jueves, 26 de diciembre de 2024

Emisiones privadas de deuda, compras apalancadas, etc.

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Una ola de financiamiento fácil cubre el mundo, orientada a empresas, no ya a países. No pasa por mercados orgánicos ni bancos, sino por canales privados que, en 2006, prestaron US$ 4,5 billones: 96% sobre los 2,3 billones de 2000.

Según análisis circulantes antes del último desbarranque bursátil, el mercado de capitales rehúye los cielos abiertos de las finanzas globales y prefiere sombras peligrosas. Muchos analistas siguen sin tomar en cuenta este cuadro que, en Argentina, no interesa a ningún gurú. Menos en año electoral.

En franjas poco reguladas y nada transparentes, los audaces pueden hacer pilas de dinero o perderlo escandalosamente. Hace algo más de medio año, un grupo de inversores poco sagaz perdió alrededor de US$ 6.600 millones, al derrumbarse Amaranth Advisors, un fondo de cubertura –futuros u opciones vía contratos derivados sobre gas natural- que gestionaba US$ 10.000 millones. Su pecado: pasarse de rosca especulando con precios volátiles de ese hidrocarburo.

Por supuesto, existen excelentes incentivos para operar fuera del escrutinio público. El problema es que el lado obscuro de la deuda y sus vulnerabilidades no han sido aún testeadas por una catástrofe sistémica como la de 1997/8 ni cabalmente comprendidas por los propios reguladores. El asunto viene desvelando a bancos centrales y economistas serios desde hace doce años.

En los buenos viejos tiempos, claro, la vida era simple. Fondos mutuales y jubilatorios norteamericanos se colocaban en títulos estatales o de firmas cotizantes en bolsa, seguros de que les iría bien. Hoy todo es mucho más complejo. Mientras el casino privado eclipsa los mercados públicos, a la especulación financiera le sube la fiebre. Eso se debe a una explosión de creatividad. A fines del siglo XX, en escaso tiempo cinco genios matemáticos obtuvieron dos Nobel económicos por los sistemas de ecuaciones que generan derivativos. No eran economistas ni pensadores, sino especuladores.

En 1998, dos de ellos protagonizaron el colapso de Long-Term Capital Management, entonces el mayor fondo de cubertura. Como señalaría mas tarde Joseph Stiglitz, “nadie les pidió devolver las distinciones”.

Por ende, un grupo cualquiera, poco sujeto a regulación, puede tomar dinero de sindicatos u otros prestamistas privados, inclusive fondos de cubertura (derivados), para invertir en una compra apalancada y sacar una firma de bolsa. En cada fase de la operación, los riesgos de convierten en títulos, se reempacan, se venden y vuelen a reempacarse. Las inagotables oportunidades de contratos con derivativos subyacentes explican por qué el valor de derivados abiertos llegaba en diciembre a US$ 30 billones: 150% sobre la masa al terminar 2005 y siete veces el monto a fin de 2003. Son cifras del Banco de Ajustes Internacionales (Basilea).

Autoridades, reguladores y medios todavía creen que el mundo aun puede sacar partido de esta “revolución” financiera. Pero están nerviosos. Debido a la falta de transparencia, bancos centrales, BAI y Fondo Monetario Internacional ignoran si estos volátiles instrumentos especulativos están en manos seguras o cómo se comportarán en una crisis tipo “puerta 12”.

En septiembre, Timothy Geithner (Reserva Federal) advirtió que los derivativos pueden causar crisis menos frecuentes, pero más profundas. Poco después la autoridad británica de servicios financieros (especie de SEC) señalaba: “bancas de inversión y fondos de cubertura son descuidados y proclives a conflictos de interés. En caso de pánico, su papelería incompleta generará un colapso, entre disputas sobre quién tiene qué obligaciones. Eso se refleja ya en la dispar estimación de riesgos para carteras similares. En síntesis, hay gente invirtiendo en función de expectativas falsas.

Según análisis circulantes antes del último desbarranque bursátil, el mercado de capitales rehúye los cielos abiertos de las finanzas globales y prefiere sombras peligrosas. Muchos analistas siguen sin tomar en cuenta este cuadro que, en Argentina, no interesa a ningún gurú. Menos en año electoral.

En franjas poco reguladas y nada transparentes, los audaces pueden hacer pilas de dinero o perderlo escandalosamente. Hace algo más de medio año, un grupo de inversores poco sagaz perdió alrededor de US$ 6.600 millones, al derrumbarse Amaranth Advisors, un fondo de cubertura –futuros u opciones vía contratos derivados sobre gas natural- que gestionaba US$ 10.000 millones. Su pecado: pasarse de rosca especulando con precios volátiles de ese hidrocarburo.

Por supuesto, existen excelentes incentivos para operar fuera del escrutinio público. El problema es que el lado obscuro de la deuda y sus vulnerabilidades no han sido aún testeadas por una catástrofe sistémica como la de 1997/8 ni cabalmente comprendidas por los propios reguladores. El asunto viene desvelando a bancos centrales y economistas serios desde hace doce años.

En los buenos viejos tiempos, claro, la vida era simple. Fondos mutuales y jubilatorios norteamericanos se colocaban en títulos estatales o de firmas cotizantes en bolsa, seguros de que les iría bien. Hoy todo es mucho más complejo. Mientras el casino privado eclipsa los mercados públicos, a la especulación financiera le sube la fiebre. Eso se debe a una explosión de creatividad. A fines del siglo XX, en escaso tiempo cinco genios matemáticos obtuvieron dos Nobel económicos por los sistemas de ecuaciones que generan derivativos. No eran economistas ni pensadores, sino especuladores.

En 1998, dos de ellos protagonizaron el colapso de Long-Term Capital Management, entonces el mayor fondo de cubertura. Como señalaría mas tarde Joseph Stiglitz, “nadie les pidió devolver las distinciones”.

Por ende, un grupo cualquiera, poco sujeto a regulación, puede tomar dinero de sindicatos u otros prestamistas privados, inclusive fondos de cubertura (derivados), para invertir en una compra apalancada y sacar una firma de bolsa. En cada fase de la operación, los riesgos de convierten en títulos, se reempacan, se venden y vuelen a reempacarse. Las inagotables oportunidades de contratos con derivativos subyacentes explican por qué el valor de derivados abiertos llegaba en diciembre a US$ 30 billones: 150% sobre la masa al terminar 2005 y siete veces el monto a fin de 2003. Son cifras del Banco de Ajustes Internacionales (Basilea).

Autoridades, reguladores y medios todavía creen que el mundo aun puede sacar partido de esta “revolución” financiera. Pero están nerviosos. Debido a la falta de transparencia, bancos centrales, BAI y Fondo Monetario Internacional ignoran si estos volátiles instrumentos especulativos están en manos seguras o cómo se comportarán en una crisis tipo “puerta 12”.

En septiembre, Timothy Geithner (Reserva Federal) advirtió que los derivativos pueden causar crisis menos frecuentes, pero más profundas. Poco después la autoridad británica de servicios financieros (especie de SEC) señalaba: “bancas de inversión y fondos de cubertura son descuidados y proclives a conflictos de interés. En caso de pánico, su papelería incompleta generará un colapso, entre disputas sobre quién tiene qué obligaciones. Eso se refleja ya en la dispar estimación de riesgos para carteras similares. En síntesis, hay gente invirtiendo en función de expectativas falsas.

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