La inversión en infraestructura tiene una importancia central en el desarrollo económico y social. Por un lado, incide decisivamente en las posibilidades de expandir la producción (trenes de carga, hidrovías y puertos, energía, telecomunicaciones). Y por el otro, determina de manera directa la calidad de vida de la población (autopistas, agua potable, cloacas), señala el informe número 571 del Instituto de Desarrollo Económico y Social Argentino (Idesa).
En este sentido, un reciente estudio de la CEPAL alertó sobre la insuficiente inversión en infraestructura que prevalece en Latinoamérica, planteando que se debería destinar aproximadamente 6,2% del PBI para satisfacer los requerimientos de un crecimiento con sostenibilidad e inclusión.
Varios factores explican la subinversión en infraestructura. Generalmente los proyectos de infraestructura requieren esquemas de financiamiento sofisticados porque involucran grandes volúmenes de recursos, con plazos extendidos y mucha capacidad de gestión por tratarse de obras complejas que demandan planificación y administración.
No menos importante es que exigen alta calidad política porque los beneficios no siempre son visibles ni redituables en el corto plazo.
La CEPAL estima para cada país de la región lo invertido en transporte, energía, telecomunicaciones, agua y saneamiento en las últimas tres décadas. Con relación a la Argentina, señala que:
- Entre 1980 y 1989 el país invirtió 2,9% del PBI en infraestructura.
- Entre 1990 y 1999 la inversión en infraestructura subió al 5,7% del PBI.
- Entre los 2004 y el 2012 la inversión en infraestructura volvió a ser de 2,9% del PBI.
Estos datos muestran que la Argentina no escapa a la situación regional de una marcada insuficiencia de inversión en infraestructura.
En la década de los ’80 la crisis de la deuda externa tuvo una influencia importante. La situación se modificó en la década de los ‘90 cuando la tasa de inversión se duplicó.
Superada la crisis de 2002, la inversión en infraestructura se recuperó, aunque de manera muy modesta. Resulta muy llamativo que en un contexto de histórica bonanza internacional, que le permitió a la Argentina recibir más de U$S 500 mil millones en concepto de exportaciones, y con tasa de interés internacionales inéditamente bajas, la inversión en infraestructura entre 2004 y 2012 haya sido similar a la década del ’80 y apenas la mitad a la de la década del ‘90.
Las diferencias en los niveles de inversión se explican por el sector privado. La fuerte expansión de la década de los ´90 se produjo porque se pasó de una situación en la que el Estado tenía el monopolio absoluto a otra donde el factor dinamizador fue la inversión privada. El ejemplo de las telecomunicaciones es muy ilustrativo.
A partir de mediados de la década pasada el sector publico vuelve a tener un rol más protagónico (pasó del 0,7% al 2,1% del PBI) pero no llegó a compensar el desplome de la inversión privada (que pasó de 5% a 0,8% del PBI).
Esta regresión está asociada a que en la mentalidad oficial el sector privado no debe invertir en infraestructura.
La realidad es que la exclusión del sector privado a lo largo de estos años no fue sustituida con inversión pública. Pero además en el sector público no sólo operaron limitaciones de gestión sino también el hecho de que resulta mucho más simple y atractivo el gasto público corriente que la inversión en infraestructura. Hacer una autopista, dragar un puerto, enterrar una red de desagüe requieren estudios técnicos, licitaciones transparentes, mecanismos de control de calidad, ejecución de obra y los resultados no son inmediatos.
En cambio, los programas asistenciales, como el Argentina Trabaja o el Progresar, requieren escasos esfuerzos de instrumentación y los beneficios electorales se capitalizan de manera directa e inmediata.
No hay posibilidades de desarrollo si no se duplica la inversión en infraestructura. Esto requiere, por un lado, salir de la atávica controversia ideológica público versus privado.
El punto relevante no es la cuestión instrumental de quién financia y gestiona la inversión sino si los proyectos se ejecutan con eficiencia y calidad. Por el otro, el desarrollo de infraestructura requiere una dinámica política menos condicionada por la improvisación y el oportunismo, y más propensa a definir y sostener políticas de Estado de largo plazo.