Por Pascual Albanese (*)
El ascenso al primer puesto de Sergio Massa y el consiguiente desplazamiento de Javier Milei provocó una modificación sustancial en el escenario. Hasta ese momento, el candidato libertario era el favorito en el balotaje. Después, el orden de probabilidades pareció invertirse. La opinión pública y los factores de poder focalizaron entonces su mirada en Massa, cuya chance era juzgada hasta entonces entre escasa y nula.
Pero, paradójicamente, en un principio el centro de la atención no estuvo puesto en los movimientos de los dos contendientes del balotaje sino en el estallido de Juntos por el Cambio, una construcción política que en menos de 72 horas quedó virtualmente disuelta. La rápida movida de Mauricio Macri, que disparó el respaldo de Patricia Bullrich a la candidatura de Milei, precipitó el colapso de la coalición opositora forjada en 2015 para derrotar al kirchnerismo, una alianza que había gobernado la Argentina durante los cuatro años subsiguientes, ganado luego las elecciones legislativas de 2021 y hasta hace tres meses era visualizada como la triunfadora natural en la competencia presidencial, hasta el punto que antes de la compulsa primaria del 13 de agosto la disputa entre Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta era visualizada por gran parte del denominado “círculo rojo” como la verdadera elección presidencial.
La convergencia entre Milei y Macri para enfrentar a Massa en la segunda vuelta constituía un secreto a voces, así como sus previsibles consecuencias corrosivas en Juntos por el Cambio. Pero una cosa son las presunciones y otras los hechos. La formalización del acuerdo provocó de inmediato cuatro respuestas, simultáneas y convergentes, provenientes del propio seno del PRO, del radicalismo, de la Coalición Cívica que lidera Elisa Carrió y del Encuentro Federal Republicano comandado por Miguel Angel Pichetto.
En el PRO quedó institucionalizado el enfrentamiento entre “halcones” y “palomas” que ya habían competido en las elecciones primarias de agosto. Rodríguez Larreta, derrotado entonces en las urnas por Bullrich, reivindicó su postura “centrista” y rehusó encolumnarse detrás de Milei. Esa postura minoritaria fue compartida empero por algunos otros dirigentes, entre ellos Rogelio Frigerio, flamante gobernador de Entre Ríos, convertido en una estrella ascendente en el oscurecido firmamento “amarillo”.
En el radicalismo, salvo el mendocino Luis Petri, compañero de fórmula de Bullrich, y algunas otras figuras respetables pero sin relevancia partidaria, hubo un rechazo muy fuerte a la decisión de Macri. Esa coincidencia estuvo matizada por ciertas expresiones contemporizadoras y otras mucho más beligerantes, manifestadas por el gobernador jujeño Gerardo Morales y el dirigente porteño Emiliano Yacobitti, vicerrector de la Universidad de Buenos Aires.
Simultáneamente, tanto Carrió como Pichetto, los socios menores de la coalición, salieron a la palestra para proclamar su “neutralidad” en la puja entre Massa y Milei. En definitiva, tres de los cuatro integrantes originarios de Juntos por el Cambio se opusieron a la postura de Macri y el restante, o sea el PRO, no se pronunció oficialmente, para evitar una fractura.
Los diez gobernadores de Juntos por el Cambio emitieron una declaración conjunta en la que anunciaron también no tomar oficialmente partido en la segunda vuelta. Esa coincidencia de criterio explica por qué Macri y Bullrich prefirieron avanzar con la política los hechos consumados, sin esperar un pronunciamiento institucional del PRO ni menos todavía de Juntos por el Cambio, ya que sabían no podrían contar con el consenso del conjunto de la coalición.
Macri y Bullrich consideran que, puesta ante esta situación adversa, la gran mayoría del electorado que en octubre respaldó en las urnas al binomio de Juntos por el Cambio preferirá en noviembre votar a Milei como “mal menor” para evitar un triunfo de Massa. Según estos cálculos, ratificados por la mayoría de las encuestas, la definición del balotaje quedaría signada por una enorme incertidumbre. Ninguno de los dos competidores estaría en condiciones ganar por más de cinco puntos porcentuales de diferencia. Si Milei gana. abriría el camino hacia un gobierno de coalición de centro-derecha. Si pierde, conduciría a la construcción de una nueva oposición de centro-derecha, que a la larga seguramente intentaría liderar Macri.
