Por Pascual Albanese
Además de la total impotencia de la vicepresidenta Cristina Kirchner para impulsar un camino alternativo y la manifiesta incapacidad de la oposición para hacerse cargo en las presentes circunstancias de un país en crisis, mientras especula con la inevitabilidad de su victoria electoral en las elecciones presidenciales de 2023.
Es una paradoja cargada de sentido que la corriente principal del Frente de Todos, liderada por Cristina Kirchner, quien hegemoniza su conducción, no está en condiciones de definir el rumbo gubernamental y que su fracción electoralmente más débil, representada por Massa, logra imponer una brutal inyección de realismo frente a la convicción generalizada de que el camino emprendido el 10 de diciembre de 2019 llevaba inexorablemente a una debacle económica y social.
No es menos llamativo que la principal coalición opositora, agrupada en Juntos por el Cambio, se encuentre ante la necesidad de acompañar el viraje gubernamental.
La explicación de este aparente contrasentido es la ratificación del axioma sobre la importancia de tener ideas claras en lo esencial, más allá de los detalles técnicos, y la capacidad política necesaria para posicionarse en el lugar adecuado en el momento oportuno. Esto ocurre con Massa y explica por qué, aunque sea a disgusto, tanto el “kirchnerismo” como la oposición se vean compelidos a no sabotear su gestión.
En el caso del “kirchnerismo” porque su fracaso implicaría el colapso del gobierno y, por lo tanto, su virtual desaparición política y en Juntos por el Cambio porque supondría la penosa obligación de asumir el gobierno en medios de un caos y violencia generalizados. En otros términos, la mayor pesadilla para el oficialismo y la oposición sería que Massa abandonase del Ministerio de Economía. En esa razón reside su fortaleza política.
Massa refrenda un clásico apotegma de Mao Zedong: “la política al timón”. Su rol trasciende de lejos el de un mero Ministro de Economía. La diferencia reside en una sola cosa: poder político. Esa cualidad hace que los diferentes actores económicos, tanto locales como externos, le brinden una atención infinitamente superior a la que en su momento prestaron a Martín Guzmán. Sus interlocutores entienden que lo que acuerdan con el ministro no está sujeto a ninguna corte de apelaciones. En contrapartida, Massa tiene una clara conciencia del campo de lo posible y conoce cuáles es su margen de maniobra y los límites políticos que condicionan sus decisiones.
Los sectores empresarios, y a su peculiar manera también el sindicalismo y los movimientos sociales, aceptan la lógica de una negociación permanente en la que el rumbo estratégico, signado por un viraje paulatino hacia una estrategia centrada en la economía de mercado y el aliento a la inversión privada, está condicionado por el agotamiento de las reservas monetarias del Banco Central y la preocupación por la dificilísima situación de la franja social de menores recursos, que exigen la adopción de medidas de medidas de emergencia para viabilizar una transición más o menos ordenada hasta la asunción del próximo gobierno.
En el terreno internacional, el entendimiento entre Massa y la Secretaria del Tesoro, Janet Yellen, impactó muy positivamente en las conversaciones entre el gobierno y el Fondo Monetario Internacional y facilitó el aval del organismo al informe sobre el cumplimiento de las metas fiscales pactadas. Este acuerdo rubricado en Washington trasciende el diálogo amistoso con la administración demócrata de Joe Biden para insertarse en un escenario más amplio de negociación con el “poder permanente” de Estados Unidos.
Corresponde consignar que Massa nunca descuidó sus viejas relaciones con el Partido Republicano, reflejadas en su antigua asociación en una empresa consultora sobre temas de seguridad con Rudolph Giiuliani, ex alcalde de Nueva York y abogado personal de Donald Trump. Ese pragmatismo explica también el fortalecimiento de la relación con China, expresada en la ampliación del “swap” para fortalecer las reservas monetarias, pero que tendrá que afrontar ahora el desafío de equilibrio que requiere el trámite de la próxima licitación del sistema de comunicaciones 5-G, uno de los puntos álgidos de la competencia entre Washington y Beijing.
En este sentido, el acuerdo entre la Argentina y Estados Unidos sobre intercambio de información fiscal entre ambos países constituye un hecho de fuerte significación política. No sólo abre una posibilidad de que, a través de una nueva ley de blanquero de capitales, la Argentina pueda recibir en los próximos meses un ingreso de divisas para alimentar las exhaustas arcas del Banco Central sino que también coloca a cierta franja de contribuyentes ante la obligación de regularizar su situación legal para no experimentar sanciones de envergadura. Supone, además, un aporte significativo para afrontar el problema más grave de la economía argentina: la gigantesca desconfianza nacional e internacional.
Cada paso de Massa en su carrera contra el tiempo para frenar la escalada inflacionaria y evitar un posible estallido cambiario patentiza el ocaso de la autoridad presidencial y poner más de relieve la incapacidad de Cristina Kirchner para formular un camino alternativo. La vicepresidenta parece intuir el clima de “fin de época” que atraviesa al conjunto de la sociedad argentina.
