Detroit ya no puede esperar que Washington salga al rescate

Crudos en récords nominales. Nafta cara. Las marcas norteamericanas pierden participación de mercado a manos de las orientales. General Motors, segunda automotriz del mundo, arriesga la bancarrota. Todo eso suena familiar...

19 abril, 2006

Hace algo más de una generación, Chrysler también estaba al borde de la quiebra, arrinconada por bajas ventas, exceso de personal y endeudamiento financiero. Hoy, GM y Ford –ésta encara otra restructuración parcial de mandos- vacilan ante gastos presuntamente insoportables de atención médica al personal y los jubilados. En realidad, el problema es que el público no compra sus anacrónicos utilitarios deportivos ni otros modelos, mientras rivales japoneses y surcoreanos ganan terreno en la América anglosajona. Ahora, la más expuesta a una convocatoria es GM.

Entretanto, ningún analista cree que el drama en Detroit tenga un desenlace como el de hace 27 años. A fines de los 70, en efecto, las automotrices eran consideradas demasiado grandes y estratégicas como para dejarlas caer. Por entonces, Washington no sólo impuso barreras tarifarias a la importación de vehículos japoneses; además, armó el salvataje de Chrysler emitiendo bonos con respaldo federal para detener un colapso que habría provocado una amplia ola de despidos.

A la inversa, el actual gobierno –tan dispuesto a derrochar plata en frustráneas aventuras bélicas- no muestra gran inquietud al respecto. Eso refleja la paulatina pérdida de influencia política, social y económica de la industria, sus empresas y sindicatos. También ha cambiado el perfil sectorial. En el pasado, las “tres grandes” eran sinónimo de industria nacional y tenían preminencia internacional. Ahora, Toyota –nueva líder global-, Nissan, Daewoo y otras venden cada vez más en Estados Unidos-Canadá, dando trabajo a cientos de miles.

En el clima actual, cualquier gobierno se resistiría a salvar apenas una compañía en un sector tan heterogéneo, donde aquel trío es apenas un jugador más. Por otra parte, ayudar a ineficientes –cuyo marketing está pasado de moda- no parece una sana estrategia de largo plazo.

Mientras Chrysler se tambaleaba en 1979, el presidente James Carter y un congreso controlado por demócratas organizaron un rescate que incluía US$ 1.500 millones en garantías crediticias federales. Más un paquete de facilidades por varios miles de millones, aportado por otros sectores interesados –sindicatos y bancos inclusive- en la sobrevivencia de la eterna número tres. No querían que se repitiese la lenta agonía de la antigua número 4, American Motors.

Ese gobierno también aplicó un gravamen de 25% “ad valorem” sobre la importación de camionetas japonesas. La medida generó barreras que, con los años, permitieron que Detroit fabricase y vendiese lo que serían lujosos utilitarios deportivos. Vale decir, el mismo segmento donde, hoy, los orientales desalojan a la industria nacional y ponen en duda el futuro de GM, para empezar.

El esquema proteccionista era compartido por los republicanos y, por ende, se mantuvo durante los años 80. Al asumir en 1981, lo primero que hizo Ronald Reagan fue presionar a Japón para aceptar restricciones “voluntarias” a la exportación de automotores hacia Estados Unidos. Eso no impidió que Chrysler acabase cayendo en manos alemanas, para no sucumbir a una crisis ulterior.

Naturalmente, las presentes dificultades de Detroit son mucho mayores. GM perdió US$ 10.600 millones en 2005. El creciente precio de la nafta fue alejando al público de los enormes utilitarios deportivos de lujo, segmento donde avanzan vehículos orientales similares, pero de menor consumo por kilómetro. Eso agravó problemas estructurales, bastante exagerados por ejecutivos y analistas bursátiles, ligados a planes de jubilación y asistencia médica.

En diciembre, la compañía anunció que eliminaría 30.000 empleos y cerraría doce plantas, entre 2006 y 2008. En marzo, propuso a United Auto Workers un rescate paulatino de planes que cubren 113.000 trabajadores, número que llega a 140.000 incluyendo Delphi. La deuda de la firma fue degradaba a chatarra por dos calificadores, igual que en el caso de Ford. Delphi, la mayor fabricante norteamericana de autopartes, se halla en concurso y su terquedad salarial (quiere echar casi dos tercios del personal) la pone al borde de un paro, que dejaría a GM sin insumos vitales.

Pese a tan larga lista de padecimientos, ni la Casa Blanca ni el Capitolio piensan en salvatajes. “Una crisis generalizada tal vez esté más cerca de cuanto suponemos, pero no ocurrirá lo de 1979”, admite el senador Richard Lugar (republicano, Indiana), quien, junto con su entonces colega demócrata Paul Tsongas (Massachusetts), concibió la legislación responsable por el rescate de Chrysler.

