El anuncio del primer ministro Sébastien Lecornu ante la Asamblea Nacional francesa, el 14 de octubre, fue tan sorpresivo como elocuente. Propuso suspender hasta 2028 la reforma de pensiones aprobada en 2023, que elevaba la edad jubilatoria de 62 a 64 años. Lo hizo en un momento límite: su gobierno, recién formado, enfrentaba el riesgo inminente de una moción de censura.
La suspensión fue la condición que impuso el Partido Socialista (PS) para no sumarse al voto de la oposición. En su discurso, Lecornu admitió que la decisión tendría un costo fiscal —400 millones de euros en 2026 y 1.800 millones en 2027—, pero insistió en que “suspender por suspender no tiene sentido”. Propuso compensar el gasto mediante reducciones en otras partidas y advirtió que su objetivo era “evitar un déficit mayor y proteger la credibilidad del sistema de pensiones francés”.
El gesto, sin embargo, es más político que presupuestario. Busca ganar tiempo en un escenario donde el gobierno no tiene mayoría y cada decisión depende de equilibrios frágiles.
El costo de una tregua
El líder socialista Olivier Faure reaccionó con cautela. Reconoció el giro de Lecornu como “una oportunidad de diálogo”, pero subrayó que “no hay garantías de que esta suspensión se concrete”. Por su parte, Boris Vallaud, jefe del bloque socialista en la Asamblea, consideró que la medida “da oxígeno al Ejecutivo, pero no resuelve la cuestión de fondo: un presupuesto insoportable para las clases medias”.
La izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon (La Francia Insumisa) y la ultraderecha de Marine Le Pen (Agrupación Nacional) mantienen sus mociones de censura, que se debatirán en los próximos días. El apoyo socialista será decisivo.
Consciente de esa fragilidad, Lecornu anunció también la convocatoria a una conferencia social sobre pensiones y empleo. Si de ese diálogo surgieran acuerdos, prometió convertirlos en ley antes de 2028. Si no, el debate quedará en manos de los candidatos presidenciales.
Dos meses de turbulencia
La crisis actual es el desenlace de un proceso político que lleva meses de erosión.
En septiembre, el gobierno de François Bayrou cayó tras perder una moción de confianza, luego de presentar un presupuesto de austeridad que desató protestas masivas y la huelga general del movimiento Bloquons tout (“Bloqueemos todo”).
El presidente Emmanuel Macron designó entonces a Lecornu —hasta ese momento ministro de Defensa— para formar un nuevo gabinete capaz de reconstruir consensos. Pero su primer gobierno apenas duró unas horas: los desacuerdos internos lo obligaron a dimitir. Días después, el mandatario le confió un segundo intento, que se sostiene sobre una coalición frágil, sin mayoría propia y con parte de los conservadores expulsados por aceptar cargos ministeriales.
En este contexto, la reforma previsional se transformó en un símbolo. Para el macronismo, representa la necesidad de adaptar el sistema al envejecimiento demográfico; para la oposición, encarna la desigualdad y el agotamiento de un modelo económico que exige más sacrificios a quienes menos se benefician del crecimiento.
Gobernar sin poder
El aplazamiento de la reforma no resuelve el conflicto, pero posterga su explosión. Lecornu lo sabe. Su prioridad es evitar que el Parlamento derribe al gobierno antes de que el presupuesto 2026 sea aprobado. En su discurso, llamó a los diputados a “no usar el voto presupuestario como un arma para hacer caer al Ejecutivo”.
La promesa de reducir el déficit al 4,7 % del PIB hacia 2026, con recortes por 31.000 millones de euros y nuevos gravámenes a las sociedades tenedoras, busca demostrar disciplina fiscal. Pero el gesto de austeridad convive con el reconocimiento de que la política, en Francia, ha perdido su margen de maniobra.
La democracia representativa se enfrenta a una paradoja: la ciudadanía exige cambios, pero castiga a quien los impulsa. Ningún gobierno —ni de derecha ni de izquierda— logra sostener reformas impopulares sin agotar su legitimidad.
El tiempo suspendido
El título del anuncio —“suspensión hasta 2028”— tiene una resonancia más amplia que la estrictamente administrativa. No sólo se detiene una ley; se congela un debate nacional sobre el trabajo, el retiro y el pacto social.
Francia vuelve a demostrar que, en política, la urgencia es siempre relativa: cuando el poder se debilita, el calendario se convierte en refugio. Lecornu gana tiempo, pero el tiempo, como tantas veces, será el juez implacable de su estrategia.












