martes, 9 de diciembre de 2025

Premio a la disidencia: María Corina Machado y el dilema global entre democracia y autoritarismo

El Nobel de la Paz a la dirigente opositora venezolana expone las fisuras democráticas en América Latina y en el mundo, más allá de las etiquetas ideológicas.

Por Gonzalo Berra

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Por décadas, los regímenes autoritarios se escudaron en etiquetas ideológicas. Dictaduras de derecha que justificaban la represión como defensa del orden frente al comunismo; dictaduras de izquierda que se amparaban en la soberanía popular para anular las libertades básicas. El siglo XXI ha difuminado esas distinciones: el autoritarismo ya no es una consecuencia del dogma, sino una estrategia de supervivencia del poder. En ese escenario, la concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado obliga a repensar la política global desde un eje distinto: no entre derecha e izquierda, sino entre democracia y autoritarismo.

El caso venezolano: la farsa electoral y la resistencia civil

María Corina Machado representa hoy la cara visible de la lucha democrática en Venezuela. No por ser una figura nueva, sino por haber persistido en un contexto de anulación sistemática de la competencia política. Desde su irrupción como diputada en 2010, su discurso liberal la convirtió en un blanco del oficialismo chavista, que la expulsó de la Asamblea Nacional en 2014 por haber aceptado un cargo honorario en la OEA.

Pero fue en el proceso electoral de 2023-2024 donde su figura se convirtió en símbolo. Arrasó en las primarias opositoras, con más del 90% de los votos. El mensaje era claro: incluso fragmentada, la sociedad venezolana había encontrado en Machado una síntesis de oposición y esperanza. La respuesta del régimen de Nicolás Maduro fue previsible: inhabilitación administrativa, bloqueo judicial y reemplazo forzado por Edmundo González Urrutia.

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Las elecciones del 28 de julio de 2024 se celebraron en medio de un cerco: persecución a la prensa, detenciones arbitrarias, apagón informativo y manipulación del padrón electoral. Maduro se proclamó vencedor y denunció, sin pruebas, un “complot internacional”. Estados Unidos, la Unión Europea y buena parte de América Latina no reconocieron el resultado. Para muchos venezolanos, la elección fue un punto final: la institucionalidad había sido completamente vaciada de contenido.

Machado, por su parte, pasó a la clandestinidad. Desde entonces, su figura adquirió una dimensión moral: la de quien no capitula ante el exilio, ni se rinde ante la cárcel, ni se resigna al silencio. Su premio Nobel no premia solo a una persona: legitima una lucha.

Lula, Petro, Boric y Arce: el progresismo ante su dilema democrático

Uno de los aspectos más delicados de la crisis venezolana es la reacción de los gobiernos progresistas de la región. A diferencia de posiciones anteriores marcadas por la ambigüedad, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva condenó explícitamente el proceso electoral de 2024. Señaló que no podía considerarse democrático un comicio en el que la principal candidata de la oposición había sido inhabilitada. A su vez, el presidente colombiano Gustavo Petro —quien había mantenido una relación cercana con Caracas— calificó el proceso como “una ruptura inaceptable del pacto democrático”, y evitó participar de las felicitaciones formales al régimen.

También el presidente chileno Gabriel Boric expresó de forma clara su rechazo a la inhabilitación de Machado y al carácter restrictivo de los comicios venezolanos. En su discurso ante la CELAC, sostuvo que “la democracia no puede ser defendida selectivamente según convenga al color político del gobierno de turno”. Esta definición, breve pero inequívoca, marcó una línea divisoria frente al silencio de otros mandatarios.

Desde Uruguay, la izquierda agrupada en el Frente Amplio mantuvo una postura crítica hacia el régimen de Maduro, en la línea histórica de defensa de los derechos humanos que ha caracterizado al progresismo uruguayo desde la recuperación democrática. Aunque evita alineamientos automáticos con Washington o Bruselas, no acepta el argumento de la soberanía como excusa para violaciones sistemáticas a las libertades civiles.

En Argentina, el radicalismo fue uno de los primeros espacios políticos en condenar el fraude electoral venezolano. A través de sus bloques legislativos, la Fundación Alem y figuras como Martín Lousteau, el centenario partido planteó una defensa enfática de los principios republicanos, exigió al gobierno nacional una condena explícita y advirtió sobre los riesgos de tolerar autoritarismos regionales por afinidad ideológica o conveniencia geopolítica.

