Aceptar un acuerdo haciendo concesiones, dicen, sería una capitulación como vergonzosa: desacreditaría a la izquierda radical en casa y en Europa, desmoralizaría a sus seguidores y paralizaría la agenda con que ganó las elecciones. Le arrebataría también la bandera de la lucha contra la austeridad.
Esta división no es reciente. El 20 de febrero hubo una votación sobre el pacto con la troika y hubo 30% de votos negativos por parte de los ultraizquierdistas. La resistencia aumentó en el comité central, donde ese mismo acuerdo cosechó el rechazo de 40 % de los miembros y el voto en blanco de seis ministros.
El martes los ánimos eran de motín, aun cuando se filtraron versiones de que Grecia había rechazado las duras exigencias que ponían los acreedores sobre medidas más responsables en lo social.
Algunos dirigentes de Syriza temen que Yanis Varoufakis, el belicoso ministro de Finanzas, podría estar preparando una ruptura con el gobierno. Varoufakis ya amenazó este año con renunciar y llevarse con él un grupo de miembros de Syriza cuando Tsipras sugirió – a instancias de algunos políticos europeos – qué él debería renunciar.
Pero además está la protesta pública. El martes salieron a las calles de Atenas los jubilados para protestar contra los acreedores del país.
Lo más probable es que Grecia llegue a un acuerdo con la UE y el FMI a tiempo como para que sea aprobado el jueves en la reunión cumbre de líderes de la UE. El paquete de medidas será luego debatido en el parlamento griego en una sesión de emergencia que durará tres días y se extenderá durante el fin de semana, según fuentes del gobierno griego. Semejante premura quita al primer ministro mucho margen de maniobra.