Solo, el libre comercio no promueve desarrollo ni riqueza

Los “fundamentalistas del libre mercado” –señala el columnista londinense Alan Beattie- “sostienen que comercio es mejor que ayuda para que los países periféricos progresen. Pero esta concepción comienza a perder adeptos.

18 febrero, 2005

Esa escuela, hija del mercantilismo decimonónico (que encarna “The Economist”) y tres usinas ya difuntas –el Club de Roma, la Comisión Trilateral y el Consenso de Washington, respectivamente 1961, 1975 y 1989-, se apoya en ejemplos muy peculiares: los “tigres” de Asia oriental y sudoriental. Pero no menciona el decisivo papel de estado en cada caso, vía planeamiento, control de cambios y flujos financieros.

En efecto, esas economías se transformaron y prosperaron merced a exportaciones con creciente valor agregado. Pero la receta no es a prueba de balas: Méjico viene ensayándola desde 1988 y, aun tras quedar virtualmente absorbido por Estados Unidos vía el Acuerdo Norteamericano de libre Comercio (ANLC), no logra siquiera 5% anual de aumento en el PBI. Mucho menos, reducir la pobreza o la iniquidad social. Todavía el salario mínimo azteca no llega a US$ 140 mensuales.

En la práctica. El lema “comercio, no ayuda”, tan simplista, ha dado paso a la nación contraria: ambos términos son complementarios, no substitutos. Como se dice ahora, “debe haber coherencia entre las dos cosas. El intercambio por sí solo nunca promoverá desarrollo si no existen inversiones paralelas en la economía y lo social”.

¿Quién habla así? Pues nadie menos que el ortodoxo inglés Peter Mandelson, redactor de “The economist” y hoy comisionado europeo de comercio. Es decir, reemplazante de Pascal Lamy, campeón de los subsidios agrícolas y, por ende, enemigo del libre comercio. Lo malo, como señalan varios expertos en (sub)desarrollo, es que haya cambiado la retórica, no los hechos.

Existen básicamente tres formas de que la asistencia se combine con el intercambio. Primera: puede aliviar las penurias causadas por la liberación comercial (o “liberalización”, como se usa poner), que tiene ganadores y perdedores. Segunda: puede promover capacidad productiva, que permita aprovechar mejor oportunidades comerciales. Tercera: puede mejorar condiciones de negociación en los países subdesarrollados y facilitar acuerdos.

La primera forma viene recibiendo creciente atención, en buena medida porque puede atenuar la oposición del ex “tercer mundo” a la liberación multilateral del comercio. La Unión Europea, por ejemplo, ha promedio ayuda a azucareros del Caribe. Para mejorar eficiencia o para encontrar otras actividades. Los franceses hacen lo mismo en sus “colonias virtuales” africanas, sin resultados significativos.

Pero la asistencia de la UE es una cosa y otra, bastante criticada, es la que ofrecen algunos de sus miembros. En este punto aparece una actitud hipócrita que, en cierto modo, comparte la ONU: exaltar las urgentes necesidades de los países más pobre y usarlas como excusa para ocultar el descuido respecto de los países subdesarrollados (que se califican con eufemismos como “en desarrollo” o “periféricos”).

Eso trae a la mente el ofertismo como praxis. Con la excusa de que enriquecer a los ricos (rebajas tributarias, dólar barato, flujos de capital especulativo, según cada caso) mejorará, por un “efecto de goteo”, la situación de los pobres, se castiga a la clase media. En verdad, las burocracias multilaterales prefieren a los pobres –menos complicados, más remotos- y no las clases medias, siempre insatisfechas.

Aun circunscribiendo el problema al intercambio en sí, el panorama es ambiguo. En 2003, el Fondo Monetario Internacional, como parte de esfuerzos para mantener activa la ronda Dohá en la Organización Mundial de Comercio, propuso un “mecanismo de integración”. Era, esencialmente, un cerrojo sobre programas crediticios existentes para países que perdieran exportaciones y aumentaras importaciones como resultado de la liberación multilateral. Hasta ahora, sólo Bangladesh se benefició de la innovación.

Pero, aunque se extendiera, el recurso sería sólo una facilidad crediticia temporaria, para puentear restricciones financieras. Además, el Banco Mundial –reducto de ortodoxia pro banca privada- resiste ese tipo de planes compensatorios. Por el contrario, vuelve al Consenso de Washington e induce a los países pobres a integrarse en la economía global financiándoles puertos, caminos y ferrocarriles, cuyas licitaciones enriquecen a los propios dirigentes de esos países.

En resumen, sólo una mezcla adecuada de intercambio –sin proteccionismo de grandes potencias- y asistencia –sin el grado de corrupción local tolerado por las entidades multilaterales- facilitará el desarrollo. Pero la clave reside en no limitar el asunto a economías pobre, porque, si se trata de criar “tigres”, será preciso hacerlo en la “clase media”. O sea, el mundo “en desarrollo”. Después de todo, Surcorea, Malasia o Taiwán no empezaron siendo economías paupérrimas.

