En política internacional, pocas cosas resultan tan peligrosas como la ingenuidad revestida de pragmatismo. La reunión informal entre Donald Trump y Vladimir Putin, celebrada en Anchorage bajo la excusa de abrir un canal de diálogo sobre Ucrania, ha sido interpretada por Financial Times como un gesto no sólo improductivo, sino profundamente perjudicial. En una serie de artículos, el diario británico retrata la iniciativa como un fracaso diplomático de proporciones históricas, una concesión gratuita al Kremlin que erosiona la arquitectura de seguridad euroatlántica sin ofrecer, a cambio, ninguna garantía concreta de paz.
Conviene, antes de analizar los hechos, poner en contexto la naturaleza del vínculo entre ambos protagonistas. Trump ha cultivado desde su primer mandato una relación ambigua con el presidente ruso. No es nuevo su escepticismo hacia la OTAN ni su admiración por líderes autoritarios. Lo novedoso en esta ocasión no es la deferencia hacia Putin, sino la oportunidad política que el expresidente estadounidense percibe en interponerse como negociador en un conflicto que, paradójicamente, él mismo contribuyó a desestabilizar al deslegitimar sistemáticamente la alianza occidental.
La geometría del error
El encuentro, celebrado sin funcionarios del Departamento de Estado, sin representación ucraniana y sin mandato alguno de las instituciones internacionales competentes, tuvo el formato de un simulacro: se discutió un eventual alto el fuego, pero se partió de premisas falsas. Como señala FT, no hubo exigencias de retirada rusa, ni reclamos sobre las regiones ilegalmente anexadas, ni condiciones mínimas de verificación de compromisos. Hubo, en cambio, una claudicación implícita: la de considerar legítimo que Putin proponga un acuerdo de paz mientras intensifica ataques sobre el territorio ucraniano.
Se trató, en definitiva, de una negociación asimétrica. Putin llevó a la mesa una ofensiva en curso, un control territorial de facto y una narrativa fortalecida por la fragmentación de la voluntad occidental. Trump, por su parte, ofreció el prestigio residual de su figura, sin respaldo institucional ni coordinación con la Casa Blanca. Su interlocución fue vista, desde Moscú, como una oportunidad para fracturar aún más el frente atlántico, sembrar discordia en la política doméstica de Washington y ganar tiempo en el tablero militar.
Un acuerdo imposible
Lo que Trump planteó, según reconstrucciones periodísticas, fue una hoja de ruta basada en la congelación del conflicto. En palabras simples: detener las hostilidades sin revertir la invasión, reconocer —de hecho, aunque no de derecho— los avances rusos y condicionar la asistencia militar a Kiev al cese de las operaciones. Tal propuesta implica, como advierte FT, validar la lógica del agresor. Convertir la invasión en diplomacia. Sustituir principios por conveniencias tácticas.
Es aquí donde el análisis trasciende la coyuntura y alcanza un plano estructural. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el orden internacional ha sido sostenido por la inadmisibilidad del uso de la fuerza para alterar fronteras. Renunciar a ese principio —aunque sea por la vía indirecta de un mal acuerdo— equivale a socavar los cimientos del derecho internacional. Lo que se presenta como un acto de realismo es, en verdad, una capitulación estratégica.
El precedente histórico
Las analogías abundan. En 1938, Neville Chamberlain regresó de Múnich proclamando haber asegurado la paz. Su acuerdo con Hitler —avalado por un optimismo tan ingenuo como irresponsable— aplazó la guerra pero no la evitó. Dio al Tercer Reich tiempo, recursos y legitimidad. Algo similar puede advertirse hoy en el proceder de Trump: su intención declarada es terminar con la guerra, pero su método sólo logra reforzar a quien la inició.
Putin, por su parte, comprendió con rapidez el valor simbólico de la reunión. No necesitaba obtener concesiones firmadas. Le bastaba con colocar su narrativa en el escenario internacional, dividir a los aliados de Ucrania y demostrar que puede ser interlocutor sin modificar un ápice su conducta. La diplomacia del Kremlin no busca soluciones, sino dilaciones. No busca acuerdos, sino zonas grises.
Las consecuencias
El efecto inmediato del episodio es el debilitamiento del frente occidental. Kiev, al verse excluida de la negociación, queda deslegitimada. Europa, al advertir la disposición de un líder estadounidense a negociar por fuera de los cauces institucionales, se desorienta. Y Moscú, al constatar que el tiempo juega a su favor, persevera en su ofensiva.
La crítica de Financial Times es tajante. Califica el encuentro como “una estupidez condenada al fracaso” y subraya que “concesiones unilaterales sin compromisos verificables son señales de debilidad, no de paz”. La historia ha demostrado que la paz sin justicia no es sostenible. Y que los acuerdos alcanzados bajo presión militar suelen anticipar conflictos mayores.
Una advertencia
Nada indica que la guerra en Ucrania pueda resolverse con gestos simbólicos ni negociaciones improvisadas. La única vía hacia una paz duradera requiere claridad estratégica, unidad de propósito y firmeza moral. En este contexto, las iniciativas personales que desdibujan las líneas rojas sólo generan confusión y minan la credibilidad colectiva.
Trump ha ofrecido una imagen: la de un líder dispuesto a sacrificar principios por protagonismo. Putin ha aprovechado esa imagen para reforzar su relato. El resto del mundo debe, ahora, lidiar con las consecuencias.












