Elecciones y poder político en el país

Los fuegos de artificio propios de las campañas proselitistas en la Argentina tienden a ocultar un hecho avalado por la totalidad de los sondeos de opinión pública: los resultados electorales no modificarán el rasgo fundamental de una situación política.

4 agosto, 2021

Por: Pascual Albanese (*)

Situación que es signada por el creciente debilitamiento de la autoridad presidencial, con la consiguiente dificultad para resolver la crisis de gobernabilidad que se divisa en el horizonte, tan previsible que la incógnita principal reside en sus modalidades y en la oportunidad de su estallido.

En el cortísimo plazo, el trámite hasta las elecciones primarias del 12 de septiembre revela una diferencia fundamental entre sus principales protagonistas: el oficialismo tiende a privilegiar una unidad cuyo resquebrajamiento implicaría el derrumbe del gobierno, mientras que Juntos por el Cambio, con sus distintas denominaciones en cada distrito, trata de dirimir un liderazgo político unificado para competir exitosamente en las elecciones presidenciales de 2023.

Como no podía ser de otra manera, el epicentro de esa disputa está en la provincia de Buenos Aires y se manifiesta a través de la contienda entre Diego Santilli y Facundo Manes, que es apenas ”la punta del iceberg” de una puja de dimensión nacional entre el radicalismo y el PRO.

Si bien las analogías históricas jamás agotan el análisis del presente, ni menos aún permiten predecir el futuro, a veces sirven a modo de advertencia para desmemoriados.

En 1981 nadie imaginaba que Raúl Alfonsín le ganaría al peronismo las elecciones presidenciales de 1983. En 1987 los analistas daban por sentado que en 1989 el candidato del peronismo y futuro presidente sería Antonio Cafiero y no Carlos Menem. En 1997, tras su victoria sobre Hilda Duhalde, en las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires, la candidata natural de la oposición para suceder a Menem en 1999 era Graciela Fernández Meijide y no Fernando De la Rúa.

A principios de 2002 las encuestas posicionaban alternativamente a Elisa Carrió, Adolfo Rodríguez Saá, Ricardo López Murphy o al propio Menem, pero nadie, ni por asomo, aventuraba a Néstor Kirchner como ganador de la elección de 2003. En 2010 el destino frustró la anunciada candidatura de Kirchner y habilitó la reelección de Cristina Kirchner en 2011.

En 2013, después de su triunfo en las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires, el favorito para el 2015 era Sergio Massa y no Mauricio Macri. Más imprevisible todavía fue lo que ocurrió en mayo de 2019, cuando Alberto Fernández fue literalmente notificado por Cristina Kirchner de su designación como candidato para las elecciones de ese año.

Todos estos ejemplos aconsejan eludir la propensión a pronosticar al futuro político, y en particular a las elecciones de 2023, como una simple proyección mecánica del presente escenario y no como el producto de una realidad en movimiento, en la que los hechos disruptivos suelen jugar un rol decisivo en el curso de los acontecimientos.

Más aún cuando tanto en el Frente de Todos como en Juntos por el Cambio cabe visualizar hoy distintos realineamientos de fuerzas que ponen en tela de juicio su actual configuración y que en ciertas situaciones se manifiestan en las confrontaciones abiertas en las elecciones primarias de septiembre, como sucede con Juntos en la provincia de Buenos Aires y con el Frente de Todos en Santa Fe, y en otros casos puede percibirse en los preparativos para “el día después” de las elecciones legislativas de noviembre.

Tampoco la dicotomía formal entre oficialismo y oposición ni los análisis lineales fundados exclusivamente en la presunta simetría entre dos grandes coaliciones electorales, que predominan en la mayoría de los encuestólogos y los periodistas políticos, permiten penetrar en el sentido profundo de los acontecimientos en curso.

Esas visiones propias de la geometría prescinden de la naturaleza eminentemente dinámica y polifacética del peronismo, un fenómeno históricamente dotado de una formidable capacidad de mutación, e ignoran un hecho central: en la Argentina, un país con instituciones débiles, el vértice ordenador y determinante de la situación política es siempre el poder presidencial, ya sea por su fortaleza, como sucedía con Carlos Menem en la década del 90, o por su debilidad, como ocurrió con Fernando de la Rúa en vísperas del derrumbe de diciembre de 2001.

Más allá del valor relativo de las analogías, no hace falta agudizar mucho la imaginación para precisar de cuál de esas dos situaciones contrapuestas se encuentra más cerca la Argentina de hoy. Valga, sí, recordar que, a raíz de su victoria sobre Cafiero en aquellas inéditas elecciones internas del Partido Justicialista de julio de 1988, Menem ejercía la jefatura del peronismo.

De la Rúa nunca fue el líder de la coalición que lo llevó al poder, ni siquiera la figura central de su propio partido, que era inequívocamente Raúl Alfonsín, sino solamente su candidato presidencial. Como reza la inscripción con la que comenzaban algunas antiguas películas, podría decirse que “toda semejanza con hechos o personajes de la actualidad obedece a una mera coincidencia”.