En enero, George W.Bush sugirió a las empresas “resolver sus problemas fabricando autos atractivos para el público”. Aludiendo al salvataje de 1979, subrayó: “Espero que no me pidan adoptar decisiones de ese tipo”. El cambio de actitud en Washington es comprensible: en los 70, la economía marchaba a una recesión y el sector automotor era uno de los básicos. Ahora, “pesa mucho menos y no parece clave”, señala Robert Barbera, que trabajó con Tsongas en la operación Chrysler.

El aporte automotor al producto bruto interno alcanza a apenas 3,2%. En 1979, la industria de vehículos y partes empleaba 1,4% de la fuerza laboral íntegra en el sector privado, contra menos de 1% en 2005. Por supuesto, GM insiste en que no busca un salvataje federal directo, pero sí formas indirectas de asistencia. Por ejemplo, flexibilidad laboral, eliminación de convenios colectivos “anacrónicos” –al menos sobre mano de obra sin antigüedad- y transferencia en parte de gastos médicos al gobierno (cosa difícil en un país donde no existe el hospital público y la medicina se ejerce como negocio).

Por lo demás, las empresas se quejan amargamente de Tokio y lo responsabilizan por el yen artificialmente bajo. Algo de razón tienen: durante la crisis Chrysler de 1979, el dólar no subía de ¥ 85/90 y, hoy, el Banco del Japón compra dólares cuando éstos bajan de 115 (en los 90, hubo picos de ¥ 150).

En el aspecto laboral, Toyota y otras firmas orientales han abierto fábricas en zonas de EE.UU. donde no rigen convenios colectivos con UAW. Al mismo tiempo, eso significa que Detroit ya no monopoliza la industria: más de un tercio de la producción reside en otras partes del país. Encima de todo eso, japoneses y surcoreanos venden muy bien y su participación en el mercado norteamericano alcanzó 37% en 2005. Aparte, Chrysler goza hoy de mejor salud de FM o Ford, precisamente porque en 1998 la compró la alemana Daimler-Benz.

Aun si Washington quisiese encabezar un salvataje en Detroit, no contaría con recursos financieros suficientes. El rescate total de Chrysler en 1979 sumó unos US$ 5.000 millones, que hoy serían 15.000 millones en dólares corrientes, de los cuales el gobierno garantía créditos por un sexto. A fines de 2005, las obligaciones de GM sin cubertura financiera totalizaban US$ 62.000 millones y 33.000 millones las de Ford.

Hace algo más de una generación, Chrysler también estaba al borde de la quiebra, arrinconada por bajas ventas, exceso de personal y endeudamiento financiero. Hoy, GM y Ford –ésta encara otra restructuración parcial de mandos- vacilan ante gastos presuntamente insoportables de atención médica al personal y los jubilados. En realidad, el problema es que el público no compra sus anacrónicos utilitarios deportivos ni otros modelos, mientras rivales japoneses y surcoreanos ganan terreno en la América anglosajona. Ahora, la más expuesta a una convocatoria es GM.

Entretanto, ningún analista cree que el drama en Detroit tenga un desenlace como el de hace 27 años. A fines de los 70, en efecto, las automotrices eran consideradas demasiado grandes y estratégicas como para dejarlas caer. Por entonces, Washington no sólo impuso barreras tarifarias a la importación de vehículos japoneses; además, armó el salvataje de Chrysler emitiendo bonos con respaldo federal para detener un colapso que habría provocado una amplia ola de despidos.

A la inversa, el actual gobierno –tan dispuesto a derrochar plata en frustráneas aventuras bélicas- no muestra gran inquietud al respecto. Eso refleja la paulatina pérdida de influencia política, social y económica de la industria, sus empresas y sindicatos. También ha cambiado el perfil sectorial. En el pasado, las “tres grandes” eran sinónimo de industria nacional y tenían preminencia internacional. Ahora, Toyota –nueva líder global-, Nissan, Daewoo y otras venden cada vez más en Estados Unidos-Canadá, dando trabajo a cientos de miles.

En el clima actual, cualquier gobierno se resistiría a salvar apenas una compañía en un sector tan heterogéneo, donde aquel trío es apenas un jugador más. Por otra parte, ayudar a ineficientes –cuyo marketing está pasado de moda- no parece una sana estrategia de largo plazo.

Mientras Chrysler se tambaleaba en 1979, el presidente James Carter y un congreso controlado por demócratas organizaron un rescate que incluía US$ 1.500 millones en garantías crediticias federales. Más un paquete de facilidades por varios miles de millones, aportado por otros sectores interesados –sindicatos y bancos inclusive- en la sobrevivencia de la eterna número tres. No querían que se repitiese la lenta agonía de la antigua número 4, American Motors.

