domingo, 22 de diciembre de 2024

La transición política en el nuevo escenario mundial

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Hace más de cincuenta años, cuando la palabra globalización todavía ni siquiera figuraba en ningún diccionario del mundo, en su libro “La Hora de los Pueblos”, Perón decía que “en el mundo de hoy la política puramente nacional es una cosa casi de provincias”.

Por Pascual Albanese (*)

“Lo único que importa es la política internacional que juega desaprensivamente por afuera o por adentro de los países”. Esa frase tiene hoy más vigencia que nunca y viene como anillo al dedo para analizar lo que sucede en la Argentina.

Porque nuestro tema de hoy es precisamente “La Argentina en el nuevo escenario mundial”. Así enunciado, el título parecería algo demasiado alejado de las preocupaciones cotidianas de los argentinos de carne y hueso. Pero si nos atenemos a las implicancias del reciente acuerdo entre el gobierno y el Fondo Monetario Internacional suscripto por el Ministro de Economía, Sergio Massa, veremos que ambos términos de esta ecuación, transición política y nuevo escenario mundial, están mucho más asociados de lo que parece.

Lo primero que corresponde destacar es la naturaleza eminentemente política de este acuerdo. Más que un acuerdo con el FMI, que significa un desembolso de 7.500 millones de dólares destinados a mejorar las exhaustas reservas monetarias del Banco Central, se trata del resultado de una negociación política que involucró a los gobiernos de Estados Unidos y de China.

Resulta obvio que sin el aval de la Casa Blanca hubiera sido virtualmente imposible, por ejemplo, que prosperase el requerimiento de la Argentina sobre la reducción  de la exigencia de acumulación de las reservas monetarias del Banco Central. Tampoco que el Banco Latinoamericano de Desarrollo, más conocido como la Corporación Andina de Fomento (CAF,) aportara 1.000 millones de dólares para hacerse cargo de una parte del préstamo puente que permitió a la Argentina saldar sus vencimientos de fin de julio con el FMI antes incluso de que el directorio del Fondo aprobase formalmente los puntos del acuerdo, ni que el resto de esa deuda fuera abonado con yuanes por valor de 1.700 millones de dólares, cuyo empleo fue habilitado por el Banco de la República Popular China, que es sinónimo del gobierno chino. En otras palabras, el acuerdo firmado por Massa con el FMI resulta impensable sin el previo y expreso consentimiento de los gobiernos de Washington y de Beijng.

Desde ya que esa constatación constituye un éxito político de Massa cuya importancia no cabe subestimar. Aunque muchos economistas y dirigentes de la oposición arguyan, con cierta dosis de razón, que lo ocurrido supone en alguna medida estirar la mecha del estallido de una bomba, lo cierto es que esa bomba no estalló, la Argentina ahora tiene garantizada la transición política hasta el 10 de diciembre y el próximo gobierno, sea cual fuere, tendrá que sentarse a renegociar con el FMI las metas económicas de los próximos años.

Pero en este entendimiento con el FMI  hay algo todavía mucho más profundo.  La comunidad financiera internacional, con el aval de los gobiernos de Estados Unidos y China, abren un crédito de confianza a la nueva etapa política que, con independencia de los resultados electorales, se inicia en la Argentina a partir del próximo 10 de diciembre.

Esas expectativas favorables obedecen a dos causas fundamentales. La primera es el reconocimiento de la enorme potencialidad productiva de la Argentina, especialmente en materia de alimentos y energía, que motiva la atención internacional. Pero la segunda, que transforma en operativa a la anterior, es la percepción de que la Argentina protagoniza un cambio de ciclo, signado por el ocaso del “kirchnerismo” y el comienzo de una etapa en la que los actores políticos tienden a converger en torno a una estrategia económica proclive a una mayor apertura internacional y a la promoción de la inversión como palanca para el desarrollo. Una manifestación de las características de ese incipiente nuevo consenso tuvo lugar la semana pasada durante la Exposición Rural de Palermo, cuando los precandidatos presidenciales expusieron sus propuestas ante los directivos de la Sociedad Rural Argentina.

