Paradojas de una elección

Triunfa Ibarra, pero la Alianza pierde el control de la Legislatura. Estalla el peronismo y aumenta su presencia. Menem atomizó el voto del justicialismo y Granillo Ocampo es el ”chivo emisario”.

9 mayo, 2000

A 48 horas del resonante triunfo de la fórmula de la Alianza, las elecciones muestran -una vez calmados los ánimos- aspectos paradojales algunos y previsibles, otros, que contribuyen a un análisis político más meditado y profundo.

Aníbal Ibarra alcanzó prácticamente el cincuenta por ciento de los votos y se convierte en un vencedor, no solamente en el ámbito político nacional, sino también en el “ranking” interno del Frepaso. Desplaza en imagen a Graciela Fernández Meijide y se acerca mucho al primer protagonista del elenco, Carlos Alvarez.

Esta brillante promesa de futuro se opaca, sin embargo, porque la coalición aliancista perdió el control de la legislatura porteña, hasta ahora un dócil instrumento de su estrategia política. Nada mejor que apropiarse del titular de un matutino para resumir la situación: “Una Legislatura sin dueño”. La Alianza, que contaba con 36 legisladores – mayoría absoluta – perdió 30% de bancas, al descender a 24. Necesitará para imponer su voluntad siete votos que deberá recoger de sus aliados actuales y eventuales.

Este archipiélago de votos, donde antes había una isla dominante, convertirá la relativamente fácil tarea de coordinar voluntades, en una ardua negociación con otros 10 partidos.

Se ha dicho que el domingo hubo un gran perdedor: el peronismo. Y los hechos contradicen esa afirmación. En la Legislatura hay tres bancas peronistas más. El gran perdedor, en realidad, es el menemismo. Gordura no es lo mismo que hinchazón. Mario O´Donnell, único legislador de la fracción prohijada por el ex mandatario, mostró precisión en el lenguaje. Habló ya no de un “voto castigo”, sino de un “voto desprecio”. Como en política es válido el consejo “Nunca digas nunca”, no es posible vaticinar si este episodio significa el ocaso definitivo de Carlos Saúl Menem como primera figura de la escena nacional. Pero se le asemeja.

Raúl Granillo Ocampo, “chivo emisario” de los errores de su jefe, renunció dolorido a la presidencia del distrito capital de su partido. Seguramente al hacerlo no olvidó que Menem, tras lanzarlo al ruedo, puso distancia de él en las postrimerías de la campaña, cuando advirtió los signos de la derrota.

Eduardo Duhalde afila el hacha política para decapitar de una vez a su más enconado rival de los últimos años, al que no se cansa de acusar en la intimidad de sabotear sus pretensiones presidenciales. Presidente del Consejo Nacional del Partido Justicialista, el ex gobernador se prepara a propiciar la intervención al distrito capitalino. Para ello, al parecer, contaría con Antonio Cafiero, un histórico con flexibilidad para ser comodín en cualquier jugada política.

Domingo Cavallo encontró en la acción política su nivel de incompetencia. Resta saber si se ha dado cuenta. El técnico, que demostró creatividad y decisión en el timón económico, es un “elefante en un bazar” cuando acomete en busca del poder.

Gustavo Béliz tiene, en cambio, con su juventud y prudencia, el dominio del arte taurino. Sabe eludir al toro cuando es necesario y dejarlo pasar de largo. Se ocupó claramente de alejar su imagen del rostro desencajado de Cavallo cuando la victoria de Ibarra era ya incontrastable y volcó su opinión contra el “ballotage”.

Béliz tiene en claro que la política “es el arte de lo posible” y prefiere, de acuerdo a la vieja sabiduría china la flexibilidad del junco para capear los temporales. Al revés de la vieja intransigencia yrigoyenista, prefiere la máxima de “Que se doble, pero no se rompa”. Una cauta manera de sobrevivir en los duros avatares de la política.

Está claro que el ex ministro del Interior de Menem y el más severo crítico de la corrupción oficial, tiene buenas chances de convertirse en “bandera de enganche” para reagrupar a las dispersas fuerzas de su partido.

Controla 3 bancas propias, a las que eventualmente se añadirían otras 4, que responden a Duhalde, su aliado circunstancial. Falta saber por cuánto tiempo Irma Roy, con sus limitaciones, podrá controlar a los 3 restantes miembros de bloque.

Ibarra está sentado prácticamente en el sillón de la Jefatura de Gobierno. Es la hora de la verdad. Triunfador de una batalla electoral pasará del despliegue mediático a la responsabilidad de gobernar. No le será fácil. Debe remontar una imagen de ineficacia de la administración porteña que puso una gran diferencia porcentual entre los votos que recogió y los dispensados a los candidatos a legisladores. Parecería obvio que el electorado quiso ponerle al lado del escritorio un mecanismo de control. La vieja Legislatura era un caballo manso, fácil de montar; ahora, se enfrenta a un cimarrón que en cualquier momento puede comenzar el corcoveo

Sergio Ceron

A 48 horas del resonante triunfo de la fórmula de la Alianza, las elecciones muestran -una vez calmados los ánimos- aspectos paradojales algunos y previsibles, otros, que contribuyen a un análisis político más meditado y profundo.

