lunes, 29 de diciembre de 2025

China y el pulso eléctrico del siglo XXI

Cómo la mayor red del mundo está redefiniendo el clima, la industria y el poder global

Por Norberto Luongo para Revista Mercado

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Durante años, el Acuerdo de París pareció una promesa frágil, sostenida más por discursos que por kilovatios reales. Las emisiones seguían subiendo, los plazos se deslizaban y las potencias industriales hablaban de transición mientras seguían quemando carbón. Pero, silenciosamente, casi sin épica retórica, China comenzó a mover placas tectónicas.

Hoy, la mayor sorpresa del debate climático no es un nuevo tratado ni una cumbre histórica, sino un hecho físico, medible y difícil de ignorar: la transformación acelerada del sistema eléctrico chino está sosteniendo, casi en solitario, la viabilidad material del acuerdo climático global.

China no está “avanzando” hacia la energía limpia. Está reconstruyendo su sistema energético a escala continental.

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El tamaño de un sueño eléctrico

Las cifras desafían la intuición humana. A fines de 2024, China había instalado cerca de 887 gigavatios de energía solar y más de 520 gigavatios de energía eólica, superando ampliamente la capacidad combinada de Estados Unidos y Europa. En conjunto, el país ya roza los 1,4 Teravatios de capacidad renovable, una magnitud sin precedentes en la historia energética moderna.

Para ponerlo en perspectiva: China instala hoy más energía solar en un solo año que muchos países en toda su historia. En algunos meses de 2025, el ritmo fue casi surrealista: más de 90 gigavatios solares añadidos en apenas treinta días, el equivalente a sumar la capacidad eléctrica total de un país mediano en un solo mes.

Esta no es una transición gradual. Es una industrialización verde, ejecutada con la lógica de una economía que sabe construir rápido, en masa y con disciplina estratégica.

La magnitud física de ese esfuerzo resulta difícil de visualizar. Las 22 millones de toneladas de acero utilizadas para construir nuevos aerogeneradores y paneles solares en 2024 habrían bastado para levantar un Puente Golden Gate en cada día laborable de cada semana de ese año. No es solo una transición energética: es una obra de ingeniería continental ejecutada en tiempo real, con cadenas de suministro, financiación y planificación estatal alineadas hacia un mismo objetivo.

La red más grande del planeta

Pero el verdadero secreto no está solo en los paneles o las turbinas. Está en la red.

China opera hoy la red eléctrica más extensa, compleja y potente del mundo, una malla de ultra-alta tensión que conecta desiertos solares, costas ventosas, centros industriales y megaciudades. Mientras otras regiones debaten cómo integrar fuentes de energía renovables intermitentes, China ya las despacha a miles de kilómetros de distancia, amortiguando variabilidad y reduciendo cuellos de botella.

Este músculo eléctrico explica un hecho crucial: China puede expandir energías limpias sin paralizar su economía, algo que Europa aún no ha logrado resolver.

La electricidad barata y abundante no es solo una ventaja ambiental. Es un insumo estratégico.

Energía limpia como política industrial

Aquí la historia se vuelve más incómoda para Occidente. China no apostó por renovables solo por el clima: lo hizo por competitividad.

Electricidad barata significa acero, químicos, baterías, semiconductores y centros de datos funcionando sin el lastre de costos energéticos extremos.

Mientras Europa enfrenta precios industriales de electricidad hasta el doble que Estados Unidos —y muy por encima de China—, el gigante asiático construye el ecosistema que alimentará la próxima ola tecnológica: inteligencia artificial, automatización avanzada y electrificación total del transporte.

En otras palabras: la transición energética china no frena el crecimiento, lo subsidia.

Europa eligió una estrategia de reemplazo rápido de fósiles sin red suficiente ni respaldo estable. China eligió una estrategia de acumulación: renovables, sí, pero sumadas a una red de distribución gigantesca, almacenamiento, nuclear y, cuando hace falta, fósiles como amortiguador. El resultado es menos idealismo pero más pragmatismo en continuidad productiva.

El efecto climático inesperado

Aquí es donde la trayectoria china adquiere una relevancia histórica que va mucho más allá de su propia frontera. Mientras en Washington y en varias capitales europeas el consenso climático se erosiona bajo el peso de la inflación, la política y la fatiga social, Pekín avanza por pura inercia industrial. No porque el país se haya convertido súbitamente en un modelo ambiental, sino porque su escala le permite hacer algo que ningún otro actor global puede: doblar la curva de emisiones sin frenar el crecimiento.

En un mundo donde el objetivo de 1,5 grados parece cada vez más inalcanzable, la desaceleración del crecimiento de las emisiones chinas se ha convertido, de facto, en el principal salvavidas del Acuerdo de París.

La paradoja es evidente.

China sigue siendo el mayor emisor de CO₂ del planeta en términos absolutos, responsable de cerca de un tercio del total mundial. Pero también es el único país que está instalando renovables a una velocidad suficiente como para compensar —y empezar a desplazar— su propia expansión energética. La caída del 1,2% en la generación con carbón y gas este año no es un gesto simbólico: es el resultado directo de una red eléctrica gigantesca que está absorbiendo volúmenes de energía solar y eólica sin precedentes, justo cuando otros países discuten si pueden permitirse seguir adelante con la transición.

Este despliegue masivo también explica por qué China se ha convertido en el árbitro silencioso del futuro climático global. Mientras el Acuerdo de París pierde impulso político en Occidente, su viabilidad práctica depende cada vez más de lo que ocurra dentro del sistema eléctrico chino. Si las emisiones del país se estabilizan y comienzan a descender en la segunda mitad de la década, el acuerdo seguirá respirando. Si no lo hacen, ningún ajuste marginal en Europa o Norteamérica será suficiente para compensarlo.

Electricidad, datos y poder

Hay, además, una presión nueva que refuerza esta dinámica: la electricidad del siglo XXI ya no solo alimenta hogares y fábricas, sino centros de datos, inteligencia artificial y economías digitales enteras. En ese contexto, incluso los críticos más escépticos reconocen que, hoy por hoy, las energías renovables —combinadas con almacenamiento y respaldo flexible— son la forma más rápida y barata de añadir capacidad a gran escala.

China lo ha entendido antes que nadie, y ha convertido esa necesidad tecnológica en una ventaja estratégica.

Poder, no virtud

Nada de esto convierte a China en un actor altruista. Su revolución energética no es moral; es estratégica. Domina la fabricación de paneles, turbinas, baterías y redes. Exporta tecnología, baja precios globales y fija estándares. La energía limpia se ha convertido en un vector más de poder geopolítico.

Pero en un mundo que necesita reducir emisiones con urgencia, el resultado importa tanto como la intención.

Mientras otros discuten, China produce y conecta.

Epílogo: la paradoja del siglo

El siglo XXI prometía que las democracias liderarían la transición verde y que los regímenes autoritarios se quedarían atrapados en el pasado fósil. Ocurrió lo contrario: el país que construyó más rápido, más grande y más barato fue también el que sostuvo el frágil equilibrio climático global.

El futuro no será definido solo por valores, sino por infraestructura. Y hoy, la infraestructura que mantiene vivo al Acuerdo de París no se encuentra en Bruselas ni en Washington, sino en una red eléctrica colosal que atraviesa China de extremo a extremo.

Allí donde otros ven desafíos por resolver, China ve sistemas por construir, y en esa diferencia se juega buena parte del orden energético que viene. La lección es clara: en la transición energética global, el liderazgo no se declara, se instala.

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