La desarticulación de Juntos por el Cambio tuvo como una consecuencia inmediata y natural que la disputa por sus restos pasara a convertirse en el epicentro de la estrategia política de los dos contendientes del balotaje. Milei dio el primer paso, a través de su acuerdo con Macri. Massa intentó capitalizar el descontento provocado por ese entendimiento para avanzar en su propuesta de un “gobierno de unidad nacional”, una alternativa con la que trata de compensar el lastre que representa para la captación del electorado opositor el peso negativo del “kirchnerismo”.
A tal efecto, Massa cuenta con el hándicap que le otorga sus antiguas relaciones personales con Rodríguez Larreta y con Morales. Con el alcalde porteño lo unen veinticinco años de amistad ininterrumpida, iniciada en 1998 durante la participación de ambos como funcionarios de Ramón “Palito” Ortega del Ministerio de Desarrollo Social en las postrimerías del gobierno de Carlos Menem. Con Morales existe un vínculo forjado en Jujuy que hizo que el Frente Renovador formara parte de la alianza política gobernante en la provincia. No está de más recordar que en la convención radicalismo celebrada en Gualeguaychú en marzo de 2015, la línea de Morales propuso, sin éxito, que el Frente Renovador integrase junto al PRO y a la Coalición Cívica la alianza opositora que con el nombre de Cambiemos ganó las elecciones presidenciales de ese año y las legislativas de 2017.
Pero el diálogo de Massa con la UCR no está centrado exclusivamente en Morales. Durante su paso por la presidencia de la Cámara de Diputados, el actual Ministro de Economía abrió un amplio espectro de negociaciones. Entre sus interlocutores incluyó preferentemente a Yacobitti, en su doble condición de referente político nacional del radicalismo en el terreno universitario y de figura central en la conducción de la UCR porteña.
Por su estilo y sus características personales, Yacobitti es frecuentemente visualizado en el radicalismo como el sucesor potencial de Enrique “Coti” Nosiglia. Por ese motivo, no puede extrañar la velocidad con que Massa promovió el desistimiento de Leandro Santoro para la segunda vuelta electoral en la ciudad de Buenos Aires. De ese modo, al eliminar la cuestión local porteña en la elección del 19 de noviembre, que hubiera obligado al radicalismo a cerrar filas con Jorge Macri, abrió un espacio al apoyo del aparato partidario de la UCR en el balotaje.
El radicalismo retorna al escenario como un actor político autónomo. Fortalecido territorialmente por sus recientes triunfos en las elecciones de gobernador en Santa Fe y Chaco, que les otorgó el gobierno en cinco provincias, y emancipado de la tutela de Macri, encontró una oportunidad propicia para ganar presencia con el aniversario de las elecciones del 30 de octubre de 1983, asociadas en esta ocasión a la conmemoración del 40° aniversario de la restauración de la democracia en una azarosa coincidencia cronológica inteligentemente capitalizada por Massa cuando, emulando a Raúl Alfonsín, recitó el preámbulo de la Constitución Nacional desde los balcones de la Casa de Gobierno de Tucumán,.
En esa construcción de un “polo anti-Milei”, tejido bajo la advocación de un “gobierno de unidad nacional”, que en los planes de Massa abarcaría desde Horacio Rodríguez Larreta y a un importante sector del radicalismo hasta el peronismo cordobés (revalorizado políticamente por la excelente elección del gobernador Juan Schiaretti) y el socialismo santafecino, y sumó ahora a figuras del peronismo “no K”, como Juan Manuel Urtubey, Natalia De la Sota y Graciela Camaño, juega un papel relevante Roberto Lavagna, institucionalizado como un punto de referencia económica y una garantía de “moderación política”. Ese nuevo protagonismo de Lavagna es visto con beneplácito por las actuales conducciones de la Unión Industrial Argentina y de la CGT.
