Tabacaleras: 50 años de fraude en Estados Unidos

A fines de 1953, las máximas tabacaleras norteamericanas se reunieron para analizar cinco estudios que sugerían nexos entre cigarrillo y cáncer. Los diarios se ocupaban del tema. Ahí nació una estrategia conjunta hoy en el banquillo.

9 septiembre, 2004

Las cabezas de American Tobacco, Benson & Hedges, Philip Morris, Liggett & Myers y US Tobacco iniciaron una larga, persistente campaña para convencer al público de que sus productos no presentaban riesgos cancerígenos. Pero también “estuvieron cincuenta años conspirando para defraudar a los consumidores negando los peligros de fumar activa y pasivamente. Hasta encontraron –sostiene una demanda del departamento federal de Justicia- científicos dispuestos a confundir las cosas o manipular niveles de nicotina para mantener la adicción”.

Todo eso y algo más tratarán de probar los fiscales durante un juicio que se inicia el 21 de septiembre. Las declaraciones de los testigos presentados por el estado serán publicadas desde el lunes siguiente, en lo que será la mayor ofensiva judicial jamás encarada por un gobierno contra una industria legal.

En esencia, esto será similar a demandas presentadas por los estados de la Unión, acciones colectivas e individuales. Pero su trascendencia será mucho más amplia. De una parte, Justicia –usando documentos incriminatorios filtrados desde las empresas, descubiertos en casos anteriores o localizados por los investigadores – estuvo cinco años armando el juicio de mayor envergadura en la historia del sector. De la otra, los recursos de las empresas se combinarán con hordas de abogados estelares y no siempre escrupulosos.

El gobierno sostiene que los acusados debieran desembuchar (“disgorge”) US$ 280.000 millones en “ganancias mal habidas”, más que suficiente para llevar la industria a la bancarrota. Pero deberá probar –ante una sola juez, Gladys Kessler, no un jurado- que las compañías fueron culpables de fraude en el pasado y volverían a serlo en el futuro. Justicia también deberá justificar el monto exigido.

Otro factor que singulariza a esta causa es que el gobierno la plantea en términos de la ley contra organizaciones corruptas e influidas por estafadores (“racketeer-influenced and corrupt organizations”, RICO, 1970). “El cargo fundamental es que la industria tabacalera norteamericana es esencialmente un emprendimiento ilícito, como la Mafia”, señala Martín Feldman (Merrill Lynch).

Las empresas replican que las restricciones a la comercialización y la publicidad planteadas en la misma demanda doblan las impuestas en el arreglo general básico de 1998. Entonces, las compañías aceptaron pagar US$ 246.000 en el curso de 25 años a los cincuenta estados de la Unión, limitar publicidad y auspicios, etc.

Hoy son seis los grupos en el banquillo: Philip Morris (grupo Altria, primero en el país), RJ Reynolds (segundo), Brown & Williamson (tercero), Lorillard (Loews Corporation) Ligget&Myers (Vector Group) y British American Tobacco, división de su homónima británica. Las dos entidades creadas por el “lobby” sectorial ya no existen, pero figuran en la demanda.

Los cargos son pesados:
● Los fabricantes de cigarrillos llevan cincuenta años engañando o defraudando al público estadounidense.
● En combinación con el Tobacco Institute y el Council for Tobacco Research, ambos ya cerrados, se hicieron campañas negando los daños que produce fumar.
● Las acusadas, vía el CTR, pagaron a científicos para generar información creando dudas sobre los efectos cancerígenos del cigarrillo, aun reconociéndolos internamente.
● Decidieron colectivamente no desarrollar ni poner en plaza cigarrillos “más seguros”
● Encararon esfuerzos conjuntos para negar o distorsionar con intenciones dolosas los daños causados a fumadores pasivos.
● Manipularon proporciones de nicotina en los productos para generar y sostener la adicción a la droga entre los consumidores, al mismo tiempo negando que la nicotina fuese adictiva.
● Promovieron supuestas ventajas de los cigarrillos “livianos” o con menos alquitrán, sabiendo que no son menos dañinos que los comunes.
● Intencionalmente, inducían al consumo a jóvenes bajo la edad mínima para fumar. Siguen haciéndolo y siguen negándolo.
● Las empresas destruyeron u ocultaron documentos y evidencias en torno de esas actividades.