Ese gobierno también aplicó un gravamen de 25% “ad valorem” sobre la importación de camionetas japonesas. La medida generó barreras que, con los años, permitieron que Detroit fabricase y vendiese lo que serían lujosos utilitarios deportivos. Vale decir, el mismo segmento donde, hoy, los orientales desalojan a la industria nacional y ponen en duda el futuro de GM, para empezar.

El esquema proteccionista era compartido por los republicanos y, por ende, se mantuvo durante los años 80. Al asumir en 1981, lo primero que hizo Ronald Reagan fue presionar a Japón para aceptar restricciones “voluntarias” a la exportación de automotores hacia Estados Unidos. Eso no impidió que Chrysler acabase cayendo en manos alemanas, para no sucumbir a una crisis ulterior.

Naturalmente, las presentes dificultades de Detroit son mucho mayores. GM perdió US$ 10.600 millones en 2005. El creciente precio de la nafta fue alejando al público de los enormes utilitarios deportivos de lujo, segmento donde avanzan vehículos orientales similares, pero de menor consumo por kilómetro. Eso agravó problemas estructurales, bastante exagerados por ejecutivos y analistas bursátiles, ligados a planes de jubilación y asistencia médica.

En diciembre, la compañía anunció que eliminaría 30.000 empleos y cerraría doce plantas, entre 2006 y 2008. En marzo, propuso a United Auto Workers un rescate paulatino de planes que cubren 113.000 trabajadores, número que llega a 140.000 incluyendo Delphi. La deuda de la firma fue degradaba a chatarra por dos calificadores, igual que en el caso de Ford. Delphi, la mayor fabricante norteamericana de autopartes, se halla en concurso y su terquedad salarial (quiere echar casi dos tercios del personal) la pone al borde de un paro, que dejaría a GM sin insumos vitales.

Pese a tan larga lista de padecimientos, ni la Casa Blanca ni el Capitolio piensan en salvatajes. “Una crisis generalizada tal vez esté más cerca de cuanto suponemos, pero no ocurrirá lo de 1979”, admite el senador Richard Lugar (republicano, Indiana), quien, junto con su entonces colega demócrata Paul Tsongas (Massachusetts), concibió la legislación responsable por el rescate de Chrysler.

En enero, George W.Bush sugirió a las empresas “resolver sus problemas fabricando autos atractivos para el público”. Aludiendo al salvataje de 1979, subrayó: “Espero que no me pidan adoptar decisiones de ese tipo”. El cambio de actitud en Washington es comprensible: en los 70, la economía marchaba a una recesión y el sector automotor era uno de los básicos. Ahora, “pesa mucho menos y no parece clave”, señala Robert Barbera, que trabajó con Tsongas en la operación Chrysler.

El aporte automotor al producto bruto interno alcanza a apenas 3,2%. En 1979, la industria de vehículos y partes empleaba 1,4% de la fuerza laboral íntegra en el sector privado, contra menos de 1% en 2005. Por supuesto, GM insiste en que no busca un salvataje federal directo, pero sí formas indirectas de asistencia. Por ejemplo, flexibilidad laboral, eliminación de convenios colectivos “anacrónicos” –al menos sobre mano de obra sin antigüedad- y transferencia en parte de gastos médicos al gobierno (cosa difícil en un país donde no existe el hospital público y la medicina se ejerce como negocio).

Por lo demás, las empresas se quejan amargamente de Tokio y lo responsabilizan por el yen artificialmente bajo. Algo de razón tienen: durante la crisis Chrysler de 1979, el dólar no subía de ¥ 85/90 y, hoy, el Banco del Japón compra dólares cuando éstos bajan de 115 (en los 90, hubo picos de ¥ 150).

En el aspecto laboral, Toyota y otras firmas orientales han abierto fábricas en zonas de EE.UU. donde no rigen convenios colectivos con UAW. Al mismo tiempo, eso significa que Detroit ya no monopoliza la industria: más de un tercio de la producción reside en otras partes del país. Encima de todo eso, japoneses y surcoreanos venden muy bien y su participación en el mercado norteamericano alcanzó 37% en 2005. Aparte, Chrysler goza hoy de mejor salud de FM o Ford, precisamente porque en 1998 la compró la alemana Daimler-Benz.

Aun si Washington quisiese encabezar un salvataje en Detroit, no contaría con recursos financieros suficientes. El rescate total de Chrysler en 1979 sumó unos US$ 5.000 millones, que hoy serían 15.000 millones en dólares corrientes, de los cuales el gobierno garantía créditos por un sexto. A fines de 2005, las obligaciones de GM sin cubertura financiera totalizaban US$ 62.000 millones y 33.000 millones las de Ford.

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