Pero la reconocida ductilidad política de Massa lo llevó a reunirse también con Carlos Melconian, el frustrado candidato a Ministro de Economía de Bullrich, mencionado para ocupar un cargo en su eventual gabinete, para el que también es mencionado Martín Redrado, actual Secretario de Asuntos Estratégicos del gobierno de Rodríguez Larreta. Massa anunció también su intención de otorgar a representantes de la oposición la mitad de los cargos en el directorio del Banco Central.
En este contexto, resulta significativo el papel de la Iglesia Católica, cuya activa movilización, implementada principalmente por los “curas villeros”, en especial por el padre Pepe, influyó en el estancamiento electoral de Milei en el conurbano bonaerense y en el crecimiento correlativo de Massa entre las elecciones del 13 de agosto y del 22 de octubre. La exhortación del flamante arzobispo de Buenos Aires, Jorge Ignacio Garcia Cuerva, a “no dejar el evangelio en la puerta del cuarto obscuro” constituyó una señal contundente en ese sentido.
La situación de Milei es un poco más embarazosa. Golpeado en esa aureola triunfalista que lo rodeó después del 13 de agosto, su campaña tropieza también con el obstáculo de que la alianza con Macri, más allá de su obvia importancia electoral, lo obliga a suavizar sus dos ejes básicos de su campaña: la denuncia de la “casta” y la propuesta de “dolarización”. La retórica “libertaria” tendrá que mimetizarse tras el slogan del “cambio”, que es la prenda de unidad de la nueva coalición opositora, en la que el “anti-kirchnerismo” es la consigna sustitutiva del “¡Que se vayan todos!”.
El común denominador es que Massa y Milei compiten fuertemente ahora por la conquista los votos de la franja del electorado independiente “de centro”. Muy significativamente, esa competencia tiende a manifestarse con particular intensidad en Córdoba. Esa circunstancia electoral no es azarosa, sino más bien una casualidad cargada de sentido. Remite a una causa estructural. Porque la implementación de toda estrategia económica demanda una sólida apoyatura política y social. En el caso particular de la Argentina, ese requerimiento torna indispensable una convergencia entre los sectores populares, que tradicionalmente representados políticamente por el peronismo, y la rama productiva tecnológicamente más avanzada e internacionalmente más competitiva de la economía, que es el complejo agroindustrial argentino, uno de los más importantes del mundo, cuyo epicentro geográfico está en Córdoba y en toda la Región Centro. Es lo que Pablo Gerchunoff, un economista radical con sólida formación intelectual y política, sintetizó con la consigna de una “coalición popular exportadora”.
En ese desafío crucial, Massa encuentra una razón y una excusa adicional para diferenciar su imagen del kirchnerismo, a fin de recrear, pero esta vez con el respaldo de la mayoría del peronismo, una nueva y ampliada versión de esa ”avenida del medio” que intentó construir en las elecciones de 2015, con una iniciativa explícitamente orientada a la superación de la “grieta”. Con ese objetivo, el “Massa de hoy” evoca al Massa de entonces, alejado de Cristina Kirchner.
En esa dirección corresponde puntualizar algunas definiciones relevantes. La primera, con fuertes implicancias en materia de política exterior, fue el cuestionamiento a la postura asumida por la Cancillería argentina en el conflicto de la franja de Gaza, unido al compromiso adicional de que su gobierno incluiría a Hamas en el listado de las organizaciones terroristas, un antiguo reclamo de Israel y de la comunidad judía, desatendido por los sucesivos gobiernos.
Más allá del caso puntual, Massa quiso emitir una señal política hacia Occidente y una manifestación de independencia en relación al gobierno que desde hace quince meses integra como figura central desde el Ministerio de Economía. Marcó también una diferencia con la postura asumida por varios presidentes sudamericanos, entre ellos el chileno Gabriel Boric, el boliviano Luis Arce y el colombiano Gustavo Petro.