Entre sus argumentos claves, la industria alegará que, desde 1966, los atados llevan una advertencia sobre riesgos de fumar, por mandato federal. “¿Cómo podrían las compañías engatusar a nadie?”, pregunta un abogado de Philip Morris.

Otro punto que tocarán los letrados son las transformaciones del sector en esos cincuenta años y el grado actual de competencia que –afirman- tornan inconsistente la idea de una confabulación. Así, PM ha pasado del quinto al primer puesto en EE.UU. American Tobacco perdió el liderazgo y fue absorbida por British American Tobacco. Brown & Williamson acaba de fusionarse con RJ Reynolds. En cuanto al CTR y el instituto, fueron disueltos a raíz del arreglo de 1998.

Además, se desarrollaron cigarrillos de menor riesgo. RJR lanzó “Premier” en 1988 y “Eclipse” en 1994, pero no tuvieron aceptación. Por supuesto, la industria no aclara que las marcas populares o líderes nunca fueron modificadas ni que tampoco se promovieron seriamente las mejoradas. “Los cigarrillos con menos alquitrán fueron alentados por el gobierno –señalan las compañías- y él, no nosotros, los presentó como más seguros”.

Por supuesto, el sector podría subrayar los antiguos vínculos entre las empresas, el gobierno, el Congreso y los dirigentes políticos. También podría recordar los miles de millones en impuestos. “El fisco gana más al venderse un atado que la fabricante”, dicen en Philip Morris.

Richard Daynard, viejo enemigo de la industria, define como espurios a casi todos sus alegatos. También cuestiona a los jueces que, en varios casos, denegaban la inclusión en autos de documentos incriminatorios, con la excusa de no ser relevantes para establecer si fumar le había ocasionado cáncer a determinada persona. En otras demandas, los jurados admitían que las tabacaleras habían actuado mal, pero no podían ser responsables de decisiones individuales en cuanto a fumar o no- “Claro –presume Daynard- ¿cómo demostrar que fueron comprados?”

En la nueva causa, no será preciso establecer esas asociaciones, porque se centra totalmente en la conducta de las empresas, no de terceras partes. Esos documentos descartados por ciertos jueces serán presentados al tribunal no habrá jurado que apretar o sobornar.

A su vez, la industria argumenta que las actuales restricciones tornan casi imposibles las transgresiones en el futuro. El repertorio incluye veda a la comercialización entre jóvenes, la mayor parte de la publicidad al aire libre, el pago por mostrar la marca en esecnas de cine o TV y en ropa o similares.

Daynard no lo ve así. “El arreglo de 1998 realmente no les ha puesto muchos límites a firmas con tan larga historia de infracciones y maniobras elusivas”. Pero la cuestión de “desembuchar US$ 280.000 millones es tal vez el mayor reto. Especialmente porque el término ‘disgorge’ no aparece en el estatuto RICO y debió preferirse desembolsar”.

No obstante, en 1995 un tribunal de alzada dictaminó que “desembuchar ganancias podría impedir o restringir futuros fraudes. Pero limitándose a ganancias mal habidas que estén empleándose para promover conductas ilícitas”. Eso significa que Justicia debe aportar pruebas de que esos US$ 280.000 millones fueron mal habidos.

Las compañías alegan que el gobierno no ha intentado discriminar entre utilidades bien y mal habidas, El reclamo federal se basa en una estimación, según la cual las tabacaleras ganaron US$ 75.000 millones entre 1971 y 2000 (treinta años) vendiendo cigarrillos a gente que fumaba no menos de cinco por día al cumplir 21 años. Ese segmento de población se define como “adictos tempranos”.

En este punto, un asesor de RJ Reynolds opone: “El gobierno afirma que, si alguien empieza a fumar antes de los 21, la culpa es exclusive de la industria. Sus cálculos omiten, de paso, los miles de millones abonados en impuestos y dividendos. Si las ganancias fueron mal habidas ¿qué decir de lo que percibió el fisco sobre ellas?”

Ateniéndose a ese tipo de razones, Wall Street cree que el caso se vendrá abajo; sea en primera, sea en segunda instancia. Esto explica por qué el mercado no se asustó al anunciarse el juicio, pese al cataclismo que entrañaría si el litigio llegase a la Corte Suprema.