Esa escuela, hija del mercantilismo decimonónico (que encarna “The Economist”) y tres usinas ya difuntas –el Club de Roma, la Comisión Trilateral y el Consenso de Washington, respectivamente 1961, 1975 y 1989-, se apoya en ejemplos muy peculiares: los “tigres” de Asia oriental y sudoriental. Pero no menciona el decisivo papel de estado en cada caso, vía planeamiento, control de cambios y flujos financieros.

En efecto, esas economías se transformaron y prosperaron merced a exportaciones con creciente valor agregado. Pero la receta no es a prueba de balas: Méjico viene ensayándola desde 1988 y, aun tras quedar virtualmente absorbido por Estados Unidos vía el Acuerdo Norteamericano de libre Comercio (ANLC), no logra siquiera 5% anual de aumento en el PBI. Mucho menos, reducir la pobreza o la iniquidad social. Todavía el salario mínimo azteca no llega a US$ 140 mensuales.

En la práctica. El lema “comercio, no ayuda”, tan simplista, ha dado paso a la nación contraria: ambos términos son complementarios, no substitutos. Como se dice ahora, “debe haber coherencia entre las dos cosas. El intercambio por sí solo nunca promoverá desarrollo si no existen inversiones paralelas en la economía y lo social”.

¿Quién habla así? Pues nadie menos que el ortodoxo inglés Peter Mandelson, redactor de “The economist” y hoy comisionado europeo de comercio. Es decir, reemplazante de Pascal Lamy, campeón de los subsidios agrícolas y, por ende, enemigo del libre comercio. Lo malo, como señalan varios expertos en (sub)desarrollo, es que haya cambiado la retórica, no los hechos.

Existen básicamente tres formas de que la asistencia se combine con el intercambio. Primera: puede aliviar las penurias causadas por la liberación comercial (o “liberalización”, como se usa poner), que tiene ganadores y perdedores. Segunda: puede promover capacidad productiva, que permita aprovechar mejor oportunidades comerciales. Tercera: puede mejorar condiciones de negociación en los países subdesarrollados y facilitar acuerdos.

La primera forma viene recibiendo creciente atención, en buena medida porque puede atenuar la oposición del ex “tercer mundo” a la liberación multilateral del comercio. La Unión Europea, por ejemplo, ha promedio ayuda a azucareros del Caribe. Para mejorar eficiencia o para encontrar otras actividades. Los franceses hacen lo mismo en sus “colonias virtuales” africanas, sin resultados significativos.

Pero la asistencia de la UE es una cosa y otra, bastante criticada, es la que ofrecen algunos de sus miembros. En este punto aparece una actitud hipócrita que, en cierto modo, comparte la ONU: exaltar las urgentes necesidades de los países más pobre y usarlas como excusa para ocultar el descuido respecto de los países subdesarrollados (que se califican con eufemismos como “en desarrollo” o “periféricos”).

Eso trae a la mente el ofertismo como praxis. Con la excusa de que enriquecer a los ricos (rebajas tributarias, dólar barato, flujos de capital especulativo, según cada caso) mejorará, por un “efecto de goteo”, la situación de los pobres, se castiga a la clase media. En verdad, las burocracias multilaterales prefieren a los pobres –menos complicados, más remotos- y no las clases medias, siempre insatisfechas.

Aun circunscribiendo el problema al intercambio en sí, el panorama es ambiguo. En 2003, el Fondo Monetario Internacional, como parte de esfuerzos para mantener activa la ronda Dohá en la Organización Mundial de Comercio, propuso un “mecanismo de integración”. Era, esencialmente, un cerrojo sobre programas crediticios existentes para países que perdieran exportaciones y aumentaras importaciones como resultado de la liberación multilateral. Hasta ahora, sólo Bangladesh se benefició de la innovación.

Pero, aunque se extendiera, el recurso sería sólo una facilidad crediticia temporaria, para puentear restricciones financieras. Además, el Banco Mundial –reducto de ortodoxia pro banca privada- resiste ese tipo de planes compensatorios. Por el contrario, vuelve al Consenso de Washington e induce a los países pobres a integrarse en la economía global financiándoles puertos, caminos y ferrocarriles, cuyas licitaciones enriquecen a los propios dirigentes de esos países.

En resumen, sólo una mezcla adecuada de intercambio –sin proteccionismo de grandes potencias- y asistencia –sin el grado de corrupción local tolerado por las entidades multilaterales- facilitará el desarrollo. Pero la clave reside en no limitar el asunto a economías pobre, porque, si se trata de criar “tigres”, será preciso hacerlo en la “clase media”. O sea, el mundo “en desarrollo”. Después de todo, Surcorea, Malasia o Taiwán no empezaron siendo economías paupérrimas.

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