<p>En un gesto nostálgico, los ministros lo llaman “pacto de estabilidad y crecimiento”. Justamente el nombre elegido en Maastricht (1992) para un instrumento que sobrevivió dando tumbos durante dieciocho años. Ahora, ni siquiera se especifican las sanciones por incumplimiento de los cinco puntos o los que emerjan este fin de mes.<br />
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Mientras tanto, algo sucedía en Gran Bretaña, una economía al presente más chica que la de Francia. Meses atrás, al lanzar el programa de ajuste más duro desde la posguerra, David Cameron, anunciaba “el fin de John Maynard Keynes y su concepción estructural”, algo que los neoclásicos vienen anunciando desde su muerte física en 1946. Pero, hoy, según sostienen “disidentes” como Martin Wolf, Joseph Stiglitz (Nobel 2001) o Paul Krugman (2008), priman ingredientes políticos inquietantes. <br />
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Estos expertos temen que Gran Bretaña se convierta en ensayo piloto ortodoxo, justo mientras Estados Unidos (origen del monetarismo neoclásico), la Eurozona, Japón, Brasil o China protagonizan experiencias completamente opuestas. En efecto, Londres –también Madrid, Dublin, Lisboa, etc.- despiden 500.000 personas, suprimen gastos públicos por US$ 130.000 millones anuales y suben un año la edad jubilatoria mínima.<br />
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Este golpe a la pequeña burguesía puede agravar la presente recesión y acarrear reacciones como en París o Lion. Pero lo absurdo del asunto es que el antiguo puntal británico de la “alianza noratlántica para el siglo XXI” (según George Friedman en StratFor) se aparta de EE.UU. en aras de una política económica inspirada en el difunto Milton Friedman.</p>
<p>Hace algunos días, en efecto, ministros de hacienda y presidentes de bancos centrales del Eurogrupo realizaban una serie de reuniones relacionada con el eventual fondo pro rescates de países insolventes. Trataban de fijar objetivos para reequilibrar balanzas de pagos, pero mediaban demasiadas tensiones.<br />
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Por de pronto, los emisores venían discutiendo sobre si esos países apelan a “apoyarse en paridades bajas para reducir desequilibrios comerciales”, según señalaba un documento circulado el miércoles 22. Ahí, el secretario norteamericano de hacienda plantó una pica en Flandes: exigió disminuir esos desequilibrios “por debajo de cotas específicas, esto es porcentajes de cada producto bruto interno”.<br />
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La propuesta genera ahora una división entre países centrales y emergentes. “Establecer netas cuantitativas será irrealista”, sostuvo Yoshihiko Noda, ministra de hacienda japonesa. Siempre fiel a Estados Unidos, su colega canadiense James Flaherty salió a afirmar que “la idea de Geithner apunta en la dirección correcta y figura desde hace dos semanas en un documento del grupo de los 7. En ese momento Japón la secundaba”.<br />
Repitiéndose a sí mismo, Geithner –como en septiembre- exigió “no buscar ventajas competitivas debilitando las propias monedas o impidiendo que se revalúen”. Le faltaba sólo nombrar a China y sus aliados. Urgió a “economías con persistente superávit en cuenta corriente encarar políticas estructurales, fiscales y cambiarias, con el objeto de fomentar la demanda interna”. <br />
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<p>Por supuesto, “los países con monedas subvaluadas han de dejarlas ir ajustándose hacia arriba”. Nuevamente, son las medidas que Washington desea imponer a Beijing desde hace años, sin éxito. Si, de ahora a mediados del primer trimestre, Geithner logra sus propósitos –algo para nada seguro-, el Fondo Monetario Internacional desempeñará el ingrato papel de supervisor vía informes semestrales. <br /><br />“Todo sigue frágil y costará que la cumbre de junio termine con esta guerra entre divisas”, teme Guido Mantega, ministro de hacienda brasileño. Las restricciones chinas sobre el yüan continúan en el centro de la escena, aunque ese país mantenga un enorme superávit comercial y la RF opte por flexibilización monetaria. Los países emergentes atrapados entre ambos gigantes y sus “claques” –Brasil, Surcorea, Indonesia, India, Sudáfrica, Argentina, etc.- apelan sea a controles sobre capitales o intervenciones directas. En otras palabras, los contactos tentativos no auguran nada bueno. <br /><br />Tampoco lo hace el pacto de Bruselas (noviembre). No fue un acuerdo de máxima, como cree el belga Herman van Rompuy, presidente del consejo de la Unión Europea (27 miembros), sino de mínima, ironiza la prensa británica. Sus alcances se limitaban a una fuerza de tareas, o sea sólo ocho de los dieciséis componentes de la Eurozona.<br /><br />Nadie tomó muy en serio a van Rompuy, cuando proclamaba “esto es un enorme paso adelante hacia la gobernabilidad económica de la UE y el mundo”. El luxemburgués Jean-Claude Juncker se encargó de desinflar euforias. “Se trata –puntualizó- de un borrador de convenio, con sus límites, y faltan detalles instrumentales donde el diablo puede meter la cola”. Mientras, cinco puntos quedaban definidos: vigilancia ampliada sobre cuentas públicas de los veintisiete, mayor disciplina fiscal, exámenes periódicos, coordinación de políticas y gestión de crisis.<br /> </p>