Para activistas antitabaco como Daynard, el desenlace no es tan importante como el mero hecho de que esas poderosas empresas protagonicen un caso de semejantes alcances políticos y sociales. “Sea cual fuere el resultados, habrá puesto en evidencia el comportamientos de ese negocio durante más de cincuenta años”

Ahora bien ¿por qué un gobierno republicano, tradicional aliado de las tabacaleras y otros grupos fuertes, les entabla pleito por US$ 280.000 millones? El asunto comenzó en 1998, al negociarse aquel arreglo general básico entre las empresas y los cincuenta estados de la Unión. Éstos intentaban resarcirse de los gastos en la atención de fumadores enfermos cubiertos por Medicaid, el programa de asistencia a gente de menores recursos.

Ya por entonces, el gobierno demócrata no estaba convencido de seguir el ejemplo de los estados. Janet Reno, secretaria de Justicia de turno, señaló ante el Congreso (1997) que no veía asideros para una demanda federal separada. Pero, en enero de 1999, el presidente William J.Clinton anunció que la fiscalía general litigaría contra las tabacaleras.

La juez Kessler, sorteada para manejar la causa, desechó en 2000
los elementos relativos al reembolso de costos médicos, aunque permitiendo proceder según el estatuto RICO. Al asumir George W.Bush, se daba por hecho que la demanda sería archivada. El presidente había apoyado a las compañías durante la campaña y el flamante titular de Justicia, John Ashcroft, fue uno de los senadores que habían intentado bloquear el arreglo de 1998.

A los seis meses de gobierno, Ashcroft nombró un equipo de abogados para buscar un arreglo. Pero no se llegó a acuerdo, en apariencia porque la industria pedía demasiado, aun para la nueva administración. Tan persuadida estaba de su influencia, que apostaba a una anulación de las actuaciones. Pero Kesller había rechazado una serie de solicitudes del sector, ya antes del plantearse el juicio.

Hoy, les queda a las compañías una sola esperanza: la apelación interpuesta ante un tribunal de segunda instancia para pasar por encima de Kessler, arguyendo que los US$ 280.000 millones son una barbaridad. Pero el recurso recién se verá en noviembre, dos meses después de iniciados el proceso que busca dejar sin efecto.

Las cabezas de American Tobacco, Benson & Hedges, Philip Morris, Liggett & Myers y US Tobacco iniciaron una larga, persistente campaña para convencer al público de que sus productos no presentaban riesgos cancerígenos. Pero también “estuvieron cincuenta años conspirando para defraudar a los consumidores negando los peligros de fumar activa y pasivamente. Hasta encontraron –sostiene una demanda del departamento federal de Justicia- científicos dispuestos a confundir las cosas o manipular niveles de nicotina para mantener la adicción”.

Todo eso y algo más tratarán de probar los fiscales durante un juicio que se inicia el 21 de septiembre. Las declaraciones de los testigos presentados por el estado serán publicadas desde el lunes siguiente, en lo que será la mayor ofensiva judicial jamás encarada por un gobierno contra una industria legal.

En esencia, esto será similar a demandas presentadas por los estados de la Unión, acciones colectivas e individuales. Pero su trascendencia será mucho más amplia. De una parte, Justicia –usando documentos incriminatorios filtrados desde las empresas, descubiertos en casos anteriores o localizados por los investigadores – estuvo cinco años armando el juicio de mayor envergadura en la historia del sector. De la otra, los recursos de las empresas se combinarán con hordas de abogados estelares y no siempre escrupulosos.

El gobierno sostiene que los acusados debieran desembuchar (“disgorge”) US$ 280.000 millones en “ganancias mal habidas”, más que suficiente para llevar la industria a la bancarrota. Pero deberá probar –ante una sola juez, Gladys Kessler, no un jurado- que las compañías fueron culpables de fraude en el pasado y volverían a serlo en el futuro. Justicia también deberá justificar el monto exigido.

Otro factor que singulariza a esta causa es que el gobierno la plantea en términos de la ley contra organizaciones corruptas e influidas por estafadores (“racketeer-influenced and corrupt organizations”, RICO, 1970). “El cargo fundamental es que la industria tabacalera norteamericana es esencialmente un emprendimiento ilícito, como la Mafia”, señala Martín Feldman (Merrill Lynch).

