La política argentina transita una etapa bisagra. En estas las elecciones legislativas de medio término, el oficialismo enfrenta un doble desafío: consolidar su programa económico y evitar que la fragmentación del Congreso derive en una parálisis institucional. La composición actual de las cámaras legislativas anticipa que el escenario de tercios persistirá, y que el resultado electoral no alterará sustancialmente esa geometría. En este contexto, lo que se juega el Gobierno no es solo su capacidad de aprobar leyes, sino su aptitud para sostener vetos y preservar márgenes de iniciativa en un sistema político sin mayorías estables.
Un Congreso dividido
La Cámara de Diputados refleja con nitidez la nueva aritmética parlamentaria. Unión por la Patria retiene cerca de 100 bancas, mientras que La Libertad Avanza y sus aliados orbitan las 70. El resto se distribuye entre bloques provinciales y espacios dialoguistas, encabezados por el frente Provincias Unidas, integrado por legisladores cercanos a los gobernadores. Este tercer espacio —diverso en sus posiciones y anclado en agendas locales— se volvió el árbitro necesario de toda negociación relevante.
En el Senado, la situación es aún más frágil para el oficialismo. Con una minoría exigua, el Gobierno depende de apoyos circunstanciales para avanzar con su agenda o para defender eventuales vetos presidenciales. Las provincias con representación clave —Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Misiones o Tucumán— concentran la capacidad de definir la agenda legislativa. Allí se juega el poder de fuego de los gobernadores, cuya gravitación en esta etapa resulta determinante.
El frente económico como terreno de disputa
Las reformas estructurales impulsadas por el Ejecutivo —fiscal, laboral, previsional— requieren mayorías agravadas que, en el escenario actual, solo pueden alcanzarse mediante acuerdos transversales. La reducción del gasto público, la flexibilización de convenios colectivos y la revisión del sistema previsional han sido eje de resistencia por parte de la oposición peronista y de los gobernadores, preocupados por el impacto fiscal en sus distritos.
Durante el primer año de mandato, el oficialismo logró aprobar la Ley Bases, implementar el régimen de incentivos a las grandes inversiones (RIGI) y renegociar el acuerdo con el FMI. Ese ciclo de avance legislativo fue facilitado por el capital político del triunfo electoral. Sin embargo, en los últimos meses, la ofensiva discursiva del Gobierno, combinada con una estrategia de confrontación en las provincias, debilitó su capacidad de articular mayorías funcionales. El Ejecutivo llega a esta elección de medio término sin quórum propio y con márgenes de maniobra acotados.
De la ofensiva al veto defensivo
La dinámica política viró: si en 2024 el objetivo era aprobar iniciativas clave, en la actualidad el desafío es evitar retrocesos. La atención se desplazó de la capacidad para obtener quórum a la posibilidad de resistir embates legislativos. “Del quórum a la defensa del veto” podría sintetizar este cambio de foco. En Diputados, el oficialismo aún conserva posibilidades de sostener los vetos presidenciales. En el Senado, la ecuación es más incierta y dependerá del resultado electoral y de los acuerdos que se logren con las provincias.
En este contexto, la gobernabilidad deja de ser un atributo que se impone desde el Ejecutivo y se transforma en una construcción negociada, que se redefine sesión tras sesión. La disciplina partidaria ya no garantiza cohesión; el factor clave es la capacidad de articular consensos con los actores intermedios.
Los gobernadores como centro de gravedad
El protagonismo de los mandatarios provinciales es la novedad estructural de este ciclo. Ante un Ejecutivo que perdió capacidad de disciplinamiento mediante transferencias discrecionales o cargos, los gobernadores reforzaron su peso como actores centrales. El bloque Provincias Unidas refleja esa lógica: un espacio pragmático, desideologizado, centrado en la defensa de los intereses territoriales y de la autonomía federal.
Esta “federalización del Congreso” altera la arquitectura tradicional del poder. Los gobernadores ya no son meros aliados o adversarios del Presidente, sino socios coyunturales de un sistema fragmentado. Su capacidad para inclinar votaciones decisivas les otorga un rol preponderante, con pocos antecedentes desde la recuperación democrática.
Una elección con impacto nacional
Las elecciones legislativas del 26 de octubre serán una prueba de resistencia para el oficialismo. Además de los resultados en la provincia de Buenos Aires —donde el espacio libertario busca revertir la derrota—, el desempeño en distritos clave determinará la relación de fuerzas en ambas cámaras. Las señales anticipadas por el mercado ante eventuales reveses (caída de bonos, suba de riesgo país) reflejan que lo que está en juego excede la representación parlamentaria: se trata de la viabilidad del rumbo económico.
El “aceleracionismo” que caracterizó la primera etapa del gobierno —basado en el ajuste veloz y el enfrentamiento discursivo— encuentra su límite en la necesidad de construir mayorías. Con la fragmentación del Congreso como dato permanente, el oficialismo se ve forzado a revisar sus métodos si desea preservar su agenda.
El dilema reformista en un contexto de minorías
La pregunta central no es si las reformas son deseables o necesarias, sino si pueden concretarse sin mayorías propias. La experiencia histórica sugiere que, en contextos de fragmentación, los cambios profundos requieren pactos estables y amplios. Tanto la reforma del Estado en los noventa como la recomposición institucional post 2001 fueron posibles gracias a acuerdos que excedieron a un solo partido.
Hoy, el Ejecutivo mantiene un liderazgo simbólico fuerte, pero enfrenta una oposición capaz de frenar iniciativas y un conjunto de actores intermedios con poder de veto. En este equilibrio inestable, la acción política se convierte en una negociación constante. Las reformas estructurales no se definen por la voluntad presidencial, sino por la ingeniería legislativa.
Hacia un nuevo pacto de gobernabilidad
El bienio 2025-2027 será clave para evaluar si el sistema político argentino puede producir un nuevo pacto de gobernabilidad. Las condiciones no están dadas para un nuevo consenso fundacional, pero sí para acuerdos puntuales que sostengan la estabilidad y den viabilidad al programa económico en marcha. La relación entre el Presidente y los gobernadores, la actitud de la oposición y la capacidad de gestión parlamentaria serán los vectores que definan ese escenario.
Más allá del resultado electoral inmediato, lo que está en juego es el modo de ejercer el poder en una democracia sin mayorías automáticas. El desafío es compatibilizar el impulso reformista con los límites estructurales de la política argentina. La alternativa no es solo la parálisis: es el riesgo de una institucionalidad erosionada por la imposibilidad de acordar.
Ese será el verdadero resultado de las elecciones legislativas. Y su impacto se proyectará, inevitablemente, hacia 2027.












