jueves, 26 de diciembre de 2024

Turquía, un gasoducto y su futuro papel en la Unión Europea

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El espectacular gasoducto bajo el mar Negro no sólo une a Rusia, Ucrania y Turquía. También es un gesto geopolítico dirigido a la Unión Europea, sus reticencias y sus rebrotes de aislacionismo etnocéntrico.

El estallido de violencia social en Francia, sus recidivas en países vecinos y la exaltación de delirantes íconos nacionalistas –Jean-Marie Le Pen- o, simplemente, antimusulmanes (Oriana Fallacci) echa hoy la carga de la prueba sobre la UE. Turquía ya no parece un espantajo islámico.

Por supuesto, los mayores obstáculos a la integración siguen enraizados en ocho siglos de historia. Lejos del Imperio Otomano, disuelto en 1919, la Turquía actual viene derregulando la economía desde los años 80. Hoy, Angora cuenta con una cantidad de empresas eficientes, capaces de competir en el mundo. En tanto, muchos grupos multinacionales son atraídos por una mano de obra relativamente barata pero educada y adiestrada, la cercanía de mercados importantes y la ausencia de grandes trabas regulatorias.

Después de ese gasoducto estratégico, cabe preguntarse si Turquía aún se muere por ingresar en la UE. Si insistiese y lo lograra, sería el socio geopolíticamente mayor: 700.000 km2, más de 70 millones de habitantes. También, el único orgánicamente musulmán.

Si Angora adoptase medidas –no necesariamente las que recomiendan los “ortodoxos” de Bruselas- para desarrollar su potencial, podría generar seis millones de puestos laborales en la década 2006-15 y alcanzar 8% de expansión anual en el PBI. Ello elevaría el PB por habitante a 70% del promedio en la UE de los 25.

La situación actual no es mala, por tratarse de una economía en desarrollo. Gracias a las reformas iniciadas en los 80 y a los acuerdos con la UE, muchas trabas tipo “tercer mundo” ya no existen en Turquía y hay relativamente pocas regulaciones específicas –inclusive en lo laboral- que perturben la competencia.

Pero persisten tres problemas: un vasto sector en negro –rasgo levantino por excelencia-, la inestabilidad tanto política como económica- y los activos propiedad del estado. Juntos, representan 93% de la brecha entre productividad real y potencial.

La Unión Europea no carece de problemas. Se ha expandido de quince a veinticinco miembros y de 380 a 455 millones de habitantes, pero aún no atina a manejarse en sus nuevas dimensiones. Así, la idea de incorporar tres o cuatro candidatos balcánicos parece prematura. Turquía, el principal, es un país musulmán que limita con Siria, Irak, Irán y la borrascosa marquetería caucásica. No obstante, sus nexos económicos europeos datan de 1963 -cuando adhirió a un primer convenio aduanero- y, desde entonces, fueron aumentando las perspectivas de entrar en la hoy UE.

Washington, obviamente, ve en Angora un puente entre Occidente y el Islam, justamente en el peor momento para las relaciones mutuas. La desastrosa ocupación de Irak por los norteamericanos y la de Palestina por los israelíes sugieren no dejar que Turquía siga esperando décadas para entrar en la UE.

Pero dentro de la UE subsisten considerables resistencias. El hugonote Valéry Giscard d’Estaing, ex presidente francés hoy a cargo de supervisar una futura constitución que ha fracasado, cree que “la entrada turca sería el fin de Europa”. ¿Hablaba así sólo por el tradicional chauvinismo galo? Con esa hordas de jóvenes cetrinos y moros arrasando ciudades francesas, muchos europeos temen una invasión en proceso: los inmigrantes musulmanes, sus hijos y nietos.

La noción de la UE como un club de cristianos persiste, especialmente con la papista Polonia adentro o el Vaticano denunciado que la ampliación de la UE “pasa por alto a dios y Varsovia se olvida de Cristo”. Tampoco a los actuales y futuros socios balcánicos Turquía les trae buenos recuerdos.

El estallido de violencia social en Francia, sus recidivas en países vecinos y la exaltación de delirantes íconos nacionalistas –Jean-Marie Le Pen- o, simplemente, antimusulmanes (Oriana Fallacci) echa hoy la carga de la prueba sobre la UE. Turquía ya no parece un espantajo islámico.

Por supuesto, los mayores obstáculos a la integración siguen enraizados en ocho siglos de historia. Lejos del Imperio Otomano, disuelto en 1919, la Turquía actual viene derregulando la economía desde los años 80. Hoy, Angora cuenta con una cantidad de empresas eficientes, capaces de competir en el mundo. En tanto, muchos grupos multinacionales son atraídos por una mano de obra relativamente barata pero educada y adiestrada, la cercanía de mercados importantes y la ausencia de grandes trabas regulatorias.

Después de ese gasoducto estratégico, cabe preguntarse si Turquía aún se muere por ingresar en la UE. Si insistiese y lo lograra, sería el socio geopolíticamente mayor: 700.000 km2, más de 70 millones de habitantes. También, el único orgánicamente musulmán.

Si Angora adoptase medidas –no necesariamente las que recomiendan los “ortodoxos” de Bruselas- para desarrollar su potencial, podría generar seis millones de puestos laborales en la década 2006-15 y alcanzar 8% de expansión anual en el PBI. Ello elevaría el PB por habitante a 70% del promedio en la UE de los 25.

La situación actual no es mala, por tratarse de una economía en desarrollo. Gracias a las reformas iniciadas en los 80 y a los acuerdos con la UE, muchas trabas tipo “tercer mundo” ya no existen en Turquía y hay relativamente pocas regulaciones específicas –inclusive en lo laboral- que perturben la competencia.

Pero persisten tres problemas: un vasto sector en negro –rasgo levantino por excelencia-, la inestabilidad tanto política como económica- y los activos propiedad del estado. Juntos, representan 93% de la brecha entre productividad real y potencial.

La Unión Europea no carece de problemas. Se ha expandido de quince a veinticinco miembros y de 380 a 455 millones de habitantes, pero aún no atina a manejarse en sus nuevas dimensiones. Así, la idea de incorporar tres o cuatro candidatos balcánicos parece prematura. Turquía, el principal, es un país musulmán que limita con Siria, Irak, Irán y la borrascosa marquetería caucásica. No obstante, sus nexos económicos europeos datan de 1963 -cuando adhirió a un primer convenio aduanero- y, desde entonces, fueron aumentando las perspectivas de entrar en la hoy UE.

Washington, obviamente, ve en Angora un puente entre Occidente y el Islam, justamente en el peor momento para las relaciones mutuas. La desastrosa ocupación de Irak por los norteamericanos y la de Palestina por los israelíes sugieren no dejar que Turquía siga esperando décadas para entrar en la UE.

Pero dentro de la UE subsisten considerables resistencias. El hugonote Valéry Giscard d’Estaing, ex presidente francés hoy a cargo de supervisar una futura constitución que ha fracasado, cree que “la entrada turca sería el fin de Europa”. ¿Hablaba así sólo por el tradicional chauvinismo galo? Con esa hordas de jóvenes cetrinos y moros arrasando ciudades francesas, muchos europeos temen una invasión en proceso: los inmigrantes musulmanes, sus hijos y nietos.

La noción de la UE como un club de cristianos persiste, especialmente con la papista Polonia adentro o el Vaticano denunciado que la ampliación de la UE “pasa por alto a dios y Varsovia se olvida de Cristo”. Tampoco a los actuales y futuros socios balcánicos Turquía les trae buenos recuerdos.

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