Sudán atraviesa uno de los episodios más graves de violencia étnica del siglo XXI. En la región occidental de Darfur, los enfrentamientos entre el Ejército nacional y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por su sigla en inglés) derivaron en una escalada que combina métodos tradicionales de persecución con tácticas militares de alta tecnología. Las denuncias de organizaciones humanitarias señalan que grupos paramilitares árabes utilizan drones para identificar, rastrear y ejecutar a civiles negros en zonas rurales y campamentos de refugiados.
La reaparición del fantasma de 2003
La historia se repite. Hace más de dos décadas, el conflicto de Darfur provocó más de 300.000 muertes y millones de desplazados, en lo que la comunidad internacional calificó como genocidio. Hoy, la misma región se ve atrapada entre dos estructuras de poder que buscan el control del país: el Ejército regular, liderado por el general Abdel Fattah al-Burhan, y la milicia RSF, comandada por Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti.
Desde abril de 2023, la guerra entre ambos bandos ha dejado un saldo estimado de 15.000 víctimas. Pero el punto crítico se alcanzó en 2024, cuando las RSF ocuparon la ciudad de El Fasher, último bastión del Ejército en Darfur del Norte. Desde entonces, la violencia se volvió sistemática y selectiva: las comunidades negras son atacadas por su origen étnico.
Tecnología al servicio del terror
El uso de drones, provistos por redes extranjeras, cambió la dinámica del conflicto. Según informes de derechos humanos, las RSF emplean aeronaves no tripuladas para localizar desplazados, registrar movimientos y dirigir bombardeos de precisión. En los últimos meses, las imágenes difundidas por la red Sudan Doctors Network mostraron ejecuciones de civiles a corta distancia tras operaciones coordinadas con drones.
La incorporación de esta tecnología —tradicionalmente reservada a ejércitos estatales— introduce un factor inquietante: la privatización del poder bélico. El acceso a drones de origen chino y emiratí permitió a las milicias reemplazar la improvisación por una capacidad de control territorial inédita en conflictos africanos. Este fenómeno confirma la tendencia que ya se observa en otros escenarios, como Libia o Ucrania: la guerra asimétrica digitalizada.
Una catástrofe humanitaria sin precedentes
Los organismos internacionales advierten que el conflicto sudanés ha provocado la mayor crisis de desplazados del mundo. Más de 10 millones de personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares. En los campamentos improvisados del Chad y Sudán del Sur, el hambre, las enfermedades y la falta de agua potable agravan la situación. La Organización Mundial de la Salud calcula que más de 460.000 personas murieron desde el inicio de la ofensiva sobre El Fasher.
Las rutas de ayuda humanitaria están prácticamente bloqueadas. Las agencias internacionales denuncian ataques deliberados contra hospitales y convoyes de alimentos. La violencia de género y las ejecuciones masivas se multiplican en áreas controladas por las RSF.
Silencio regional y fractura internacional
El conflicto evidencia también la fragmentación del sistema diplomático africano. Los gobiernos árabes, con vínculos económicos y estratégicos en Jartum, mantienen una postura ambigua. Egipto, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos —involucrados en el suministro de armas o financiamiento indirecto— evitan condenar públicamente los abusos.
Por su parte, las potencias occidentales priorizan la estabilidad del Mar Rojo, una ruta clave para el comercio energético global. Mientras tanto, la Unión Africana y Naciones Unidas enfrentan dificultades para imponer un alto el fuego, ante la desconfianza de las partes en conflicto.
Las raíces de una guerra interminable
El enfrentamiento actual no puede comprenderse sin su trasfondo histórico. Sudán, dividido entre el norte árabe-musulmán y el sur africano, ha sido escenario recurrente de disputas identitarias y económicas. La marginación de las etnias negras en el acceso a tierras fértiles y recursos naturales alimentó décadas de resentimiento. La caída del régimen de Omar al-Bashir en 2019 abrió una esperanza democrática que se desvaneció rápidamente tras el golpe militar de 2021.
Hoy, esa fractura estructural se expresa con un grado de brutalidad amplificado por la tecnología. Los drones sustituyen a los jinetes janjaweed de comienzos de siglo, pero el patrón de exterminio es el mismo: expulsar, someter o eliminar a las comunidades negras de Darfur.
Consecuencias geopolíticas
La guerra en Sudán tiene implicancias más amplias. La inestabilidad del país amenaza con desbordar sus fronteras y comprometer la seguridad del Sahel, una región ya afectada por golpes de Estado y la expansión de grupos islamistas. Al mismo tiempo, la creciente intervención de actores extranjeros convierte al conflicto en un tablero de competencia entre potencias árabes y africanas.
Para los analistas, el riesgo inmediato es que Sudán se transforme en un territorio fragmentado, con gobiernos paralelos y milicias armadas, al estilo de Somalia o Libia. Ello comprometería no solo la soberanía nacional, sino también la seguridad alimentaria y comercial del Cuerno de África.