En contraste, líderes como Evo Morales o Daniel Ortega han mantenido un respaldo incondicional al régimen de Maduro. El caso nicaragüense es el espejo más oscuro del autoritarismo de izquierda en América Latina: elecciones sin competencia, cierre de medios, persecución religiosa y represión generalizada. Ortega, exguerrillero sandinista, completó su metamorfosis en autócrata absoluto. En 2021, se reeligió sin rivales, tras encarcelar a todos los precandidatos opositores.

La izquierda regional enfrenta, así, un dilema de legitimidad: ¿puede defender la justicia social si calla ante la demolición del Estado de derecho?

Bukele, Trump y la derecha autocrática

Si la izquierda enfrenta sus contradicciones, la derecha también recorre su propio sendero autoritario. El caso paradigmático es Nayib Bukele en El Salvador. Electo en 2019 con un discurso anticorrupción, desmontó rápidamente los controles republicanos: destituyó a los magistrados de la Corte Suprema, cooptó la Fiscalía y gobernó por decreto. Todo ello con una popularidad altísima, cimentada en la lucha contra las pandillas, pero sin respeto por los derechos humanos ni el debido proceso.

Bukele se presenta como un outsider, pero su modelo recuerda al de otros líderes de ultraderecha como Viktor Orbán en Hungría o Benjamin Netanyahu en Israel: manipulación institucional, cooptación mediática, fomento del miedo interno y apelación directa a la voluntad del pueblo como justificación para concentrar el poder.

A esta familia política pertenece también Donald Trump, quien al ser derrotado en 2020 denunció un fraude inexistente, presionó a funcionarios electorales para revertir el resultado y alentó la toma violenta del Capitolio. El episodio del 6 de enero de 2021 dejó al descubierto hasta qué punto el populismo de derecha puede desembocar en intentos abiertos de anular la democracia.

En América Latina, el presidente argentino Javier Milei ha comenzado a ser observado bajo esta misma lógica. Aunque su gobierno aún transita por cauces institucionales, su retórica agresiva contra el Congreso, la Justicia, los sindicatos, las universidades y los medios prefigura un estilo de poder concentrado, con escasa tolerancia al disenso. Su cercanía ideológica con figuras como Bukele y Trump, así como su desprecio explícito por las instituciones intermedias, sugiere una posible deriva.

Un nuevo eje: democracia vs. autoritarismo

Lo que une a estos casos —Maduro, Ortega, Bukele, Orbán, Trump, Netanyahu— no es la ideología, sino el método. Todos erosionan las instituciones desde dentro. Todos justifican sus excesos como defensa de la soberanía nacional, del pueblo o de la seguridad. Todos apelan a una polarización que anula los matices: quien no está conmigo, está contra mí.

En contraste, figuras como María Corina Machado, Alexei Navalny o Svetlana Tijanóvskaya representan un paradigma distinto: el de la resistencia democrática. No son perfectas, no son unívocamente progresistas ni conservadoras, pero han optado por arriesgar su libertad personal para preservar un mínimo de institucionalidad.

El mundo de hoy ya no se divide entre modelos económicos de izquierda o derecha, sino entre proyectos políticos que respetan la autonomía del ciudadano y aquellos que la subordinan al poder.

El dilema global y el valor de los gestos

El Nobel a Machado es, en este sentido, un gesto político de gran alcance. No cambiará el rumbo de Venezuela por sí solo, pero establece un principio: que la comunidad internacional aún distingue entre legalidad y legitimidad. Que no todo lo que se hace “por el pueblo” es democrático. Y que la libertad no puede supeditarse al pragmatismo diplomático.

En un mundo marcado por el ascenso de regímenes iliberales, por guerras que desdibujan las reglas (Ucrania, Gaza), por crisis migratorias que deshumanizan y por tecnologías que socavan la privacidad, la defensa de la democracia ya no puede darse por sentada.

América Latina, en particular, tiene una deuda con su historia. A lo largo del siglo XX, sufrió dictaduras militares y revoluciones fallidas. El siglo XXI ofrece una nueva oportunidad: la de consolidar democracias adultas, que no sean rehenes de caudillos ni de bloques ideológicos.

Para eso, es necesario un principio rector: que ningún proyecto político, por más seductor o eficaz que se presente, puede justificar la negación de derechos básicos. Ni en nombre de la revolución, ni de la seguridad, ni del pueblo.

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