¿Por qué los halcones pesan tanto en esta Casa Blanca?

La clave yace profundo en la mente, creen los conductistas. La gente muestra docenas de prejuicios al adoptar decisiones y casi todos a favor del conflicto, no de la negociación. Por ende, los halcones logran a menudo triunfos inmerecidos.

11 enero, 2007

Los gobiernos reciben todo tipo de asesoramiento en fases de tensiones o conflictos. Por lo común hay dos categorías básicas de consejeros. Por un lado, los halcones, que se inclinan por acciones coercitivas o la fuerza militar, poniendo en duda la posibilidad de ofrecer concesiones. Ven los adversarios externos como regímenes hostiles que sólo entienden el recurso a la acción directa.

En el otro extremo aparecen las palomas, escépticas respecto de la fuerza e inclinadas a soluciones políticas negociadas. Donde los halcones ven en el enemigo hostilidad casi sin matices –como ocurre en formas perversas de fascismo, por ejemplo el trotsquista-, las palomas perciben sutiles señales favorables al diálogo.

Se supone que los responsables de decisiones consideran ambas series de argumentos por sus propios méritos y las sopesan razonablemente antes de optar por un curso de acción. No lo hacen casi nunca. La moderna psicología conductista señala que los funcionarios ejecutivos llegan al debate propensos a creer en sus asesores duros más que en los otros. Existen muchos motivos para esa actitud, varios sin relación con políticas ni estrategias. De hecho, el sesgo pro halcones forma parte de la propia estructura mental.

En general, los psicólogos conductistas como Daniel Kahneman y Jonatha Renshon –en “Foreign policy”- han detectado una cantidad de errores predictibles, en función de sesgos o prejuicios, al evaluar situaciones y riesgos. Por ejemplo, la gente tiende a exagerar sus propias virtudes y fortalezas. En situaciones de conflicto potencial, pues, políticos y militares escuchan más a asesores –y medios- que brindan proyecciones optimistas sobre los resultados de una guerra. Al predisposición, a menudo compartida por las dirigencias de ambos lados, suele llevar a desastres (los norteamericanos en Vietnam, los soviéticos en Afganistán).

En rigor, cuando K. y R. hicieron una lista de prejuicios registrados en cuarenta años de investigaciones psicológicas, se llevaron una sorpresa: todos favorecían posturas tipo halcón. Estos impulsos inclinan a dirigentes políticos a sobrestimar la “maldad” de los adversarios, equivocarse sobre cómo ellos los ven, lanzar alegremente a aventuras bélicas y, si las papas queman, resistir negociaciones, buscar chivos emisarios, etc. En resumen, ese tipo de prejuicios facilitar iniciar una guerra y dificulta salir de ella. Irak es el corriente caso clínico.

Nada de eso significa que los halcones estén siempre equivocados. Basta recordar los debates en Gran Bretaña antes de la II guerra mundial o en Estados Unidos antes de la primera. Ambos demostraron que las palomas estaban en el error. En términos generales, hay buenos argumentos para ciertos prejuicios, verbigracia exigir más de 50% de convicción propia antes de aceptar promesas de un adversario peligroso (Adolf Hitkler sobre Checoslovaquia, 1938). Pero los casos de propensión a la dureza examinados por K. y R. quedaban mas allá de la prudencia y no eran frutos de análisis a fondo. Por ende, ambos concluyen que los halcones pueden no estar siempre equivocados, pero resultan más persuasivos de lo que merecen.

Varios estudio en laboratorio han examinado cómo la gente evalúa a sus adversarios en cuanto a inteligencia, voluntad de negociar y hostilidad También cómo las personas creen que ese enemigo las evalúa. Aun cuando sean conscientes del contexto y las probables constricciones de los otros, a menudo no las tienen en cuenta al considerar los motivos del otro lado. Pese a ello, la gente da por hecho que un observador externo capta suo propios móviles.

Aun conociendo el contexto externo que debiera influir en sus evaluaciones, las personas tienden a pasarlo por alto. En su lugar, atribuyen las actitudes de la los otros a su carácter, motivos, etc. Esta propensión en tan fuerte y común que los conductistas -siempre afectos a neologismos- la llamar “error fundamental de atribución”.

Esta distorsión explica por qué individuos que atribuyen hostilidad a otros suelen interpretar la propia en función de un enemigo que los ha puesto contra la pared. La tendencia de ambas partes a suponer que cada una reacciona a provocaciones de la otra, típica de peleas matrimoniales, opera también en conflictos internacionales. En los prolegómenos de la gran guerra (conflictos balcánicos a partir de 1908), cada uno de los futuros beligerantes de 1914 se veían a sí como mucho menos hostil que los demás. Salvo, quizá, Serbia y Bosnia. En verdad, Austria, Francia y Gran Bretaña tenían razón.

La guerra de Corea es otro caso de percepciones erróneas. En octubre de 1950, la coalición de Naciones Unidas (Norcorea había invadido Surcorea) avanzaba rápidamente hacia el extremo septentrional de la península. En Washington se debatía hasta dónde llegar y se analizaba la posible reacción china. Dean Acheson, secretario de estado, sostenía que no podía haber, en Beijing, dudas sobre las intenciones occidentales de no amenazar China misma.

Como ellos sabían perfectamente sus intenciones, los norteamericanos creían también los chinos las conocían. Por ende, Washington no interpretó la posterior intervención de Beijing como respuesta a una amenaza, sino como muestra de hostilidad congénita hacia EE.UU. No obstante, tras las balandronadas del general Douglas McArtgus a orillas del Yalú, los chinos
Vieron en el avance final de las tropas aliadas un peligro para su propio régimen, no ya para sus títeres de Pyongyang.