Esa percepción sobre el fin del ciclo “kirchnerista” incluye también la hipótesis, juzgada altamente improbable pero no absolutamente imposible, de un triunfo de Massa en las elecciones presidenciales. El “establishment” financiero internacional y también una parte del “círculo rojo” coinciden paradójicamente con el diagnóstico que desde la izquierda del “kirchnerismo” hace en su última edición la revista “Crisis”, dirigida por Mario Santucho, hijo de Roberto Santucho, el fundador y jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo.

En una editorial que no tiene desperdicio, sobre todo por la identidad de sus autores, la revista señala: “El discurso con que la vicepresidenta Cristina Kirchner coronó la operación de  investimento de Sergio Massa explicita el difícil trance que atraviesa el kirchnerismo, atormentado por una deriva que no controla sino más bien padece. Más que a la sociedad, la candidatura presidencial del Ministro de Economía está orientada a tranquilizar a los poderes fácticos. Y si se toma un poco de perspectiva, lo que está en riesgo es el legado de la actual conductora del movimiento peronista.

Si la fórmula conformada por Juan Grabois y Paula Abal Medina, que a último momento evitó la candidatura única en Unión por la Patria, no logra neutralizar la máquina disciplinadora que se desplegó con el objetivo de invisibilizarla, el ciclo iniciado en 2001 se habrá cerrado definitivamente, dando paso a una atmósfera de clara tonalidad noventista”. Más allá de las adjetivaciones ideológicas, sería bastante difícil redactar una mejor necrológica del ciclo histórico del ”kirchnerismo”.

Quiso el azar que la noticia sobre el acuerdo con el FMI coincidiera y contrastara con la información de que la Argentina estará obligada a pagar, como mínimo, una indemnización de 5.000 millones de dólares en una demanda originada en la estatización de YPF que se sustancia ante la justicia de Nueva York.

Nueve años después de aquella decisión, adoptada en 2012 por el gobierno de Cristina Kirchner, durante la gestión como Ministro de Economía de Axel Kiciloff, esta sentencia que obliga a pagar, como mínimo, otros 5.000 millones de dólares por una empresa cuyo paquete accionario está valuado actualmente en alrededor de 8.200 millones de dólares, simboliza acabadamente el balance aquella operación y constituye una expresión elocuente de este ciclo histórico que concluye en un contexto de aislamiento internacional que, aunque sea como consecuencia de un apremiante estado de necesidad, hoy comienza a revertirse de la mano de Massa.

Desde ya que la agenda mediática está muy alejada de todas estas elucubraciones y tiende a concentrarse en preocupaciones mucho más inmediatas, a menudo más cercanas a los pronósticos deportivos que al análisis de la evolución de los acontecimientos. A pocos días de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias del 13 de agosto, el centro de la atención de los medios de comunicación está entonces focalizado en el incierto resultado de la contienda interna de Juntos por el Cambio entre el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, y su contrincante Patricia Bullrich.

Ese interés prioritario obedece a dos razones. La primera es que nadie pronostica un seguro vencedor en esa competencia, a diferencia de lo que sucede en Unión por la Patria, donde nadie pone en duda la victoria de  Massa sobre Juan Grabois, convertido más en un “sparring” destinado a contener a una franja del “kirchnerismo” que en un verdadero rival.

La segunda razón, no tan incontrastable pero sí estimada altamente probable en el llamado “círculo rojo” y sus adyacencias mediáticas, es que el ganador en esa elección primaria de Juntos por el Cambio sería el candidato  favorito en la competencia que se definirá en la segunda vuelta electoral del 19 de noviembre, ya que ninguna encuesta anticipa que pueda existir un presidente electo en la primera vuelta del 22 de octubre.

