Durante dos días, en Iowa se realizarán reuniones de comité (“caucus”), un recurso anacrónico, poco diáfano y típico del siglo XIX. Ahí comienza la carrera entre demócratas por la candidatura –“nominación” es un neologismo innecesario-, costoso proceso que los republicanos se ahorran porque su presidente aspira a la reelección.
Los bizantinos arreglos a puertas cerradas darán probablemente reduzcan el número de precandidatos. Hasta ahora eran nueve: Wesley Clark, Howard Dean, John Edwards, Richard Gephardt, John Kerry, Dennis Kucinich, Joseph Lieberman y Albert Sharpton. Algunos, totales desconocidos fuera de sus pueblos.
Pero, el martes, Bush pronuncia el mensaje anual sobre el estado de la Unión. Por ende, el presidente monopolizará titulares, espacios y medios al día siguiente. Iowa pasará a segundo plano. Pero el columnista James Harding (“Financial Times”) se preguntaba, el sábado, si esta competencia cabeza a cabeza podrá ser, al mismo tiempo, un triunfo seguro para Bush.
La teoría “neck to neck” remite a 2000: 50.400.000 votaron por el republicano de derecha, 50.900.000 por Albert Gore. Este empate técnico persiste. Según reciente encuesta nacional de Gallup sobre 40.000 personas, 45,5% se inclinan por el presidente y 42,5% por su rival (no identificado en la consulta). Similar perfil exhiben compulsas locales sobre el proyecto Marte, Irak o el manejo de la economía.
En el comando electoral Bush-Cheney (Arlington, Virginia, virtual “territorio” del Pentágono), Marc Racicot –jefe de campaña y ex presidente del comité nacional republicano- sostiene que “esto será muy peleado”. Varios analistas independientes sospechan que el oficialismo exagera, para justificar una campaña tanto o más turbia que la de 2000. Objeto: una victoria aplastante, estilo Ronald Reagan en 1984.
Como antecedente, cabe consignar que, en los comicios intermedios de 2002, los republicanos convocaron mayor porción de su base electoral que los demócratas. Esto será clave ahora y obligará a los opositores a organizarse mejor y movilizar “tropa propia”. Karl Rove –a cargo del manejo cotidiano en la campaña Bush- y su contraparte, Joseph Trippi (opera para el precandidato Dean), son innovadores en la materia. Por ejemplo, aprovechan Internet al máximo.
Mientras tanto, los ánimos se caldean. Todavía al frente de la carrera interna, Dean explota la bronca de los demócratas, frustrados por maniobras poco claras hace cuatro años. Una, orquestada en Florida por el gobernador Jeb Bush, “produjo” 20.000 sufragios decisivos, atribuibles a jubilados que no sabían exactamente a quién votaban. La llamativa tolerancia de la Corte Suprema hizo que Bush triunfase con menor cantidad de papeletas en escala nacional.
Estimular a los demócratas para que revienten las urnas incluye martillar sobre la invasión a Irak (no había armas de destrucción masiva, Saddam no era un peligro para la región ni tenía vínculos con Al Qa’eda). Especialmente con el flamante “best seller” donde Paul O’Neill -ex secretario de Hacienda en este gobierno- revela que Richard Cheney le había metido en la cabeza a Bush la idea de una guerra preventiva mucho antes del doble ataque (11 de septiembre de 2001).
Algunos estrategas demócratas, inclusive, creen que Irak todavía puede frustrar la reelección. “El presidente mintió –acusa Gary Hart, ex candidato al mismo cargo- sobre terrorismo, AMD, Al Qa’da y los verdaderos fines de la guerra. Todo fue manipulado”. Por vez primera en décadas, “habrá una elección condicionada por la política exterior”, admite William Kristol. Editor del ultraderechista “Weekly Standard”, ya proponía proyectos imperiales y guerras preventivas en 1997.
Por su parte, Robert Reich (secretario laboral de William Clinton) coincide: “El país esta profundamente dividido por lo que Bush hace en el mundo. Pero no olvidemos el desempleo, las cuantiosas rebajas tributarias a los ricos y los especuladores bursátiles, la vuelta del rezo a la escuela pública o las campañas contra el aborto y los homosexuales”.
Hart prefiere centrarse en Irak, por dos motivos. “El manejo de la posguerra sigue siendo desastroso y contrasta con la situación en área controladas por kurdos y británicos. En lo interno, esta administración vulnera libertades civiles y trata de determinar los contenidos de los medios”.
Tal vez sin quererlo, Rove convalida a Hart y Reich: “la gente que reza mucho vota por republicanos y eso incluye a los judíos”. Como para disipar dudas, hace una semana el “reverendo” Patrick Robertson –un predicador electrónico de tempestuosa trayectoria- anunció haber sido “informado desde el cielo que, pese a todos los errores que ha cometido o cometa, Bush será reelegido por designio divino”.
Sin duda, George W. tiene dos enormes ventajas. Como mandatario en ejercicio, genera noticias y hasta puede controlarlas. Además, tiene el fondo electoral más grande de la historia norteamericana: unos US$ 130 millones a fin de 2003, que podrán alcanzar los 200 millones para octubre. Dean tampoco es pobre. Si sobrevive Iowa y el primer “supermartes” (3 de febrero), dispondrá de US$ 150 millones. Más de lo que tenía Clinton en igual fase de campaña.
Al revés que su padre, desafiado por Patrick Buchanan en 1992, Bush no tiene rivales internos ni afronta el riesgo de un candidato conservador “desde afuera”, como lo fue Ross Perot. Por el contrario, Dean o quien lo desplace tras el segundo “supermartes”, el 2 de marzo (algunos vislumbran a Clark, otros aguardan la irrupción de la senadora Hilary Clinton), deberá gastar millones entre ese momento y las vísperas del 2 de noviembre, que también será martes.
En cambio, Bush llegará a septiembre con fondos de sobra para comprar espacios en todo tipo de medios durante los dos últimos meses de campaña. Ése es otro factor que explica la teoría del empate lanzada por el oficialismo: si Bush sacase ventajas irreversibles en las encuestas, ya no habría muchos aportes nuevos.
Por supuesto, si la economía prosigue dando señales de reactivación, el presidente tendrá más probabilidades. No sucedería lo mismo con el empleo, el punto flaco de un gobierno y un sector privado –mayormente republicano- incapaces o sin voluntad de crear trabajo.
En el plano social, Washington ha tratado de “vaciar” temas tradicionalmente demócratas. Por ejemplo, la asistencia médica. El equipo de Bush confía en que el paquete Medicare, aprobado por un Congreso oficialista, enfríe la cuestión. Pero los opositores ahora de lanzan sobre otro aspecto del mismo problema: los 43 millones de estadounidenses sin cubertura ni seguro de salud.
Sin embargo, la mejor arma de Bush es su capacidad de atraer una minoría del voto demócrata natural (eg., el del hoy retirado Lyndon LaRouche, un neofascista más pintoresco que Perot). A la inversa, no se divisa un precandidato opositor capaz de centrifugar votantes republicanos. Salvo, quizás, el general (r) Clark o Hilary.
Por supuesto, las cosas pueden cambiar si las pérdidas norteamericanas en Irak llevan a una guerra civil explícita. O si escándalos como Halliburton –sumariada en Defensa y Justicia por abusos de precios- obligan a sacar a Cheney de la fórmula electoral. De hecho, el círculo íntimo de Bush (empezando por sus padres), piensa que eso debería hacerse ya, para evitarle ulteriores costos políticos al presidente.
Queda, sí, una cruel posibilidad, mencionada respecto del rumboso “Queen Mary II”: otro ataque terrorista en tierra o aguas norteamericanas. “Si ocurre durante la campaña y perecen muchos ciudadanos ¿surgirá la tentación de usar al presidente como chivo emisario? En ese caso, habrá perdido”, presume Hart.
Pero, si se logra capturar vivo a Osama bin Laden -como acaba de prometer, sin gran tino, Robert Mueller, director del FBI-, Bush será imparable. También lo sería si lograse imponer la paz en Palestina-Israel o reducir el desempleo del nivel actual (5,7%) al dejado por Clinton, 4,2%.
Durante dos días, en Iowa se realizarán reuniones de comité (“caucus”), un recurso anacrónico, poco diáfano y típico del siglo XIX. Ahí comienza la carrera entre demócratas por la candidatura –“nominación” es un neologismo innecesario-, costoso proceso que los republicanos se ahorran porque su presidente aspira a la reelección.
Los bizantinos arreglos a puertas cerradas darán probablemente reduzcan el número de precandidatos. Hasta ahora eran nueve: Wesley Clark, Howard Dean, John Edwards, Richard Gephardt, John Kerry, Dennis Kucinich, Joseph Lieberman y Albert Sharpton. Algunos, totales desconocidos fuera de sus pueblos.
Pero, el martes, Bush pronuncia el mensaje anual sobre el estado de la Unión. Por ende, el presidente monopolizará titulares, espacios y medios al día siguiente. Iowa pasará a segundo plano. Pero el columnista James Harding (“Financial Times”) se preguntaba, el sábado, si esta competencia cabeza a cabeza podrá ser, al mismo tiempo, un triunfo seguro para Bush.
La teoría “neck to neck” remite a 2000: 50.400.000 votaron por el republicano de derecha, 50.900.000 por Albert Gore. Este empate técnico persiste. Según reciente encuesta nacional de Gallup sobre 40.000 personas, 45,5% se inclinan por el presidente y 42,5% por su rival (no identificado en la consulta). Similar perfil exhiben compulsas locales sobre el proyecto Marte, Irak o el manejo de la economía.
En el comando electoral Bush-Cheney (Arlington, Virginia, virtual “territorio” del Pentágono), Marc Racicot –jefe de campaña y ex presidente del comité nacional republicano- sostiene que “esto será muy peleado”. Varios analistas independientes sospechan que el oficialismo exagera, para justificar una campaña tanto o más turbia que la de 2000. Objeto: una victoria aplastante, estilo Ronald Reagan en 1984.
Como antecedente, cabe consignar que, en los comicios intermedios de 2002, los republicanos convocaron mayor porción de su base electoral que los demócratas. Esto será clave ahora y obligará a los opositores a organizarse mejor y movilizar “tropa propia”. Karl Rove –a cargo del manejo cotidiano en la campaña Bush- y su contraparte, Joseph Trippi (opera para el precandidato Dean), son innovadores en la materia. Por ejemplo, aprovechan Internet al máximo.
Mientras tanto, los ánimos se caldean. Todavía al frente de la carrera interna, Dean explota la bronca de los demócratas, frustrados por maniobras poco claras hace cuatro años. Una, orquestada en Florida por el gobernador Jeb Bush, “produjo” 20.000 sufragios decisivos, atribuibles a jubilados que no sabían exactamente a quién votaban. La llamativa tolerancia de la Corte Suprema hizo que Bush triunfase con menor cantidad de papeletas en escala nacional.
Estimular a los demócratas para que revienten las urnas incluye martillar sobre la invasión a Irak (no había armas de destrucción masiva, Saddam no era un peligro para la región ni tenía vínculos con Al Qa’eda). Especialmente con el flamante “best seller” donde Paul O’Neill -ex secretario de Hacienda en este gobierno- revela que Richard Cheney le había metido en la cabeza a Bush la idea de una guerra preventiva mucho antes del doble ataque (11 de septiembre de 2001).
Algunos estrategas demócratas, inclusive, creen que Irak todavía puede frustrar la reelección. “El presidente mintió –acusa Gary Hart, ex candidato al mismo cargo- sobre terrorismo, AMD, Al Qa’da y los verdaderos fines de la guerra. Todo fue manipulado”. Por vez primera en décadas, “habrá una elección condicionada por la política exterior”, admite William Kristol. Editor del ultraderechista “Weekly Standard”, ya proponía proyectos imperiales y guerras preventivas en 1997.
Por su parte, Robert Reich (secretario laboral de William Clinton) coincide: “El país esta profundamente dividido por lo que Bush hace en el mundo. Pero no olvidemos el desempleo, las cuantiosas rebajas tributarias a los ricos y los especuladores bursátiles, la vuelta del rezo a la escuela pública o las campañas contra el aborto y los homosexuales”.
Hart prefiere centrarse en Irak, por dos motivos. “El manejo de la posguerra sigue siendo desastroso y contrasta con la situación en área controladas por kurdos y británicos. En lo interno, esta administración vulnera libertades civiles y trata de determinar los contenidos de los medios”.
Tal vez sin quererlo, Rove convalida a Hart y Reich: “la gente que reza mucho vota por republicanos y eso incluye a los judíos”. Como para disipar dudas, hace una semana el “reverendo” Patrick Robertson –un predicador electrónico de tempestuosa trayectoria- anunció haber sido “informado desde el cielo que, pese a todos los errores que ha cometido o cometa, Bush será reelegido por designio divino”.
Sin duda, George W. tiene dos enormes ventajas. Como mandatario en ejercicio, genera noticias y hasta puede controlarlas. Además, tiene el fondo electoral más grande de la historia norteamericana: unos US$ 130 millones a fin de 2003, que podrán alcanzar los 200 millones para octubre. Dean tampoco es pobre. Si sobrevive Iowa y el primer “supermartes” (3 de febrero), dispondrá de US$ 150 millones. Más de lo que tenía Clinton en igual fase de campaña.
Al revés que su padre, desafiado por Patrick Buchanan en 1992, Bush no tiene rivales internos ni afronta el riesgo de un candidato conservador “desde afuera”, como lo fue Ross Perot. Por el contrario, Dean o quien lo desplace tras el segundo “supermartes”, el 2 de marzo (algunos vislumbran a Clark, otros aguardan la irrupción de la senadora Hilary Clinton), deberá gastar millones entre ese momento y las vísperas del 2 de noviembre, que también será martes.
En cambio, Bush llegará a septiembre con fondos de sobra para comprar espacios en todo tipo de medios durante los dos últimos meses de campaña. Ése es otro factor que explica la teoría del empate lanzada por el oficialismo: si Bush sacase ventajas irreversibles en las encuestas, ya no habría muchos aportes nuevos.
Por supuesto, si la economía prosigue dando señales de reactivación, el presidente tendrá más probabilidades. No sucedería lo mismo con el empleo, el punto flaco de un gobierno y un sector privado –mayormente republicano- incapaces o sin voluntad de crear trabajo.
En el plano social, Washington ha tratado de “vaciar” temas tradicionalmente demócratas. Por ejemplo, la asistencia médica. El equipo de Bush confía en que el paquete Medicare, aprobado por un Congreso oficialista, enfríe la cuestión. Pero los opositores ahora de lanzan sobre otro aspecto del mismo problema: los 43 millones de estadounidenses sin cubertura ni seguro de salud.
Sin embargo, la mejor arma de Bush es su capacidad de atraer una minoría del voto demócrata natural (eg., el del hoy retirado Lyndon LaRouche, un neofascista más pintoresco que Perot). A la inversa, no se divisa un precandidato opositor capaz de centrifugar votantes republicanos. Salvo, quizás, el general (r) Clark o Hilary.
Por supuesto, las cosas pueden cambiar si las pérdidas norteamericanas en Irak llevan a una guerra civil explícita. O si escándalos como Halliburton –sumariada en Defensa y Justicia por abusos de precios- obligan a sacar a Cheney de la fórmula electoral. De hecho, el círculo íntimo de Bush (empezando por sus padres), piensa que eso debería hacerse ya, para evitarle ulteriores costos políticos al presidente.
Queda, sí, una cruel posibilidad, mencionada respecto del rumboso “Queen Mary II”: otro ataque terrorista en tierra o aguas norteamericanas. “Si ocurre durante la campaña y perecen muchos ciudadanos ¿surgirá la tentación de usar al presidente como chivo emisario? En ese caso, habrá perdido”, presume Hart.
Pero, si se logra capturar vivo a Osama bin Laden -como acaba de prometer, sin gran tino, Robert Mueller, director del FBI-, Bush será imparable. También lo sería si lograse imponer la paz en Palestina-Israel o reducir el desempleo del nivel actual (5,7%) al dejado por Clinton, 4,2%.