Las encuestas muestran que la inflación y la inseguridad son la principal preocupación para la amplia mayoría de la opinión pública, donde prevalece el rechazo a los piquetes como metodología de protesta y a los planes asistenciales como remedio efectivo para la situación social. Ese desplazamiento en la atención colectiva hacia la búsqueda de estabilidad monetaria y de seguridad ciudadana supone la existencia de un cierto “giro a la derecha” que, por encima de las especulaciones electorales, está representado en el oficialismo por el ascenso de Massa y en la oposición por el crecimiento de la figura de Javier Milei.
La impotencia política de la vicepresidenta, cuya hegemonía en el Frente de Todos no alcanza para determinar el rumbo del gobierno ni menos aún el curso general de los acontecimientos, coloca al “kirchnerismo” en la situación retratada en la figura de “el perro que le ladra a la Luna”. Porque mientras respalda en silencio la gestión de Massa, agita retóricamente las banderas “populistas”.
Frente a la multiplicación de resoluciones judiciales adversas, responde con una intensificación de su ofensiva contra el Poder Judicial, cuya máxima expresión es la Corte Suprema de Justicia. Su única y menguada utilidad consiste en restar legitimidad social a las condenas penales que ya dejaron de constituir una amenaza para convertirse en una incontrastable realidad.
De hecho, y más allá de su carácter apelable, la condena en la causa de la obra pública tiene un componente mucho más relevante que la posibilidad de la prisión. La pena accesoria de inhabilitación perpetua para el ejercicio de cargos públicos, que probablemente se reitere en otras causas en curso, permite a Cristina Kirchner, aunque ahora jure lo contrario, presentarse como candidata a senadora nacional en 2023 y conservar sus fueros, pero torna en cambio casi imposible que pueda postularse para un cargo electivo en 2027. En términos estrictamente políticos, este plazo empieza entonces a operar a partir de ahora como una suerte de “cláusula de caducidad”, una particular etiqueta de vencimiento claramente perceptible para el conjunto del peronismo.
El intento de paralizar el funcionamiento del Consejo de la Magistratura y la consiguiente crisis política desencadenada en la Cámara de Diputados marca las posibilidades y los límites de esta estrategia del “kirchnerismo”, empeñado en posicionar al ”lawfare” como la razón de ser de las sentencias judiciales contra la vicepresidenta. Las escandalosas revelaciones sobre el viaje conjunto de cinco magistrados, dos altos directivos del Grupo Clarín, un ministro del gobierno de la ciudad de Buenos Aires y un ex agente de inteligencia de la AFI que se hospedaron en una propiedad en Bariloche del magnate británico Joe Lewis, conocido por su amistad con ex presidente Mauricio Macri, muestra la eficacia operativa de un grupo de inteligencia paralela del Instituto Patria. La circunstancia de que el lugar escogido para el encuentro de aquello que para el “kirchnerismo” sería el equivalente de una reunión del “Politburó del lawfare” se denomine Lago Escondido deja cuasi-escrita una novela a la búsqueda de un autor.
Sin embargo, en las actuales circunstancias políticas y más allá de cualquier juicio de valor sobre la procedencia y las características específicas de esta escandalosa denuncia y de cada uno de estos intentos, cabe presumir que todos están destinadas al fracaso, así como ya ocurrió con las diferentes tentativas orientadas a confrontar con el “Partido Judicial”, desde la ley de “democratización de la justicia” sancionada en 2014 y declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia hasta el proyecto de ampliación del número de integrantes del máximo tribunal aprobado recientemente por el Senado. Es altamente probable, por no decir absolutamente seguro, que en los próximas semanas se conozcan otras sentencias que avalarán esta presunción.
Pero el ocaso del “kirchnerismo” arrastra también al ”antikirchnerismo”. La crisis del oficialismo contribuye a desordenar a Juntos por el Cambio. Mauricio Macri, su figura emblemática, atraviesa una situación en alguna medida semejante a la de Cristina Kirchner. La hegemonía que ejerce hacia adentro de su coalición no es trasladable al conjunto de la sociedad, donde genera muchas más resistencias que adhesiones. Su eventual candidatura presidencial podría constituir también un punto de ruptura con un sector importante del radicalismo.
Pero el problema más importante para la alianza opositora es que, puesta ante la posibilidad, sin duda real, de asumir la responsabilidad del gobierno en diciembre de 2023, carece de una estrategia alternativa políticamente viable a la ensayada hoy por Massa, que está anclada en los compromisos asumidos por el gobierno a partir de su acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y es respaldada, explícita o implícitamente, por la mayoría del peronismo y también de la oposición. El principal interrogante no radica entonces ya en el contenido del programa del futuro gobierno, sino en el liderazgo político y el sistema de fuerzas capaces de implementarlo.
En estas condiciones, ni el Frente de Todos ni Juntos por el Cambio tienen una respuesta acorde a ese desafío. La dinámica de los hechos, más allá de la voluntad de sus protagonistas, tiende a imponer una reformulación integral del actual sistema de poder, con una consiguiente reestructuración del cuadro de alianzas, que puede ocurrir antes o después de las elecciones presidenciales. El “adentro” y el “afuera” de ese nuevo sistema de poder no estará determinado por las actuales fronteras entre el oficialismo y la oposición sino por la adhesión o el rechazo de los diversos actores políticos y sociales a este incipiente nuevo consenso emergente sobre el rumbo estratégico de la Argentina. Lo demás serán notas al pie de página en los futuros libros de historia.