El ascenso bajo Merkel
Durante los dieciséis años de Angela Merkel (2005-2021), Alemania consolidó un modelo que parecía inexpugnable. Fue reconocida como “locomotora de Europa” gracias a un crecimiento sostenido, baja desocupación y superávits comerciales persistentes. Ese desempeño descansó en tres pilares interdependientes.
El primero fue la expansión exportadora hacia China. El auge de la urbanización y la industrialización del gigante asiático multiplicó la demanda de automóviles de lujo, maquinaria industrial y productos químicos. En 2016, China superó a Estados Unidos y Francia como principal socio comercial de Alemania. Durante varios años, las exportaciones a ese mercado rondaron los €100.000 millones anuales, equivalentes a cerca del 3% del PIB. El vínculo no se limitó al comercio: las empresas alemanas invirtieron masivamente en territorio chino, estableciendo plantas y joint ventures para acceder a su mercado interno.
El segundo pilar fue la energía barata de Rusia. Alemania apostó durante décadas a la interdependencia energética con Moscú. Con los gasoductos Nord Stream 1 y 2, la dependencia alcanzó niveles inéditos: en 2021, más de la mitad del gas consumido provenía de Rusia. Ese abastecimiento barato sostenía a industrias intensivas en energía —química, siderurgia, papel— y funcionaba como respaldo en la transición hacia energías renovables tras la decisión de abandonar la energía nuclear.
El tercer pilar fue el liderazgo en la Unión Europea. La introducción del euro resultó un factor decisivo: la moneda común impidió que el marco alemán se apreciara, lo que habría reducido la competitividad de las exportaciones. El tipo de cambio se mantuvo en un nivel relativamente bajo para la productividad alemana, beneficiando a su sector industrial. A esto se sumó la ampliación de la Unión hacia Europa Central y del Este, donde países como Polonia, Hungría o Chequia se integraron como proveedores de bajo costo en la cadena de valor alemana.
La combinación de estos tres soportes consolidó un modelo de éxito: Alemania podía exportar con moneda favorable, contar con energía abundante y barata, y apoyarse en un marco europeo que amplificaba su influencia.
Dependencias estratégicas
Ese modelo, sin embargo, implicaba dependencias profundas. Alemania quedó atada a la demanda externa, sobre todo de China, para sostener su crecimiento. Dependió del gas ruso para mantener competitiva a su industria. Y dependió de la cohesión europea para preservar un entorno económico estable.
Mientras el contexto global fue favorable, esas dependencias parecieron virtudes. Pero al cambiar las condiciones, se revelaron como vulnerabilidades.
El resquebrajamiento del modelo
El primer golpe llegó desde China. Lo que durante años fue un cliente voraz, se convirtió en un competidor industrial directo. La rápida expansión del vehículo eléctrico desplazó a los fabricantes alemanes del mercado chino, mientras empresas locales comenzaron a exportar a Europa y América Latina. La maquinaria industrial china también avanzó, restando espacio a las exportaciones germanas. En 2023, Alemania registró un déficit comercial con China cercano a los €60.000 millones, el mayor de su historia.
El segundo shock fue la guerra en Ucrania. La invasión rusa en 2022 destruyó el pilar energético. Los flujos de gas por Nord Stream se interrumpieron, y las importaciones rusas se redujeron a cero. Alemania tuvo que improvisar terminales de gas natural licuado para importar desde Estados Unidos, Qatar y Noruega, a precios muy superiores. El alza de los costos energéticos erosionó la competitividad. Industrias como la química redujeron capacidad o trasladaron operaciones a países con energía más barata.
El tercer pilar también se debilitó: la fortaleza europea. La Unión Europea salió de la pandemia con menor cohesión política y bajo crecimiento. Entre 2017 y 2023, la economía alemana creció apenas 1,6% en total, mientras el promedio de la UE lo hizo en 9,5%. Alemania pasó de motor a rezagado. El Brexit, la fragmentación política y el ascenso de fuerzas euroescépticas redujeron la capacidad de Berlín para imponer su visión.
Estancamiento presente
Las cifras confirman el agotamiento del modelo. El PIB alemán cayó 0,3% en 2023 y se ubicó apenas 0,7% por encima del nivel de 2019. La producción industrial descendió 13% desde 2018, retrocediendo a niveles de hace una década. Las exportaciones disminuyeron 1,8% en 2023, mientras el consumo privado se contrajo 0,8% y el gasto público 1,7%.
La inflación, impulsada por la energía, llegó a 8% en 2022 y se mantuvo alta en 2023, reduciendo el poder de compra. La inversión pública sigue rezagada en 2,8% del PIB, frente al 3,6% de promedio europeo. El envejecimiento demográfico y la escasez de mano de obra calificada agravan las tensiones estructurales.
Aunque el desempleo se mantiene bajo, alrededor del 5%, muchos sectores industriales registran caídas de productividad y pérdida de competitividad frente a rivales globales.
El desafío de Merz
En 2025, el electorado alemán optó por un giro político. El triunfo de Friedrich Merz y la formación de un gobierno de centroderecha abrieron una nueva etapa. Merz hereda una economía debilitada, con las principales instituciones internacionales calificando a Alemania como el “rezagado de Europa”.
El canciller ha prometido revertir la parálisis con un programa de estímulos a la inversión privada, reducción de trabas burocráticas y una política energética más pragmática. También planteó relajar parcialmente la estricta regla fiscal para aumentar el gasto en infraestructura y digitalización, aunque sin abandonar el objetivo de disciplina presupuestaria que la CDU considera identitario.
La gran incógnita es si estas medidas alcanzarán para reconstituir un modelo productivo que perdió sus bases externas. El escenario actual exige diversificación de mercados, mayor innovación tecnológica y estímulo a la demanda interna. Alemania ya no puede sostener su crecimiento únicamente en exportaciones a grandes potencias ni en energía barata importada.
Un punto de inflexión
La economía alemana enfrenta un punto de inflexión histórico. El modelo que le permitió prosperar durante la era Merkel ha llegado a sus límites. Los tres pilares que lo sostenían se han desmoronado o debilitado.
Merz tiene la tarea de diseñar un nuevo rumbo. La magnitud del desafío recuerda a comienzos de los 2000, cuando Alemania fue llamada “el enfermo de Europa” antes de aplicar reformas laborales y fiscales que le devolvieron dinamismo. Hoy, el contexto global es más adverso y la competencia más intensa. Pero la capacidad de adaptación de Alemania —con un aparato productivo sofisticado, finanzas públicas relativamente sólidas y una fuerza laboral calificada— sigue siendo un activo relevante.
El éxito o fracaso de esta transición marcará no solo el futuro alemán, sino también el de Europa. Porque, como se repite en Bruselas desde hace décadas, cuando Alemania se estanca, el continente entero se resiente.












