía se mantenga como rehén del pasado colonial y los liderazgos internos busquen legitimarse con pólvora, la paz será tan frágil como la arenisca rosa del Ta Muen Thom.












