Tampoco sorprendió a nadie. Era un secreto a voces que ocurriría en cualquier momento. Coincidió además con la salida de Gary Cohn, jefe del gabinete económico. Eran los dos defensores de la racionalidad del establishment, de Wall Street y de la tradicional mayoría del Partido Republicano.
Nada de eso bastó. En la Casa Blanca prácticamente no queda nadie que no responda incondicionalmente al primer mandatario.
En la salida del Secretario de Estado (un ministro de relaciones exteriores de la primera potencia mundial) no existió delicadeza ni buenos modales. No hubo reunión entre Trump y el despedido; no se le dieron razones ni se le agradecieron sus servicios.
Tillerson, ex cabeza de Exxon, dejó en claro a lo largo de varios meses que discrepaba con las ideas y estrategias de su presidente. Ahora, esa acumulación de discrepancias le costó el puesto de modo abrupto.
Con su salida, no queda nadie del entorno que hable en contra de imponer aranceles que parecen llevar a una guerra comercial inevitable, a escala mundial (tal vez la excepción es Jim Mattis, secretario de Defensa).
Su sucesor, Mike Pompeo, al frente de la CIA hasta ahora, dejó en claro que participa de “America First“, la única consigna de Donald Trump.
Los mercados globales tuvieron retrocesos en las cotizaciones bursátiles. Por dos razones: la incertidumbre en torno a lo que significa el despido de Tillerson, y la versión de que la Casa Blanca piensa imponer aranceles del orden de US$ 60 mil millones sobre productos de China, especialmente en el campo de la tecnología, electrodomésticos, y las telecomunicaciones. También incluiría restricciones a las inversiones del país asiático, e incluso limitaciones en la extensión de visas a viajeros de esa nacionalidad.