Lo que verdaderamente está en juego entonces en las elecciones legislativas de este año, más que la integración del Congreso Nacional, que no experimentará ninguna modificación decisiva, ya que el oficialismo no logrará alcanzar mayoría propia en la Cámara de Diputados ni perderá su mayoría en el Senado, es el reposicionamiento de sus diferentes actores, no solamente en relación a las elecciones presidenciales de 2023, que representan hoy un horizonte muy lejano, sino en primer lugar ante una próxima reformulación del sistema de poder instaurado a partir del 10 de diciembre de 2019.

Esta caracterización permite afinar la interpretación de situaciones de otro modo incomprensibles, tal como lo sucedido en la definición de las listas de candidatos del Frente de Todos de Santa Fe que precipitó la renuncia de Agustín Rossi al Ministerio de Defensa. Porque, más allá de lo anecdótico, la actitud de Rossi puso en evidencia la debilidad del vértice de ese sistema de poder político.

La secuencia cronológica de los episodios ayuda a iluminar mejor su significado. Fernández intentó persuadir al gobernador santafecino Omar Perotti acerca de la conveniencia de que Rossi encabezara la lista de candidatos a senadores nacionales mientras que, al mismo tiempo, resistía las presiones de Máximo Kirchner para que el Jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, hiciera lo propio con la nómina de candidatos del Frente de Todos en la provincia de Buenos Aires.

Con independencia de las intenciones de Rossi, esa insistencia de Fernández obedecía a su fundado temor de que la salida de Cafiero del gabinete nacional implicase un mayor vaciamiento de su poder, mediante su reemplazo por una personalidad políticamente más próxima a Cristina Kirchner, como el entonces Ministro de Defensa, quien más allá de los méritos exhibidos durante su gestión al frente de la cartera, de la que fue despedido con inesperados e infrecuentes aplausos por los altos mandos de las Fuerzas Armadas, antes había demostrado sus dotes negociadoras como jefe de la bancada “kirchnerista” en la Cámara de Diputados.

En esa gestión frustrada, Fernández experimentó un doble desaire a su autoridad: primero ante Perotti, quien se negó a aceptar la sugerencia, y después ante el propio Rossi, quien no quiso resignar su precandidatura.

Pero todavía más sonoro y políticamente más significativo que ese gesto de rebeldía de Rossi ante Fernández, que sólo ratificó la imagen de que “el rey está desnudo”, fue su acto de desobediencia ante una solicitud de la propia Cristina Kirchner, razonablemente preocupada por la necesidad de mantener a Perotti en la estructura del Frente de Todos.

Rossi se dio el lujo de advertir a la vicepresidenta que Perotti nunca fue parte del “kirchnerismo” y que, peor aún, el lanzamiento por parte del gobernador de una corriente interna bautizada “Hacemos por Santa Fe” ratificaba su proyecto de configurar un eje político a nivel nacional con el gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, cuya coalición gubernamental se denomina “Hacemos por Córdoba”.

No resulta ocioso puntualizar que Córdoba es la única provincia donde el Partido Justicialista nunca integró el Frente de Todos y lo volverá a enfrentar en las urnas. Lo que Rossi denuncia es que con Perotti el Partido Justicialista de Santa Fe se apresta a recorrer el mismo camino, en línea con la iniciativa de impulsar a partir de la Región Centro, corazón de la Argentina agroindustrial, la recreación de un peronismo “productivista”.

Otro episodio de rebeldía que exige una lectura política que excede el marco local, aunque con características bastante menos estruendosas que la protagonizada en Santa Fe por Rossi, ocurrió en La Matanza, donde la Junta Electoral del Frente de Todos terminó por invalidar la presentación de una lista impulsada por los movimientos sociales, en particular por el Movimiento Evita, con el aval de Secretario de Economía Social, Emilio Pérsico, y de otras fuerzas del peronismo local que pretendían disputar las candidaturas con el intendente Fernando Espinoza.

El episodio adquiere más relevancia por el hecho de que si la Región Centro es el núcleo de la Argentina agroindustrial, La Matanza es el corazón del conurbano profundo, el lugar de la mayor concentración de pobreza y la principal base de sustentación electoral de Cristina Kirchner. Esa lista inhabilitada contaba también con el respaldo del padre Nicolás Angelotti, más conocido como el “padre Tano”, uno de los máximos referentes del movimiento de los sacerdotes villeros.

En el trasfondo de este conflicto suscitado en La Matanza reside una de las características más novedosas y disruptivas del presente político, que es la conciencia creciente en la dirigencia de los movimientos sociales sobre la necesidad de encontrar una estrategia de desarrollo productivo que constituya una alternativa viable ante el agotamiento definitivo del modelo asistencialista surgido como una respuesta coyuntural frente a la emergencia social derivada de la crisis de 2001 y transformada luego en una política permanente a lo largo de los sucesivos gobiernos.

