jueves, 26 de diciembre de 2024

La sorprendente caída de Islandia

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Los islandeses no terminan de entenderlo. Hasta hace muy poco eran un país aislado y pobre. En los últimos años se sumaron a la globalidad y se enriquecieron. Hoy, la crisis financiera los devolvió a la pobreza y, esta vez, se sienten humillados.

El colapso llegó tan rápido que parecía irreal, imposible. Una mujer en Reykjavik lo comparó con la embestida de un tren. Otra dijo: “Es como si de pronto nos encerraran en una celda y nosotros no supiéramos qué fue lo que hicimos.”

Este país, tan moderno y evolucionado como aislado geográficamente, todavía parece estar en estado de shock. Pero si los acontecimientos del mes pasado – la caída de los bancos islandeses, el desplome de su moneda, la primera ola de despidos, la pérdida de reputación en el mundo – se vivieron como un mal sueño, Islandia ahora se despierta para descubrir que todo se ha hecho realidad.

No es que Reykjavik, donde viven dos tercios de sus 300.000 habitantes, esté inundada de ollas populares o rodeada de villas miseria, pero hasta hace poco la ciudad era el centro de uno de los más grandes booms mundiales y ahora asiste a un quiebre fenomenal. Todos allí han sido afectados por la crisis financiera.

De la noche a la mañana la gente perdió sus ahorros. Los precios se fueron por las nubes. Los restaurantes, antes abarrotados, ahora están casi vacíos. Los bancos racionan la divisa extranjera y a las empresas les resulta infinitamente difícil hacer negocios en el extranjero. La inflación está en 16% y en ascenso. La gente dejó de viajar al extranjero. La moneda local, la corona, cotizaba a 65 por dólar el año pasado y ahora está a 130. Las empresas recortan salarios, reducen horario de trabajo y, en algunos casos, recurren a despidos masivos.

“Ningún país ha caído tan rápidamente y tan gravemente en tiempos de paz,” dice  Jon Danielsson, economista de la London School of Economics.

Hasta septiembre de este año, la economía islandesa parecía sólida.  Tenía  el cuarto PBI per cápita del mundo. El desempleo oscilaba entre 0 y 1% (para el año próximo se habla de 10%). Un informe 2007 de las Naciones Unidas  con mediciones sobre expectativa de vida, ingreso per cápita y niveles educativos identificó a Islandia como el mejor país del mundo para vivir.

Incentivados por la fortaleza de la corona, los islandeses – antes prudentes y medidos – comenzaron a viajar a Europa en viajes de compras de fin de semana. Compraron autos nuevos y casas grandes con préstamos a bajo interés en moneda extranjera. Como los vikingos de antaño, los banqueros islandeses recorrían el mundo y se apropiaban de negocios, bombeando deuda en el sistema. Los bancos son ahora los que no pueden pagar miles de millones de dólares en deuda extranjera y “los que arruinaron nuestra reputación”, dice  Adalheidur Hedinsdottir, que maneja una pequeña cadena de cafeterías llamada Kaffitar. Hedinsdottir construyó una fábrica nueva hace cinco años con un préstamo de 120 millones de coronas (US$ 1,5 millón). Con la devaluación su deuda trepó a 200 millones de coronas, con pagos mensuales de 2,5 millones de coronas hasta hace dos meses y que ahora se duplicarán.

Se fastidia con el gobierno, que a su juicio manejó todo mal, y con los bancos, que ensuciaron la reputación de Islandia. Y si bien se lamenta por los cientos de miles de depositantes extranjeros que perdieron su dinero, se pregunta qué culpa tiene su país por esas pérdidas. “Nosotros no pedimos a nadie que pusiera su dinero en nuestros bancos”, dice. “Hablamos de empresas privadas y bancos privados que fueron al extranjero y allá hicieron negocios”.

El colapso llegó tan rápido que parecía irreal, imposible. Una mujer en Reykjavik lo comparó con la embestida de un tren. Otra dijo: “Es como si de pronto nos encerraran en una celda y nosotros no supiéramos qué fue lo que hicimos.”

Este país, tan moderno y evolucionado como aislado geográficamente, todavía parece estar en estado de shock. Pero si los acontecimientos del mes pasado – la caída de los bancos islandeses, el desplome de su moneda, la primera ola de despidos, la pérdida de reputación en el mundo – se vivieron como un mal sueño, Islandia ahora se despierta para descubrir que todo se ha hecho realidad.

No es que Reykjavik, donde viven dos tercios de sus 300.000 habitantes, esté inundada de ollas populares o rodeada de villas miseria, pero hasta hace poco la ciudad era el centro de uno de los más grandes booms mundiales y ahora asiste a un quiebre fenomenal. Todos allí han sido afectados por la crisis financiera.

De la noche a la mañana la gente perdió sus ahorros. Los precios se fueron por las nubes. Los restaurantes, antes abarrotados, ahora están casi vacíos. Los bancos racionan la divisa extranjera y a las empresas les resulta infinitamente difícil hacer negocios en el extranjero. La inflación está en 16% y en ascenso. La gente dejó de viajar al extranjero. La moneda local, la corona, cotizaba a 65 por dólar el año pasado y ahora está a 130. Las empresas recortan salarios, reducen horario de trabajo y, en algunos casos, recurren a despidos masivos.

“Ningún país ha caído tan rápidamente y tan gravemente en tiempos de paz,” dice  Jon Danielsson, economista de la London School of Economics.

Hasta septiembre de este año, la economía islandesa parecía sólida.  Tenía  el cuarto PBI per cápita del mundo. El desempleo oscilaba entre 0 y 1% (para el año próximo se habla de 10%). Un informe 2007 de las Naciones Unidas  con mediciones sobre expectativa de vida, ingreso per cápita y niveles educativos identificó a Islandia como el mejor país del mundo para vivir.

Incentivados por la fortaleza de la corona, los islandeses – antes prudentes y medidos – comenzaron a viajar a Europa en viajes de compras de fin de semana. Compraron autos nuevos y casas grandes con préstamos a bajo interés en moneda extranjera. Como los vikingos de antaño, los banqueros islandeses recorrían el mundo y se apropiaban de negocios, bombeando deuda en el sistema. Los bancos son ahora los que no pueden pagar miles de millones de dólares en deuda extranjera y “los que arruinaron nuestra reputación”, dice  Adalheidur Hedinsdottir, que maneja una pequeña cadena de cafeterías llamada Kaffitar. Hedinsdottir construyó una fábrica nueva hace cinco años con un préstamo de 120 millones de coronas (US$ 1,5 millón). Con la devaluación su deuda trepó a 200 millones de coronas, con pagos mensuales de 2,5 millones de coronas hasta hace dos meses y que ahora se duplicarán.

Se fastidia con el gobierno, que a su juicio manejó todo mal, y con los bancos, que ensuciaron la reputación de Islandia. Y si bien se lamenta por los cientos de miles de depositantes extranjeros que perdieron su dinero, se pregunta qué culpa tiene su país por esas pérdidas. “Nosotros no pedimos a nadie que pusiera su dinero en nuestros bancos”, dice. “Hablamos de empresas privadas y bancos privados que fueron al extranjero y allá hicieron negocios”.

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