Las empresas replican que las restricciones a la comercialización y la publicidad planteadas en la misma demanda doblan las impuestas en el arreglo general básico de 1998. Entonces, las compañías aceptaron pagar US$ 246.000 en el curso de 25 años a los cincuenta estados de la Unión, limitar publicidad y auspicios, etc.

Hoy son seis los grupos en el banquillo: Philip Morris (grupo Altria, primero en el país), RJ Reynolds (segundo), Brown & Williamson (tercero), Lorillard (Loews Corporation) Ligget&Myers (Vector Group) y British American Tobacco, división de su homónima británica. Las dos entidades creadas por el “lobby” sectorial ya no existen, pero figuran en la demanda.

Los cargos son pesados:
● Los fabricantes de cigarrillos llevan cincuenta años engañando o defraudando al público estadounidense.
● En combinación con el Tobacco Institute y el Council for Tobacco Research, ambos ya cerrados, se hicieron campañas negando los daños que produce fumar.
● Las acusadas, vía el CTR, pagaron a científicos para generar información creando dudas sobre los efectos cancerígenos del cigarrillo, aun reconociéndolos internamente.
● Decidieron colectivamente no desarrollar ni poner en plaza cigarrillos “más seguros”
● Encararon esfuerzos conjuntos para negar o distorsionar con intenciones dolosas los daños causados a fumadores pasivos.
● Manipularon proporciones de nicotina en los productos para generar y sostener la adicción a la droga entre los consumidores, al mismo tiempo negando que la nicotina fuese adictiva.
● Promovieron supuestas ventajas de los cigarrillos “livianos” o con menos alquitrán, sabiendo que no son menos dañinos que los comunes.
● Intencionalmente, inducían al consumo a jóvenes bajo la edad mínima para fumar. Siguen haciéndolo y siguen negándolo.
● Las empresas destruyeron u ocultaron documentos y evidencias en torno de esas actividades.

Entre sus argumentos claves, la industria alegará que, desde 1966, los atados llevan una advertencia sobre riesgos de fumar, por mandato federal. “¿Cómo podrían las compañías engatusar a nadie?”, pregunta un abogado de Philip Morris.

Otro punto que tocarán los letrados son las transformaciones del sector en esos cincuenta años y el grado actual de competencia que –afirman- tornan inconsistente la idea de una confabulación. Así, PM ha pasado del quinto al primer puesto en EE.UU. American Tobacco perdió el liderazgo y fue absorbida por British American Tobacco. Brown & Williamson acaba de fusionarse con RJ Reynolds. En cuanto al CTR y el instituto, fueron disueltos a raíz del arreglo de 1998.

Además, se desarrollaron cigarrillos de menor riesgo. RJR lanzó “Premier” en 1988 y “Eclipse” en 1994, pero no tuvieron aceptación. Por supuesto, la industria no aclara que las marcas populares o líderes nunca fueron modificadas ni que tampoco se promovieron seriamente las mejoradas. “Los cigarrillos con menos alquitrán fueron alentados por el gobierno –señalan las compañías- y él, no nosotros, los presentó como más seguros”.

Por supuesto, el sector podría subrayar los antiguos vínculos entre las empresas, el gobierno, el Congreso y los dirigentes políticos. También podría recordar los miles de millones en impuestos. “El fisco gana más al venderse un atado que la fabricante”, dicen en Philip Morris.

Richard Daynard, viejo enemigo de la industria, define como espurios a casi todos sus alegatos. También cuestiona a los jueces que, en varios casos, denegaban la inclusión en autos de documentos incriminatorios, con la excusa de no ser relevantes para establecer si fumar le había ocasionado cáncer a determinada persona. En otras demandas, los jurados admitían que las tabacaleras habían actuado mal, pero no podían ser responsables de decisiones individuales en cuanto a fumar o no- “Claro –presume Daynard- ¿cómo demostrar que fueron comprados?”

En la nueva causa, no será preciso establecer esas asociaciones, porque se centra totalmente en la conducta de las empresas, no de terceras partes. Esos documentos descartados por ciertos jueces serán presentados al tribunal no habrá jurado que apretar o sobornar.

