Más de lo mismo

Ni el reemplazo de medio gabinete logra alejar al gobierno de la percepción de que, contra lo que votó el electorado, en materia de administración y práctica política nada ha cambiado sustancialmente. Por Alejandro J. Lomuto

6 octubre, 2000

Indudablemente en su peor momento, el gobierno no logra recordar dos cuestiones fundamentales para su salud política. Una, que, más que cómo son realmente los hechos, lo importante es cómo esos hechos son percibidos. La otra, que –como lo reflejan las encuestas publicadas por los diarios en los últimos dos años– una de las principales razones que llevaron a la Alianza al gobierno fue la esperanza del electorado en que los dirigentes de la coalición fueran diferentes de sus predecesores en el manejo de la cosa pública.

Después de 10 meses, la administración De la Rúa parece distinguirse, más que por cualquier otro aspecto, por la obstinada ignorancia de esas dos cuestiones.

Si la década del menemismo se caracterizó por una política económica preocupada por la pulcritud de las cuentas nacionales y desentendida de las graves consecuencias que las medidas adoptadas en pos de aquel objetivo generaron en millones de individuos y miles de empresas, en casi un año el actual gobierno no logró instalar la percepción de que los ajustes, los impuestazos y la prolongada recesión conducen a algo diferente.

Si la década del menemismo se caracterizó por el brutal copamiento de la política por la frivolidad, la entronización del llamado Grupo Sushi (ver su ideario político en las declaraciones del publicitario Ramiro Agulla en el diario La Nación del pasado sábado 30) no puede llevar sino a la percepción de que la frivolidad política sigue gozando de excelente salud.

Si la década del menemismo se caracterizó por la sospecha permanente –demasiadas veces confirmada– de que las prácticas administrativas no eran todo lo claras que dispone la ley, el episodio de las presuntas coimas a senadores, que salpica al menos a dos figuras demasiado relevantes del Poder Ejecutivo, habilita a percibir que en ese aspecto nada ha cambiado.

Si la década del menemismo se caracterizó por el despiadado internismo que jamás pudo ocultar el gabinete, desde las tempranas épocas de celestes versus rojos punzó hasta las mucho más estentóreas del cavallismo versus el ala política, los casi públicos enfrentamientos en el seno de la actual administración (Leonardo Aiello-Darío Lopérfido, Nicolás Gallo-Henoch Aguiar y hasta Fernando de la Rúa-Chacho Alvarez) impiden percibir la existencia de un estilo distinto para resolver las diferencias.

Si la década del menemismo se caracterizó por la falta de reflejos para apartar del ojo del huracán a funcionarios sospechados, incluso para preservarlos mientras no se demostrara su culpabilidad, el virtual ascenso dispuesto ayer para Alberto Flamarique –quien será recordado como el ministro de la Banelco hasta que se compruebe su inocencia– conduce a la percepción de que han cambiado muchas autoridades pero no ciertos criterios.

Si la década del menemismo se caracterizó por privilegiar las relaciones familiares y amistosas a la hora de designar funcionarios claves de la administración, la polémica presencia en el gabinete del banquero sin experiencia política Fernando de Santibañes y el rumor fuertemente difundido ayer –y no desmentido hasta esta mañana– según el cual Ricardo Gil Lavedra debió abandonar el gobierno porque hacía falta un puesto para el hermano del Presidente, hacen virtualmente imposible percibir que ciertos vicios de la política han quedado felizmente olvidados.

Si la década del menemismo se caracterizó por la recurrencia de reformas institucionales –algunas, sólo declamadas– más ajustadas a necesidades coyunturales, legales o de impacto, que al diseño consensuado de un proyecto de país, el anuncio de anteayer, que, como los del período menemista, se empeña en postergar la muerte de la perniciosa lista sábana, inducen a la percepción de que, también en esta materia, estamos viendo una película repetida.

Si hay en la Argentina una sensación de “mufa colectiva”, como reconoce ayer en La Nación el historiador Félix Luna, no se debe a que la sociedad se haya vuelto súbitamente impaciente, sino a que el electorado votó un cambio de actitud y, en muchos aspectos claves, a casi un año de gestión, percibe más de lo mismo.