En un plano muy distinto hubo otra definición importante, de naturaleza conceptual y también de proyección estratégica, rubricada por el decreto que estableció que, a partir del 1° de enero de 2024, los programas sociales en vigencia serán sustituidos progresivamente por programas de inclusión laboral que pasarán a ser administrados por el Ministerio de Trabajo en lugar del Ministerio de Desarrollo Social.
Esta decisión certifica el punto final al modelo asistencialista implantado por el “kirchnerismo”, que convirtió a las medidas coyunturales adoptadas como una respuesta transitoria a la situación de emergencia derivada de la hecatombe económica y social de diciembre de 2001 en una “política de Estado” continuada luego por los sucesivos gobiernos, incluido el de Macri, cuyo resultado fue mantener en la marginalidad social a los sectores que pretendía favorecer.
Mientras Massa busca diferenciarse de Cristina Kirchner, el “Milei de hoy”, en cambio, está obligado a mimetizarse con Macri. Ninguna de estas dos mutaciones asegura la victoria, pero no hacerlas les garantizaría la derrota. Dos contendientes con altos índices de imagen negativa en la opinión pública están forzados a procurar el respaldo de una masa de votantes que cuatro semanas atrás votaron por otros candidatos. Para ello tienden a promover una polarización contra el adversario más que una adhesión a sus propias propuesta de gobierno.
Jean Jaques Rousseau decía que la “voluntad general” es una realidad cualitativamente diferente a la suma de las voluntades individuales de los miembros de un cuerpo social. Todos los estudios de opinión coinciden en señalar el gigantesco y justificado grado de insatisfacción existente en la sociedad argentina y su creciente rechazo al sistema político vigente. Ese sentimiento colectivo, muy bien capitalizado por Milei, se expresó en las urnas el 13 de agosto. Pero el 22 de octubre afloró a la superficie otro factor fundamental, que anida siempre en el subconsciente colectivo, y que es el instinto de supervivencia. Y este segundo factor favoreció a Massa.
Lo cierto es que estas dos cuestiones, absolutamente reales, conviven hoy en la conciencia colectiva de la gran mayoría de los argentinos. En términos de Rousseau, ambas son parte constitutiva de la “voluntad general”. En el apoyo a Milei prevalece la ruptura con un pasado de frustraciones. En el respaldo a Massa la gobernabilidad amenazada por el peligro del caos. Sería tan necio señalar que el voto a Milei ignora la necesidad de asegurar la gobernabilidad de la Argentina como decir que el voto a Massa supone una apuesta al mantenimiento de una situación económica y socialmente insostenible. De allí que Milei tenga que dar garantías de gobernabilidad y Massa señales de ruptura.
Pero más allá incluso del resultado en las urnas, con todas sus enormes implicancias, el 19 de noviembre constituye un hito, muy importante por cierto, dentro de un vasto proceso en marcha de reconfiguración de las fuerzas políticas, derivado del agotamiento del “kirchnerismo”, no por cierto como una corriente política que seguramente sobrevivirá basada en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, a cargo de Axel Kiciloff, sino como una alternativa viable de gobierno para la Argentina.
Ese eclipse, iniciado en 2013 con la victoria de Massa en las elecciones legislativas bonaerenses, seguido en 2015 con la derrota de Daniel Scioli y continuado en 2017 con el triunfo de Juntos por el Cambio en las elecciones de medio término, se había reflejado también en mayo de 2019, cuando a fin de evitar otra derrota Cristina Kirchner resignó su postulación y ungió como candidato a Alberto Fernández, y vuelto a manifestar en la derrota del oficialismo en los comicios legislativos de 2021, se hizo más patético en a partir de julio de 2022 con el fulminante ascenso de Massa al Ministerio de Economía.
La expresión más reciente de ese agotamiento del ciclo “kirchnerista” fue precisamente su apoyo a la candidatura presidencial de Massa y la ausencia en la campaña electoral de Cristina y Máximo Kirchner y de La Cámpora. Quienes tienen que esconderse para ganar una elección no pueden estar en condiciones de gobernar. Pero otra más reciente y muy contundente constatación de ese hecho es el estrepitoso fracaso de la ofensiva política del “kirchnerismo” contra el Poder Judicial, en particular contra la Corte Suprema de Justicia, convertida ahora en un peligroso “boomerang” por las graves revelaciones derivadas de las investigaciones judiciales acerca de una red de espionaje ilegal sobre los magistrados que salpican al Instituto Patria en la persona del diputado Roberto Tailhade, virtual jefe del aparato de inteligencia de Cristina Kirchner, y golpean directamente a la conducción de La Cámpora, ejercida por Máximo Kirchner.