A su vez, la industria argumenta que las actuales restricciones tornan casi imposibles las transgresiones en el futuro. El repertorio incluye veda a la comercialización entre jóvenes, la mayor parte de la publicidad al aire libre, el pago por mostrar la marca en esecnas de cine o TV y en ropa o similares.

Daynard no lo ve así. “El arreglo de 1998 realmente no les ha puesto muchos límites a firmas con tan larga historia de infracciones y maniobras elusivas”. Pero la cuestión de “desembuchar US$ 280.000 millones es tal vez el mayor reto. Especialmente porque el término ‘disgorge’ no aparece en el estatuto RICO y debió preferirse desembolsar”.

No obstante, en 1995 un tribunal de alzada dictaminó que “desembuchar ganancias podría impedir o restringir futuros fraudes. Pero limitándose a ganancias mal habidas que estén empleándose para promover conductas ilícitas”. Eso significa que Justicia debe aportar pruebas de que esos US$ 280.000 millones fueron mal habidos.

Las compañías alegan que el gobierno no ha intentado discriminar entre utilidades bien y mal habidas, El reclamo federal se basa en una estimación, según la cual las tabacaleras ganaron US$ 75.000 millones entre 1971 y 2000 (treinta años) vendiendo cigarrillos a gente que fumaba no menos de cinco por día al cumplir 21 años. Ese segmento de población se define como “adictos tempranos”.

En este punto, un asesor de RJ Reynolds opone: “El gobierno afirma que, si alguien empieza a fumar antes de los 21, la culpa es exclusive de la industria. Sus cálculos omiten, de paso, los miles de millones abonados en impuestos y dividendos. Si las ganancias fueron mal habidas ¿qué decir de lo que percibió el fisco sobre ellas?”

Ateniéndose a ese tipo de razones, Wall Street cree que el caso se vendrá abajo; sea en primera, sea en segunda instancia. Esto explica por qué el mercado no se asustó al anunciarse el juicio, pese al cataclismo que entrañaría si el litigio llegase a la Corte Suprema.

Para activistas antitabaco como Daynard, el desenlace no es tan importante como el mero hecho de que esas poderosas empresas protagonicen un caso de semejantes alcances políticos y sociales. “Sea cual fuere el resultados, habrá puesto en evidencia el comportamientos de ese negocio durante más de cincuenta años”

Ahora bien ¿por qué un gobierno republicano, tradicional aliado de las tabacaleras y otros grupos fuertes, les entabla pleito por US$ 280.000 millones? El asunto comenzó en 1998, al negociarse aquel arreglo general básico entre las empresas y los cincuenta estados de la Unión. Éstos intentaban resarcirse de los gastos en la atención de fumadores enfermos cubiertos por Medicaid, el programa de asistencia a gente de menores recursos.

Ya por entonces, el gobierno demócrata no estaba convencido de seguir el ejemplo de los estados. Janet Reno, secretaria de Justicia de turno, señaló ante el Congreso (1997) que no veía asideros para una demanda federal separada. Pero, en enero de 1999, el presidente William J.Clinton anunció que la fiscalía general litigaría contra las tabacaleras.

La juez Kessler, sorteada para manejar la causa, desechó en 2000
los elementos relativos al reembolso de costos médicos, aunque permitiendo proceder según el estatuto RICO. Al asumir George W.Bush, se daba por hecho que la demanda sería archivada. El presidente había apoyado a las compañías durante la campaña y el flamante titular de Justicia, John Ashcroft, fue uno de los senadores que habían intentado bloquear el arreglo de 1998.

A los seis meses de gobierno, Ashcroft nombró un equipo de abogados para buscar un arreglo. Pero no se llegó a acuerdo, en apariencia porque la industria pedía demasiado, aun para la nueva administración. Tan persuadida estaba de su influencia, que apostaba a una anulación de las actuaciones. Pero Kesller había rechazado una serie de solicitudes del sector, ya antes del plantearse el juicio.

Hoy, les queda a las compañías una sola esperanza: la apelación interpuesta ante un tribunal de segunda instancia para pasar por encima de Kessler, arguyendo que los US$ 280.000 millones son una barbaridad. Pero el recurso recién se verá en noviembre, dos meses después de iniciados el proceso que busca dejar sin efecto.

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