Este agotamiento resultó evidente en 2020, cuando la irrupción de la pandemia impulsó una nueva oleada de movilidad social descendente, protagonizada por un sector de la clase media baja, que disparó los índices de pobreza y terminó de quitar a las prácticas asistencialistas sus últimos atisbos de sustentabilidad económica. La disconformidad colectiva emergente de esta situación social, frente a la que el gobierno no tiene una respuesta efectiva, es la causa que llevó al padre Pepe a afirmar que “a este gobierno le falta peronismo”.

Obviamente, una estrategia capaz de superar el modelo asistencialista exige una profunda transformación estructural que el economista e historiador Pablo Gerchunoff sintetizó lúcidamente con el término de “coalición popular exportadora”, una formulación que encontró un sugestivo eco en los medios periodísticos del Grupo Clarín y que supone promover una convergencia política y social entre los sectores populares, cuyo mayor asiento geográfico es el Gran Buenos Aires y su expresión emblemática es precisamente La Matanza, y las ramas tecnológicamente más avanzados e internacionalmente más competitivas de la economía argentina, cuya principal manifestación, aunque de ninguna manera la única, es el complejo agroindustrial, cuyo epicentro geográfico está en la Región Centro, o sea básicamente en las provincias de Santa Fe y Córdoba.

Para ello, no se trata de partir de la nada. Distintos movimientos sociales, entre ellos la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), promovida por el Movimiento Evita, y varias organizaciones sindicales, como la Unión Obrera de la Construcción (UOCRA), elaboraron el año pasado un Plan de Desarrollo Humano Integral, que Juan Grabois definió como un “plan Marshall criollo” y que entre otros enunciados planteaba la necesidad de una “alianza virtuosa entre el sector privado y al economía popular” y un plan de colonización de tierras fiscales para alentar una paulatina desconcentración de la población. También a mediados de 2020, el Consejo Agroindustrial Argentino (CAI), integrado por más de treinta instituciones de la cadena agroalimentaria, incluida una representación de la Mesa de Enlace agropecuario, elaboró un documento que fue presentado oficialmente al gobierno nacional y también al Parlamento, cuyos lineamientos trazan las bases de un plan nacional de desarrollo, con una perspectiva de mediano y largo plazo para la economía argentina.

Esa potencial confluencia de fuerzas se exhibió semanas atrás en la reunión entre Grabois, uno de los númenes de la CTEP, y el senador nacional Alfredo de Angelis, dirigente del PRO en Entre Ríos (la tercera de las provincias de la Región Centro) y uno de los más activos  dirigentes de la Federación Agraria Argentina (FAA) en el conflicto de 2008 por la resolución 125, quien acababa de presentar un proyecto de ley para incentivar la colonización de tierras públicas.

Para que esta convergencia social pueda materializarse en los hechos, será necesario encarar una reformulación del sistema de poder político instaurado en diciembre de 2019, cuya crisis tornará inevitable una recomposición de fuerzas que podría evitar un estallido de grandes dimensiones, diferente en sus formas pero semejante por su magnitud a los que atravesó la Argentina en 1989 o en 2001, o surgir después como una respuesta a ese estallido. Las elecciones que se avecinan determinarán las condiciones específicas de esa recomposición del poder, en la que cumplirán un rol protagónico la Cámara de Diputados, erigida en el espacio obligado de la negociación política, un escenario que potencia el protagonismo político de Sergio Massa, y los poderes territoriales, representados por los gobernadores, peronistas y no peronistas, incluido por supuesto el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, cuyas respectivas imágenes en sus propios distritos en casi todos los casos es comparativamente mejor que la que muestra la dupla presidencial.

Este nuevo sistema de poder, basado en un amplio consenso parlamentario y en el respaldo de los poderes territoriales, estará forzado rápidamente a demostrar su fortaleza para asumir el tramo final de las negociaciones con el FMI, postergadas hasta después de las elecciones por la confesa debilidad política gubernamental.

A pesar de las opiniones en contrario vertidas públicamente semanas atrás desde el Instituto Patria y el bloque oficialista del Senado, el gobierno, en línea con lo planteado por el Ministro de Economía, Martín Guzmán, y con el explícito aval de Cristina Kirchner, evitó incurrir en una nueva cesación de pagos y una profundización del aislamiento internacional de la Argentina y accedió a emplear los 4.350 millones de dólares provenientes de la transferencia de los derechos especiales de giro (DEG) en el cumplimiento de los compromisos financieros correspondientes a los inminentes vencimientos de los intereses de la deuda contraída con el organismo.

La satisfacción de esa condición necesaria (aunque no suficiente) para el éxito de esa negociación, imprescindible para recrear un clima de confianza que promueva la inversión productiva y la creación de empleo en un escenario mundial ampliamente favorable para la Argentina, revela la comprensión gubernamental de la ley física que indica que el fuego quema. Por algo se empieza…

(*) Fundación del Segundo Centenario.

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