Este proceso de recomposición de fuerzas, propio del comienzo de una nueva etapa histórica, que en principio podríamos definir provisoriamente como el ”post-kirchnerismno”, tuvo su primera expresión el 13 de agosto con el triunfo de Milei en las elecciones primarias, que patentizó la crisis de las dos coaliciones que se turnaron en el poder en los últimos años. Su segunda manifestación fue el 22 de agosto, que determinó la virtual extinción de una de esas dos coaliciones, en este caso de Juntos por el Cambio. La tercera será precisamente el próximo domingo 19, cuando se determinará quién asumirá la responsabilidad del gobierno. Pero habrá luego una cuarta fase, que ocurrirá entre esa segunda vuelta y el 10 de diciembre, en la que se definirán las condiciones en las que ese futuro gobierno asumirá esa misión, y luego, a partir del 10 de diciembre, dará comienzo todavía una quinta etapa, signada por la negociación de los acuerdos necesarios para gobernar en una situación de grave emergencia económico-social y de extrema fragilidad política, graficada (mucho más acentuadamente en el caso de Milei pero también con Massa) en la ausencia de mayoría parlamentaria. Quienes crean que el 19 de noviembre estará todo dicho tendrán que guardar ansiedad para, al menos, otras varias semanas más.
En esta coyuntura electoral signada por una fuerte polarización agudizada por las características propias de un balotaje, suele opacarse el hecho de que en las condiciones de la Argentina de hoy la expresión de la “voluntad general” a la que alude Rousseau, concebida como la voluntad del pueblo, entendido como sujeto histórico y no con el tono superficial con que suele aludirse hablarse de “la gente”, exige como prioridad estratégica la unidad nacional, lo que demanda una construcción política inspirada en la “cultura del encuentro” que predica el Papa Francisco. Juan Bautista Alberdi, el pensador político argentino más grande del siglo XIX, decía “dadme un punto de coincidencia y les daré una Patria”.
Porque ni el cincuenta y poco por ciento de los argentinos que, ya sea por convicción o como opción por el mal menor, elijan al candidato ganador y lo legitimen como el futuro presidente constitucional ni el cuarenta y mucho por ciento que por esas mismas motivaciones lo hagan por el perdedor están en condiciones de imponer unilateralmente su voluntad, ni menos aún de iluminar el camino del porvenir.
Esa “voluntad general” demanda la articulación entre el afianzamiento de la gobernabilidad y la necesidad de cambio. Mao Tse Tung decía que la misión del liderazgo política es ”devolver a las masas con precisión lo que de ellas recibimos con confusión”. De hecho, la necesidad de Massa y Milei de girar hacia el centro para ganar la elección está indicando una hoja de ruta que estará obligado a recorrer quien aspire a gobernar la Argentina.
La crisis argentina exige una reformulación integral del actual sistema de poder político. Esa reformulación exige, en primer lugar, enterrar el pasado como asunto de división política, tal como hizo lúcidamente Perón en 1972, cuando al regresar a la Argentina afirmó que “para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino” y se abrazó con Balbín aquel 19 de noviembre, en un hecho histórico cuyo aniversario este año coincide, tal vez premonitoriamente, con la elección presidencial.
En las actuales circunstancias, tal vez convenga tener en cuenta una sabia máxima de Federico Nietzsche: “El que actúa tiene que olvidar el pasado, de otro modo se vería paralizado por la indecisión. A fin de poder actuar, el hombre de acción debe ser injusto con el pasado y no ver sino su derecho a crear un futuro mejor”. El voto es una acción políticamente trascendente. El domingo 19 nos toca actuar a los argentinos.
(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico.