Nueva Zelandia: ¿éxito estelar o resultados modestos?

“¿La experiencia de Nueva Zelandia y sus reformas pro mercado funcionó o ha sido un fracaso espectacular? Eso se preguntan algunos observadores en Londres y otros lugares. La respuesta, sin duda, dista de ser fácil”.

18 noviembre, 2004

Así se inicia un análisis de Martin Wolf, quien ha estado semanas atrás en Wellington. Al respecto, apunta que “inclusive alguien tan cauto como John Kay escribió hace cuatro años un artículo en el ‘Financial Times’, donde postulaba el fracaso del experimento. No obstante, estimo que los rumores sobre un desastre económico neocelandés han sido muy exagerados”.

Meses atrás, la muy conservadora Organización de Cooperación pro Desarrollo Económico (OCDE, París) declaraba que el archipiélago había figurado entre las economías de mayor crecimiento en el lapso 1992-2002 (once años). Su producto bruto interno subía a razón de 3,% anual, aun durante un lapso regresivo en la economía mundial.

Entonces, plantea Wolf, “¿cómo evaluar aquellas reformas, veinte años después de lanzadas? Apelando a los números, claro”. En primer términos, el ingreso real por habitante –en términos de poder adquisitivo- cedió desde poco más del promedio OCDE (24 economías líderes) en 1970 a 70% de igual medida en 1992. Hacia 2002, empero, repuntaba a 76% de la OCDE.

En segundo lugar, desde 1990 la tasa de empleo sobre población activa superaba la media de la OCDE y se acercaba a 80%. Ya en 2004, la desocupación estuvo en 3,8% durante el III trimestre, el mínimo en dieciocho años. Esta ensalada de estadísticas tan heterogéneas brinda una impresión positiva, aunque incompleta.

Tercero, el aumento de producción por hora trabajada pasó de 0,5% a mediados de los 90 a 2% en 2001/2. Por tanto, el “multifactor de productividad” –rendimiento por unidad de producción- ha subido, según cifras ajustadas por estacionalidad, de casi cero en 1984 a 1,2% anual en 2002. De ahí que la OCDE, donde hay un culto a Nueva Zelandia, haya proyectado ese ascenso a 2,1% anual en 2003-ritmo superior al del conjunto representado por la entidad (1,9%) y al 2% de Australia.

Ahora bien, ante estadísticas por momentos tan relativas como indirectas, ¿cómo medir los resultados de las reformas pro mercado, es decir conservadoras? Wolf cree que el éxito es razonable, pero admite que muchos expertos no están de acuerdo con ese veredicto.

Ya en abogado de Wellington, el columnista sostiene que los escépticos no advierten lo distorsionada que estaba la economía neocelandesa al momento de los cambios. “Las reformas no tuvieron más remedio que ser radicales. A principios de los 80, el país exportaba productos primarios, cundían la protección aduanera, los subsidios, el gasto público (más de 50% del PBI), los déficit –fiscal, en cuenta corriente- y la inflación”.

Un problema distinto es que las reformas no fueron graduales ni se repartieron en el tiempo, sino que se trató de dos breves brotes, bajo la dirección de Roger Douglas (ministro de Hacienda, 1984/8) y la primer ministro Ruth Richardson (1990/3). El primero impuso cambios flotantes, eliminó controles financieros y bursátiles, rebajó tarifas, abolió licencias de importación, disminuyó a 33% la máxima tasa impositiva y eliminó subsidios. La segunda se limitó a aplicar esa medidas, pero las aprovechó para buscar figuración política internacional (con rédito efímero, salvo en la periferia).

Entre ambas gestiones, se le otorgó autonomía operativa al Banco de Reserva (central) y éste pasó a una política monetaria cifrada en metas de inflación. Los críticos hablaron de “laissez faire” pero, sostiene Wolf, “el objetivo real era una economía de mercado razonablemente regulada, capaz de competir, con políticas fiscales prudentes y un gobierno ordenado. Hasta qué punto no fue radical la reforma que el gasto público nunca bajó de 38% del PBI. O sea, era superior al de Australia e Irlanda”.

A juicio del experto, el problema no fueron las supuestas reformas radicales, sino su ejecución irregular. Por ejemplo, “la liberalización de la cuenta capitales, antes de lograr disciplina fiscal o un mercado labor derregulado, violaba la secuencia ortodoxa de medidas. Esto, por supuesto, elevó los costos inevitablemente impuestos por las reformas”.

Si el desenlace no fue radical, “el inicio estuvo pleno de distorsiones, como nunca se conocieron entre las economías más avanzadas de la OCDE” (Wolf olvida que Nueva Zelandia figura entre las menos desarrolladas de ellas). No obstante, “sin esos cambios radicales, aunque parciales, el país habría sufrido una amplia crisis macroeconómica en algún momento entre fines de los 80 y principios de los 90. Eso se evitó”.

Sin duda, las mejoras no han tenido los alcances deseados por los ortodoxos británicos. Tal vez el síntoma más llamativo sea la escasa afluencia de capitales privados, que representan 10% del PBI, contra 16% en Australia. En cuanto a inversiones en tecnología informática y telecomunicaciones, son modestas en relación con casi toda la OCDE, inclusive Australia e Irlanda.

Realista, Wolf niega que Nueva Zelandia sea una estrella de las reformas, como ciertos medios y analistas creen. “Pero la declinación relativa que mostraba en los 70 y 80 fue detenida. Eso se consiguió con políticas que no eran tan radicales, aunque lo parecieran en comparación con el tipo de gestión imperante hasta 1983”.

Así se inicia un análisis de Martin Wolf, quien ha estado semanas atrás en Wellington. Al respecto, apunta que “inclusive alguien tan cauto como John Kay escribió hace cuatro años un artículo en el ‘Financial Times’, donde postulaba el fracaso del experimento. No obstante, estimo que los rumores sobre un desastre económico neocelandés han sido muy exagerados”.

Meses atrás, la muy conservadora Organización de Cooperación pro Desarrollo Económico (OCDE, París) declaraba que el archipiélago había figurado entre las economías de mayor crecimiento en el lapso 1992-2002 (once años). Su producto bruto interno subía a razón de 3,% anual, aun durante un lapso regresivo en la economía mundial.

Entonces, plantea Wolf, “¿cómo evaluar aquellas reformas, veinte años después de lanzadas? Apelando a los números, claro”. En primer términos, el ingreso real por habitante –en términos de poder adquisitivo- cedió desde poco más del promedio OCDE (24 economías líderes) en 1970 a 70% de igual medida en 1992. Hacia 2002, empero, repuntaba a 76% de la OCDE.

En segundo lugar, desde 1990 la tasa de empleo sobre población activa superaba la media de la OCDE y se acercaba a 80%. Ya en 2004, la desocupación estuvo en 3,8% durante el III trimestre, el mínimo en dieciocho años. Esta ensalada de estadísticas tan heterogéneas brinda una impresión positiva, aunque incompleta.

Tercero, el aumento de producción por hora trabajada pasó de 0,5% a mediados de los 90 a 2% en 2001/2. Por tanto, el “multifactor de productividad” –rendimiento por unidad de producción- ha subido, según cifras ajustadas por estacionalidad, de casi cero en 1984 a 1,2% anual en 2002. De ahí que la OCDE, donde hay un culto a Nueva Zelandia, haya proyectado ese ascenso a 2,1% anual en 2003-ritmo superior al del conjunto representado por la entidad (1,9%) y al 2% de Australia.

Ahora bien, ante estadísticas por momentos tan relativas como indirectas, ¿cómo medir los resultados de las reformas pro mercado, es decir conservadoras? Wolf cree que el éxito es razonable, pero admite que muchos expertos no están de acuerdo con ese veredicto.

Ya en abogado de Wellington, el columnista sostiene que los escépticos no advierten lo distorsionada que estaba la economía neocelandesa al momento de los cambios. “Las reformas no tuvieron más remedio que ser radicales. A principios de los 80, el país exportaba productos primarios, cundían la protección aduanera, los subsidios, el gasto público (más de 50% del PBI), los déficit –fiscal, en cuenta corriente- y la inflación”.

Un problema distinto es que las reformas no fueron graduales ni se repartieron en el tiempo, sino que se trató de dos breves brotes, bajo la dirección de Roger Douglas (ministro de Hacienda, 1984/8) y la primer ministro Ruth Richardson (1990/3). El primero impuso cambios flotantes, eliminó controles financieros y bursátiles, rebajó tarifas, abolió licencias de importación, disminuyó a 33% la máxima tasa impositiva y eliminó subsidios. La segunda se limitó a aplicar esa medidas, pero las aprovechó para buscar figuración política internacional (con rédito efímero, salvo en la periferia).

Entre ambas gestiones, se le otorgó autonomía operativa al Banco de Reserva (central) y éste pasó a una política monetaria cifrada en metas de inflación. Los críticos hablaron de “laissez faire” pero, sostiene Wolf, “el objetivo real era una economía de mercado razonablemente regulada, capaz de competir, con políticas fiscales prudentes y un gobierno ordenado. Hasta qué punto no fue radical la reforma que el gasto público nunca bajó de 38% del PBI. O sea, era superior al de Australia e Irlanda”.

A juicio del experto, el problema no fueron las supuestas reformas radicales, sino su ejecución irregular. Por ejemplo, “la liberalización de la cuenta capitales, antes de lograr disciplina fiscal o un mercado labor derregulado, violaba la secuencia ortodoxa de medidas. Esto, por supuesto, elevó los costos inevitablemente impuestos por las reformas”.

Si el desenlace no fue radical, “el inicio estuvo pleno de distorsiones, como nunca se conocieron entre las economías más avanzadas de la OCDE” (Wolf olvida que Nueva Zelandia figura entre las menos desarrolladas de ellas). No obstante, “sin esos cambios radicales, aunque parciales, el país habría sufrido una amplia crisis macroeconómica en algún momento entre fines de los 80 y principios de los 90. Eso se evitó”.

Sin duda, las mejoras no han tenido los alcances deseados por los ortodoxos británicos. Tal vez el síntoma más llamativo sea la escasa afluencia de capitales privados, que representan 10% del PBI, contra 16% en Australia. En cuanto a inversiones en tecnología informática y telecomunicaciones, son modestas en relación con casi toda la OCDE, inclusive Australia e Irlanda.

Realista, Wolf niega que Nueva Zelandia sea una estrella de las reformas, como ciertos medios y analistas creen. “Pero la declinación relativa que mostraba en los 70 y 80 fue detenida. Eso se consiguió con políticas que no eran tan radicales, aunque lo parecieran en comparación con el tipo de gestión imperante hasta 1983”.

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