Esa disputa entre Bullrich y Rodríguez Larreta suscitó un interesante debate entre los especialistas en opinión pública, que coinciden en el hecho de que la mayoría de los consultados se niega a responder a la inquietud de los encuestadores, un comportamiento que es interpretado como otra demostración del creciente divorcio entre el sistema político argentino y el conjunto de la sociedad, una separación que fue la base del ascenso político de Javier Milei.

Ese divorcio entre el sistema político y la sociedad está verificado por el hecho de que todas las encuestas coinciden en que los cuatro candidatos presidenciales con posibilidades de disputar la segunda vuelta, o sea Massa, Rodríguez Larreta, Bullrich y Milei, tienen más imagen negativa que positiva en la opinión pública. Si se suma que lo mismo sucede con las figuras del presidente y la vicepresidente de la República, estamos ante una situación seguramente inédita en la historia política argentina.

Pero esa “abstención encuestológica”, reflejada también en el elevado abstencionismo electoral en algunas recientes elecciones provinciales, abre un interrogante sobre un segundo fenómeno  llamativo. La mayoría de las encuestas otorgan ventaja a Bullrich sobre Rodríguez Larreta. Pero dentro de ese escenario cabe diferenciar también, en un análisis más detallado, entre las encuestas telefónicas o digitales, donde esa ventaja de Bullrich es incontrastable, y las encuestas presenciales, donde el resultado es bastante más parejo.

En este sentido, la interpretación prevaleciente entre los analistas es que entre el público que  responde a los sondeos telefónicas o digitales existe un mayor porcentaje de “voto militante”, más alineado  políticamente. En cambio, una franja del electorado independiente, no identificado en el espíritu de confrontación reinante  entre los principales candidatos, optaría por no contestar. Esa actitud no se reflejaría de igual manera en las encuestas presenciales. El 13 de agosto, además de su  significación específica, será entonces un inesperado aporte para la actualización de los métodos de campaña y el análisis  la sociología electoral de la Argentina.

El juego de Massa

El equipo de Massa está más que atento al resultado de la puja Bullrich-Rodríguez Larreta. Como aquel competidor que sabe que “corre desde atrás”, su estrategia depende en gran medida de la explotación de los posibles flancos vulnerables del adversario. Esto implica jugar de contragolpe. En ese contexto, ajeno a todo triunfalismo, la convicción predominante es que una victoria de Bullrich dejaría vacante una franja del electorado “de centro”, en particular de origen radical, que podría negarse a acompañar a Bullrich en el balotaje.

Otros asesores de Massa dejan volar mucho más lejos la imaginación y conjeturan que si, a la inversa, ganara Rodríguez Larreta, un porcentaje significativo de los votantes de Bullrich podría volcarse en octubre por Milei y colocar a Juntos por el Cambio fuera de la segunda vuelta de noviembre. Una  supuesta final entre Massa y Milei sería, para ellos, el equivalente del ”sueño del pibe”.

Para completar este variado rosario de invenciones tácticas, en ese círculo también está la previsión de que, para el caso de un posible balotaje con Rodríguez Larreta, Massa tendría que hacer un esfuerzo, casi “contra natura”, para atraer a parte de los votantes de Milei. En esta hipótesis se asienta la proyección mediática otorgada a Carlos Maslatón, quien tendría que convencer a esa franja del electorado que Massa es un “segundo Menem”, dispuesto a reconciliar al peronismo con la economía de mercado y la apertura internacional de la Argentina.

La única certeza es que el  Ministro de Economía, erigido en el garante de la transición, apunta ahora a lograr lo que antes  parecía imposible para el oficialismo: ganar las elecciones presidenciales. Tanto es así que algunos imaginan viable la posibilidad de que, una vez logrado su actual objetivo de convertirse en el precandidato más votado en las elecciones primarias del 13 de agosto, abandone el Palacio de Hacienda para dedicar  la totalidad de su tiempo a la campaña proselitista para el 22 de octubre. Sería la paradójica confirmación de sus anteriores declaraciones en el sentido de que en la actual situación de la Argentina resultaba incompatible conciliar una candidatura presidencial con el ejercicio del Ministerio de Economía.