Los gobiernos reciben todo tipo de asesoramiento en fases de tensiones o conflictos. Por lo común hay dos categorías básicas de consejeros. Por un lado, los halcones, que se inclinan por acciones coercitivas o la fuerza militar, poniendo en duda la posibilidad de ofrecer concesiones. Ven los adversarios externos como regímenes hostiles que sólo entienden el recurso a la acción directa.

En el otro extremo aparecen las palomas, escépticas respecto de la fuerza e inclinadas a soluciones políticas negociadas. Donde los halcones ven en el enemigo hostilidad casi sin matices –como ocurre en formas perversas de fascismo, por ejemplo el trotsquista-, las palomas perciben sutiles señales favorables al diálogo.

Se supone que los responsables de decisiones consideran ambas series de argumentos por sus propios méritos y las sopesan razonablemente antes de optar por un curso de acción. No lo hacen casi nunca. La moderna psicología conductista señala que los funcionarios ejecutivos llegan al debate propensos a creer en sus asesores duros más que en los otros. Existen muchos motivos para esa actitud, varios sin relación con políticas ni estrategias. De hecho, el sesgo pro halcones forma parte de la propia estructura mental.

En general, los psicólogos conductistas como Daniel Kahneman y Jonatha Renshon –en “Foreign policy”- han detectado una cantidad de errores predictibles, en función de sesgos o prejuicios, al evaluar situaciones y riesgos. Por ejemplo, la gente tiende a exagerar sus propias virtudes y fortalezas. En situaciones de conflicto potencial, pues, políticos y militares escuchan más a asesores –y medios- que brindan proyecciones optimistas sobre los resultados de una guerra. Al predisposición, a menudo compartida por las dirigencias de ambos lados, suele llevar a desastres (los norteamericanos en Vietnam, los soviéticos en Afganistán).

En rigor, cuando K. y R. hicieron una lista de prejuicios registrados en cuarenta años de investigaciones psicológicas, se llevaron una sorpresa: todos favorecían posturas tipo halcón. Estos impulsos inclinan a dirigentes políticos a sobrestimar la “maldad” de los adversarios, equivocarse sobre cómo ellos los ven, lanzar alegremente a aventuras bélicas y, si las papas queman, resistir negociaciones, buscar chivos emisarios, etc. En resumen, ese tipo de prejuicios facilitar iniciar una guerra y dificulta salir de ella. Irak es el corriente caso clínico.

Nada de eso significa que los halcones estén siempre equivocados. Basta recordar los debates en Gran Bretaña antes de la II guerra mundial o en Estados Unidos antes de la primera. Ambos demostraron que las palomas estaban en el error. En términos generales, hay buenos argumentos para ciertos prejuicios, verbigracia exigir más de 50% de convicción propia antes de aceptar promesas de un adversario peligroso (Adolf Hitkler sobre Checoslovaquia, 1938). Pero los casos de propensión a la dureza examinados por K. y R. quedaban mas allá de la prudencia y no eran frutos de análisis a fondo. Por ende, ambos concluyen que los halcones pueden no estar siempre equivocados, pero resultan más persuasivos de lo que merecen.

Varios estudio en laboratorio han examinado cómo la gente evalúa a sus adversarios en cuanto a inteligencia, voluntad de negociar y hostilidad También cómo las personas creen que ese enemigo las evalúa. Aun cuando sean conscientes del contexto y las probables constricciones de los otros, a menudo no las tienen en cuenta al considerar los motivos del otro lado. Pese a ello, la gente da por hecho que un observador externo capta suo propios móviles.

Aun conociendo el contexto externo que debiera influir en sus evaluaciones, las personas tienden a pasarlo por alto. En su lugar, atribuyen las actitudes de la los otros a su carácter, motivos, etc. Esta propensión en tan fuerte y común que los conductistas -siempre afectos a neologismos- la llamar “error fundamental de atribución”.

Esta distorsión explica por qué individuos que atribuyen hostilidad a otros suelen interpretar la propia en función de un enemigo que los ha puesto contra la pared. La tendencia de ambas partes a suponer que cada una reacciona a provocaciones de la otra, típica de peleas matrimoniales, opera también en conflictos internacionales. En los prolegómenos de la gran guerra (conflictos balcánicos a partir de 1908), cada uno de los futuros beligerantes de 1914 se veían a sí como mucho menos hostil que los demás. Salvo, quizá, Serbia y Bosnia. En verdad, Austria, Francia y Gran Bretaña tenían razón.

La guerra de Corea es otro caso de percepciones erróneas. En octubre de 1950, la coalición de Naciones Unidas (Norcorea había invadido Surcorea) avanzaba rápidamente hacia el extremo septentrional de la península. En Washington se debatía hasta dónde llegar y se analizaba la posible reacción china. Dean Acheson, secretario de estado, sostenía que no podía haber, en Beijing, dudas sobre las intenciones occidentales de no amenazar China misma.

Como ellos sabían perfectamente sus intenciones, los norteamericanos creían también los chinos las conocían. Por ende, Washington no interpretó la posterior intervención de Beijing como respuesta a una amenaza, sino como muestra de hostilidad congénita hacia EE.UU. No obstante, tras las balandronadas del general Douglas McArtgus a orillas del Yalú, los chinos
Vieron en el avance final de las tropas aliadas un peligro para su propio régimen, no ya para sus títeres de Pyongyang.

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