lunes, 15 de diciembre de 2025

Construcción residencial: del amague al despegue

El repunte de la vivienda en Argentina enfrenta límites estructurales que exigen un cambio de estrategia si se busca que el sector recupere su histórico rol de tracción económica.

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Por décadas, la construcción residencial fue en la Argentina mucho más que un indicador del ciclo económico: fue un termómetro social, una expresión visible del ascenso de las clases medias y un amortiguador frente a las crisis. Su reactivación es por ello siempre una buena noticia. Pero como advierten Marcela Cristini y Guillermo Bermúdez en el informe de FIEL correspondiente a julio de 2025, la recuperación en curso es aún parcial, y su sostenibilidad depende de condiciones que van más allá del impulso coyuntural.

En apariencia, los datos invitan al optimismo. Desde fines de 2024 se registra una recuperación moderada del volumen de obras privadas, la reaparición de créditos hipotecarios y una mejora relativa del poder de compra de la demanda. A ello se suman —como anotan los autores— “la desregulación del mercado de alquileres y la recomposición de los precios relativos”. Sin embargo, bajo ese cuadro de aparente dinamismo subyacen rigideces que limitan el desarrollo del sector como motor sostenido de crecimiento.

El crédito hipotecario ha sido históricamente un canal de articulación entre el ahorro y la inversión, y un instrumento de democratización del acceso a la vivienda. Su regreso es, sin duda, una novedad destacable. En los primeros seis meses de 2025, el stock de préstamos hipotecarios creció más del 80% en términos reales, tras años de virtual parálisis. Pero la base sobre la que crece es demasiado reducida como para tener impacto masivo en el mercado. Además, el crédito se concentra en segmentos medios-altos, mientras que la demanda estructural insatisfecha se encuentra en los deciles más bajos de ingresos, sin acceso a mecanismos formales de financiación.

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El principal cuello de botella está en la oferta. La actividad privada aún arrastra un nivel de obras paralizadas o demoradas superior al promedio histórico. Los desarrolladores enfrentan una ecuación económica poco atractiva. Los costos de construcción —en particular aquellos atados a insumos importados— se mantienen elevados, mientras que el precio del metro cuadrado terminado, medido en dólares constantes, no ha recuperado los niveles previos a la pandemia. Cristini y Bermúdez son contundentes al respecto: “La rentabilidad del desarrollador no mejora lo suficiente como para empujar una expansión significativa”.

A esta ecuación se suma la virtual ausencia del Estado como actor inversor. La obra pública en vivienda permanece retraída desde 2022. Las partidas presupuestarias destinadas a planes federales de vivienda fueron recortadas sistemáticamente en términos reales, y el financiamiento externo —antes clave para complementar esfuerzos locales— no se ha reactivado con fuerza. En palabras de los autores, “la inversión pública sigue retraída”, y esto limita las posibilidades de cerrar la brecha habitacional en los sectores más vulnerables.

Otro obstáculo proviene de la inestabilidad macroeconómica. Las expectativas inflacionarias, la volatilidad del tipo de cambio y las incertidumbres regulatorias siguen jugando en contra de decisiones de inversión de largo plazo. Los desarrollos inmobiliarios exigen horizontes previsibles, no solo en materia de precios relativos, sino también en seguridad jurídica, política tributaria y acceso a suelo urbano.

Y sin embargo, hay margen para el optimismo, si se actúa con rapidez y visión estratégica. La experiencia histórica argentina —en particular, los ciclos expansivos de comienzos de los años 90 o del período 2003-2007— muestra que, en contextos de estabilidad, la construcción residencial puede traccionar empleo, consumo y producción industrial de manera eficaz. Como sostienen los investigadores de FIEL: “El sector podría recuperar su rol histórico como motor del crecimiento económico, como ocurrió en ciclos anteriores, si se consolidan las condiciones actuales”.

Para ello se requiere una agenda integral que aborde al menos cuatro frentes:

  1. Financiamiento. Expandir el crédito hipotecario con herramientas de cobertura inflacionaria (como los créditos ajustados por UVA), pero también con instrumentos específicos para sectores de ingresos bajos y medios, incluyendo subsidios cruzados, fondos de garantía y bancos de tierra urbanos.
  2. Regulación y transparencia. Estabilizar los marcos regulatorios, reducir las cargas impositivas distorsivas sobre la construcción formal y promover la bancarización del proceso constructivo como herramienta para disminuir la informalidad.
  3. Oferta de suelo y planificación urbana. Facilitar el acceso a suelo bien localizado a través de mecanismos de intervención pública, como asociaciones público-privadas, fideicomisos urbanos o incentivos a la reconversión de zonas degradadas.
  4. Inversión pública focalizada. Reenfocar los programas de vivienda social hacia modelos de cofinanciamiento y gestión descentralizada, priorizando obras con rápida ejecución y alto impacto social.

En definitiva, la vivienda vuelve a ocupar un lugar relevante en el tablero económico argentino. Pero ese lugar no debe quedar librado al azar ni a la inercia de los ciclos. Como señala el propio informe de FIEL, sin una política activa que aborde los cuellos de botella estructurales, el repunte actual corre el riesgo de convertirse en un nuevo amague.

Y como en tantos otros temas de política económica argentina, la clave no está solo en volver a crecer, sino en hacerlo de manera sostenida, equitativa y con mirada de largo plazo. La construcción de viviendas puede ser parte de esa estrategia, si se articula en torno a instituciones sólidas, financiamiento estable y planificación inteligente. Porque, como demuestra la historia, construir viviendas es también construir futuro.

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