Este vuelco en la situación política tuvo como resultado inmediato que el “kirchnerismo”, que hasta ahora daba por perdida la elección presidencial y concentraba la totalidad de sus energías en el objetivo de sobrevivir en la  oposición refugiándose en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, haya modificado su estrategia originaria para acompañar disciplinadamente la candidatura de Massa y dejar de cuestionar sus entendimientos con el FMI y los distintos factores de poder.

El nuevo consenso

Más allá su impacto en el resultado electoral, el acuerdo con el FMI implica que la comunidad financiera internacional otorgó un voto de confianza a la nueva etapa institucional de la Argentina, en la convicción de que el cambio de gobierno no supondrá una modificación significativa en el rumbo económico sino que, por contario, traerá aparejado una profundización  del giro realista registrado a partir del encumbramiento de Massa en el Ministerio de Economía.

En este punto la oposición ha quedado a la defensiva. No puede cuestionar el acuerdo  con el FMI y está obligada a no obstaculizar su cumplimiento. Esta contrariedad disminuyó el espíritu triunfalista reinante entre sus filas, reforzado por su amplia victoria en las elecciones santafecinas y en otras provincias. La cercanía del 13 de agosto aumentó el nivel de confrontación  entre Bullrich y Rodríguez Larreta, cuya intensidad es una  ayuda adicional a Massa. A diferencia de lo ocurrido en los últimos cuatro años, las contradicciones internas del oficialismo son hoy bastante menos ruidosas  que las disputas desatadas en la oposición.

Cabe aquí una observación sobre un hecho puntual pero que revela un fenómeno a tener en cuenta. Algunos especialistas en opinión pública, puestos a salir del mundillo de las encuestas electorales para tratar de bucear en las profundidades del subconsciente colectivo de la sociedad, afirman que en los llamados “focus group”, a la hora de definir en una sola palabra la multitud de sensaciones contradictorias que coexisten la opinión pública, la palabra sobresaliente es “orden”.

La palabra “orden” admite diversas interpretaciones, que abarcan desde la seguridad ciudadana frente a la delincuencia, la libertad de tránsito en las calles frente a los piquetes, la estabilidad monetaria frente a la inflación y la escalada del dólar, la previsibilidad económica frente a la incertidumbre en materia de empleo y otras acepciones. Pero, en última instancia, el común denominador es una demanda de gobernabilidad ante el peligro de un colapso. El candidato que revele mayor capacidad de satisfacerla será el próximo presidente de la República.

En este contexto, la mayoría de los factores de poder, tanto  nacionales  como internacionales, perciben el alumbramiento de un nuevo consenso político,  cuya configuración  definitiva estará obviamente determinada por los resultados electorales. En ese escenario corresponde destacar la relevancia que adquiere lo ocurrido en Córdoba a partir del triunfo de Martín Llaryora, rubricado con la victoria de Daniel Passerini en la elección de intendente de la ciudad capital, que aunque no modifique las prespectivas electorales de Juan Schiaretti ratifica la irrupción en el peronismo de un nuevo actor protagónico en una nueva etapa que por ahora sólo podría definirse, provisoriamente,  como ”post-kirchnerismo”, asentado territorialmente en el corazón de la Argentina agroindustrial.

El “cordobesismo”, entendido como una constante adecuación del sistema de ideas y valores del peronismo a las características específicas de la sociedad cordobesa, busca salir de su carácter provincial para proyectarse para configurar una nueva alternativa política nacional. Con un agregado cualitativamente importante: la experiencia de Córdoba revela la viabilidad de una alianza estratégica entre los sectores populares, históricamente representados por el peronismo, y el complejo agroalimentario, que es sin duda el sector tecnológicamente más avanzado e internacionalmente más competitivo de la economía argentina.