Indudablemente en su peor momento, el gobierno no logra recordar dos cuestiones fundamentales para su salud política. Una, que, más que cómo son realmente los hechos, lo importante es cómo esos hechos son percibidos. La otra, que –como lo reflejan las encuestas publicadas por los diarios en los últimos dos años– una de las principales razones que llevaron a la Alianza al gobierno fue la esperanza del electorado en que los dirigentes de la coalición fueran diferentes de sus predecesores en el manejo de la cosa pública.

Después de 10 meses, la administración De la Rúa parece distinguirse, más que por cualquier otro aspecto, por la obstinada ignorancia de esas dos cuestiones.

Si la década del menemismo se caracterizó por una política económica preocupada por la pulcritud de las cuentas nacionales y desentendida de las graves consecuencias que las medidas adoptadas en pos de aquel objetivo generaron en millones de individuos y miles de empresas, en casi un año el actual gobierno no logró instalar la percepción de que los ajustes, los impuestazos y la prolongada recesión conducen a algo diferente.

Si la década del menemismo se caracterizó por el brutal copamiento de la política por la frivolidad, la entronización del llamado Grupo Sushi (ver su ideario político en las declaraciones del publicitario Ramiro Agulla en el diario La Nación del pasado sábado 30) no puede llevar sino a la percepción de que la frivolidad política sigue gozando de excelente salud.

Si la década del menemismo se caracterizó por la sospecha permanente –demasiadas veces confirmada– de que las prácticas administrativas no eran todo lo claras que dispone la ley, el episodio de las presuntas coimas a senadores, que salpica al menos a dos figuras demasiado relevantes del Poder Ejecutivo, habilita a percibir que en ese aspecto nada ha cambiado.

Si la década del menemismo se caracterizó por el despiadado internismo que jamás pudo ocultar el gabinete, desde las tempranas épocas de celestes versus rojos punzó hasta las mucho más estentóreas del cavallismo versus el ala política, los casi públicos enfrentamientos en el seno de la actual administración (Leonardo Aiello-Darío Lopérfido, Nicolás Gallo-Henoch Aguiar y hasta Fernando de la Rúa-Chacho Alvarez) impiden percibir la existencia de un estilo distinto para resolver las diferencias.

Si la década del menemismo se caracterizó por la falta de reflejos para apartar del ojo del huracán a funcionarios sospechados, incluso para preservarlos mientras no se demostrara su culpabilidad, el virtual ascenso dispuesto ayer para Alberto Flamarique –quien será recordado como el ministro de la Banelco hasta que se compruebe su inocencia– conduce a la percepción de que han cambiado muchas autoridades pero no ciertos criterios.

Si la década del menemismo se caracterizó por privilegiar las relaciones familiares y amistosas a la hora de designar funcionarios claves de la administración, la polémica presencia en el gabinete del banquero sin experiencia política Fernando de Santibañes y el rumor fuertemente difundido ayer –y no desmentido hasta esta mañana– según el cual Ricardo Gil Lavedra debió abandonar el gobierno porque hacía falta un puesto para el hermano del Presidente, hacen virtualmente imposible percibir que ciertos vicios de la política han quedado felizmente olvidados.

Si la década del menemismo se caracterizó por la recurrencia de reformas institucionales –algunas, sólo declamadas– más ajustadas a necesidades coyunturales, legales o de impacto, que al diseño consensuado de un proyecto de país, el anuncio de anteayer, que, como los del período menemista, se empeña en postergar la muerte de la perniciosa lista sábana, inducen a la percepción de que, también en esta materia, estamos viendo una película repetida.

Si hay en la Argentina una sensación de “mufa colectiva”, como reconoce ayer en La Nación el historiador Félix Luna, no se debe a que la sociedad se haya vuelto súbitamente impaciente, sino a que el electorado votó un cambio de actitud y, en muchos aspectos claves, a casi un año de gestión, percibe más de lo mismo.

Compartir:
Notas Relacionadas

Suscripción Digital

Suscríbase a Mercado y reciba todos los meses la mas completa información sobre Economía, Negocios, Tecnología, Managment y más.

Suscribirse Archivo Ver todos los planes

Newsletter


Reciba todas las novedades de la Revista Mercado en su email.

Reciba todas las novedades