Aníbal Ibarra alcanzó prácticamente el cincuenta por ciento de los votos y se convierte en un vencedor, no solamente en el ámbito político nacional, sino también en el “ranking” interno del Frepaso. Desplaza en imagen a Graciela Fernández Meijide y se acerca mucho al primer protagonista del elenco, Carlos Alvarez.

Esta brillante promesa de futuro se opaca, sin embargo, porque la coalición aliancista perdió el control de la legislatura porteña, hasta ahora un dócil instrumento de su estrategia política. Nada mejor que apropiarse del titular de un matutino para resumir la situación: “Una Legislatura sin dueño”. La Alianza, que contaba con 36 legisladores – mayoría absoluta – perdió 30% de bancas, al descender a 24. Necesitará para imponer su voluntad siete votos que deberá recoger de sus aliados actuales y eventuales.

Este archipiélago de votos, donde antes había una isla dominante, convertirá la relativamente fácil tarea de coordinar voluntades, en una ardua negociación con otros 10 partidos.

Se ha dicho que el domingo hubo un gran perdedor: el peronismo. Y los hechos contradicen esa afirmación. En la Legislatura hay tres bancas peronistas más. El gran perdedor, en realidad, es el menemismo. Gordura no es lo mismo que hinchazón. Mario O´Donnell, único legislador de la fracción prohijada por el ex mandatario, mostró precisión en el lenguaje. Habló ya no de un “voto castigo”, sino de un “voto desprecio”. Como en política es válido el consejo “Nunca digas nunca”, no es posible vaticinar si este episodio significa el ocaso definitivo de Carlos Saúl Menem como primera figura de la escena nacional. Pero se le asemeja.

Raúl Granillo Ocampo, “chivo emisario” de los errores de su jefe, renunció dolorido a la presidencia del distrito capital de su partido. Seguramente al hacerlo no olvidó que Menem, tras lanzarlo al ruedo, puso distancia de él en las postrimerías de la campaña, cuando advirtió los signos de la derrota.

Eduardo Duhalde afila el hacha política para decapitar de una vez a su más enconado rival de los últimos años, al que no se cansa de acusar en la intimidad de sabotear sus pretensiones presidenciales. Presidente del Consejo Nacional del Partido Justicialista, el ex gobernador se prepara a propiciar la intervención al distrito capitalino. Para ello, al parecer, contaría con Antonio Cafiero, un histórico con flexibilidad para ser comodín en cualquier jugada política.

Domingo Cavallo encontró en la acción política su nivel de incompetencia. Resta saber si se ha dado cuenta. El técnico, que demostró creatividad y decisión en el timón económico, es un “elefante en un bazar” cuando acomete en busca del poder.

Gustavo Béliz tiene, en cambio, con su juventud y prudencia, el dominio del arte taurino. Sabe eludir al toro cuando es necesario y dejarlo pasar de largo. Se ocupó claramente de alejar su imagen del rostro desencajado de Cavallo cuando la victoria de Ibarra era ya incontrastable y volcó su opinión contra el “ballotage”.

Béliz tiene en claro que la política “es el arte de lo posible” y prefiere, de acuerdo a la vieja sabiduría china la flexibilidad del junco para capear los temporales. Al revés de la vieja intransigencia yrigoyenista, prefiere la máxima de “Que se doble, pero no se rompa”. Una cauta manera de sobrevivir en los duros avatares de la política.

Está claro que el ex ministro del Interior de Menem y el más severo crítico de la corrupción oficial, tiene buenas chances de convertirse en “bandera de enganche” para reagrupar a las dispersas fuerzas de su partido.

Controla 3 bancas propias, a las que eventualmente se añadirían otras 4, que responden a Duhalde, su aliado circunstancial. Falta saber por cuánto tiempo Irma Roy, con sus limitaciones, podrá controlar a los 3 restantes miembros de bloque.

Ibarra está sentado prácticamente en el sillón de la Jefatura de Gobierno. Es la hora de la verdad. Triunfador de una batalla electoral pasará del despliegue mediático a la responsabilidad de gobernar. No le será fácil. Debe remontar una imagen de ineficacia de la administración porteña que puso una gran diferencia porcentual entre los votos que recogió y los dispensados a los candidatos a legisladores. Parecería obvio que el electorado quiso ponerle al lado del escritorio un mecanismo de control. La vieja Legislatura era un caballo manso, fácil de montar; ahora, se enfrenta a un cimarrón que en cualquier momento puede comenzar el corcoveo

Sergio Ceron

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