La transición política en curso tiene como brújula la reinserción de la Argentina en el nuevo escenario mundial. Pero importa una precisión. El actual escenario es cualitativamente diferente al que existía en la década del 90. Por lo tanto,  la estrategia para abordarlo también tendrá que ser distinta. Ya no existe aquel breve “momento unipolar” de la historia mundial que sucedió al fin de la guerra fría y la disolución de la Unión Soviética. Vivimos una nueva bipolaridad, protagonizada por Estados Unidos, la superpotencia dominante, y China, la superpotencia en ascenso.  Esa competencia por el liderazgo se manifiesta en todo el mundo y también en América Latina.

Esta situación no obliga a practicar alineamientos automáticos de ningún tipo. Muy por el contrario, exige y posibilita una estrategia que articule la firme defensa del interés nacional con una cultura de la asociación acorde con la era de la globalización. En el caso de la Argentina, esa estrategia no puede sino estar basada en una alianza estratégica con Brasil, en la línea trazada en la década del 50 por Perón con su fallido intento del ABC.

En la década del 60, en plena guerra fría y coincidentemente con el nacimiento del movimiento de países no alineados, solía distinguirse dos tipos de “tercerismos.” El primero era un “tercerismo confrontativo”, encarnado por la China de Mao, que consistía en estar igualmente lejos de Estados Unidos y la Unión Soviética. El otro era el  “tercerismo” de la Yugoeslavia del mariscal Tito, que pretendía posicionarse igualmente cerca de ambas superpotencias.

Hoy las circunstancias determinan la conveniencia de ese “tercerismo  convergente” o “tercerismo asociativo”. Cuando la Argentina utiliza yuanes para pagar sus obligaciones con el FMI demuestra que ese camino es viable. Recorrerlo demanda una conjunción de dos factores: consenso y liderazgo. Ese consenso asoma hoy en el horizonte. El liderazgo surgirá de los hechos.

En este punto, cabe incluir y subrayar un agregado que nos remite nuevamente a la estrecha vinculación existente entre la transición política y el escenario mundial. Dios mediante, y jamás mejor empleado este término, el acontecimiento de mayor impacto social en la Argentina de 2024 será muy probablemente la visita del Papa Francisco. Su anunciada presencia constituye una oportunidad extraordinaria para la manifestación de ese nuevo consenso que se insinúa en el horizonte, indispensable para un nuevo gobierno que asumirá en minoría parlamentaria y con la responsabilidad de afrontar y superar la emergencia económica y social, con una inflación de tres dígitos y un índice de pobreza mayor al 40%, en medio de una situación de descreimiento colectivo en el sistema político.

En 2002 el Diálogo Argentino, promovido e impulsado por la Iglesia Católica, constituyó un mecanismo  eficaz para la generación de un clima de  consenso que, más allá de cualquier juicio de valor sobre sus actores y sobre las recetas aplicadas,  permitió salir de la situación de emergencia precipitada con la caída del gobierno de la Alianza. La historia no se repite pero enseña. No se trata en absoluto de trasladar mecánicamente experiencias propias de otras circunstancias pero si estar atentos a las oportunidades que ofrece el destino para no dejarlas pasar y poder aprovecharlas en tiempo y forma.

Una digresión final. Un relato de Platón cuenta que Alcibíades, un controvertido general y político ateniense del siglo V antes de Cristo, dialoga con Sócrates, quien le pregunta “¿cuál es la virtud del político?”. Alcibiades le contesta: ”prever”. Prever es, nada más y nada menos, ver antes que los demás. No se trata de  adivinar el futuro sino de saber percibir las tendencias predominantes en una sociedad en un momento determinado. A partir de entonces, y desde la cuna de la democracia, la virtud en política está indisolublemente anclada en una acertada visión del futuro. Esa capacidad para anticiparse a los acontecimientos es la primera condición indispensable de un liderazgo integrador capaz de articular este nuevo consenso emergente y traducirlo en acción.

(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico.

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