En el libro Risky Business: Why Insurance Markets Fail and What to Do About It Liran Einav, Amy Finkelstein, y Ray Fisman se preguntan, entre otras cosas, por qué las pólizas son tan caras y están plagadas de exenciones. O por qué las compañías de seguros se llevan tan mal con las reclamaciones.
El principio que está en la base del seguro, explican, es simple y los beneficios son evidentes: ocasionalmente en la vida ocurre algo desagradable y potencialmente devastador. Como es imposible esperar que la gente viva una vida a pleno y que esté preparada para toda posible eventualidad las pólizas de seguro dispersan el riesgo entre un amplio grupo de personas.
Para los tres autores de Risky Business, hay una razón muy simple que explica por qué los seguros son tan exasperantes. En el fondo, los seguros giran en torno a lo que los economistas llaman “mercados de selección”. Los mercados de seguros son mercados de selección porque no todos los clientes son iguales. Las seguradoras quieren clientes que pagan sus primas y rara vez hacen reclamos. Por su parte, los clientes quieren elegir pólizas a precios razonables.
Mantener a flote los mercados de selección resulta ser un problema difícil. La clave está en la información. Los clientes saben cosas sobre sí mismos -como su afición a los vuelos de lujo, aspectos de su historial médico o su confianza como conductores- que afectarían la disposición de la aseguradora a contratarlos. Y los clientes siempre intentarán sacar el máximo partido a sus pólizas. Los autores destacan la investigación de una economista de la salud, Marika Cabral, que demostró que cuando a los clientes de un plan dental ofrecido por una empresa privada se les ofreció la oportunidad de cambiar a un nuevo plan con un límite de prestaciones más alto, el valor de las reclamaciones aumentó 60% en el mes siguiente al cambio.
Las aseguradoras han probado diferentes estrategias para mitigar la desventaja de la información asimétrica. Una de ellas es introducir lagunas en la cobertura. Las pólizas de seguro de vida y de automóvil suelen incluir periodos de espera para evitar que los clientes las contraten sólo para hacer una reclamación inmediata. O habrá estímulos más sutiles para animar a los clientes “adecuados” a afiliarse, como las aseguradoras de salud que ofrecen descuentos en las cuotas de los gimnasios. Curiosamente, un estudio sobre clientes de seguros de vida descubrió que los que se inscribían y tenían acceso a un programa de bienestar no se beneficiaban, desde el punto de vista de la salud, frente a los que no participaban; para empezar, ya estaban más en forma.
Incluso cuando aumenta la cantidad de información de que disponen las aseguradoras (y se han vuelto mucho más sofisticadas que antes a la hora de recopilar y analizar datos), los clientes parecen seguir teniendo un mejor sentido de su propio futuro. Otro estudio citado por los autores comparó dos grupos de adultos mayores que eran comparables en todas las categorías que interesan a las aseguradoras de vida, incluido el estado de salud y las aficiones preferidas. Durante los 12 años del estudio, los participantes que fallecieron tenían 20% más de probabilidades de haber contratado un seguro de vida. Aquí es donde la cuestión se vuelve inexplicable. Los autores admiten que están desconcertados sobre qué información “la gente es capaz de guardarse para sí misma que sea relevante para sus perspectivas de supervivencia y que no figure en la solicitud”.
Pero -y esto es lo que hace tan desconcertantes a los mercados de selección- los autores argumentan convincentemente que los clientes tampoco deberían esforzarse por compartir toda la información. Aunque las aseguradoras están desesperadas por saber todo lo que puedan sobre sus clientes potenciales, a menudo se abstienen de hacer preguntas que están legalmente autorizadas a hacer. Si ellas supieran que un cliente procede de una familia con antecedentes de enfermedades crónicas, podrían optar por no asegurarlo. O, como dicen los autores, la información perfecta “destruiría la capacidad de las personas para contratar un seguro contra el riesgo de ser (o convertirse en) un mal riesgo”, que es precisamente el objetivo de poder estar asegurado.
En un excelente apartado, los autores hacen referencia a un artículo del New York Times de 2020 que utiliza un caso particular para arremeter contra Medicare Advantage, el sistema que ofrece subvenciones a los seguros privados de los estadounidenses mayores. A los 65 años, un hombre sano se inscribió en una póliza “light” con primas bajas. Siete años después, le diagnosticaron un cáncer cuyo tratamiento no cubría su póliza. Se encontró con que no podía cambiar de póliza, una decisión que el periódico critica. Leyendo el artículo, es fácil sentir que el cliente ha sido tratado injustamente. Pero para los autores, su caso revela un error común sobre los seguros, que “se supone que se compran… para asegurarse contra un posible suceso o riesgo, no para pagar por esa eventualidad después de que ocurra”. Hace falta valor para argumentar que un anciano enfermo no debería tener derecho a una asistencia sanitaria más completa, y también hace falta habilidad para no parecer científicos desalmados y despiadados al hacerlo, pero estos autores lo consiguen. Risky Business es una lectura magnífica para entender cómo un negocio aparentemente sencillo es en realidad infernalmente complicado.