En verdad, el pensamiento neoimperial alrededor de George W.Bush postula que ambas orillas del Atlántico norte se distancian en valores, intereses y –claro- poder. Tachan a los atlanticistas de “neorrománticos”. Pero, como sugieren columnistas británicos y franceses, quizás ambos bandos estén equivocados. El nuevo choque entre París y Londres, en la cuestión agrícla, apunta en ese sentido.
En materia de valores, un término generalmente mal usado, EE.UU. y la Unión Europea se acercan. Donde se alejan es en intereses geopolíticos. No obstante, teme el inglés Michael Lind, “se exageran las divisiones entre actitudes. En temas como ciencias, sexo y religión los norteamericanos se deseuropeizan. Pero, en restricciones al libre comercio, no hay muchas diferencias”.
Ahora bien, el consumo -dios que compite con ventaja- sigue firme en EE.UU., pero no en la UE. En ese contexto, la burguesía estadounidense combina su adicción al consumo con una religiosidad de pueblo chico, fomentada por predicadores de material plástico. Algunos tan hipócritas como Karl Rove, mentor ideológico y nuevo “garganta profunda”. Europa occidental, a la inversa, se aleja de las religiones orgánicas, pero en dirección opuesta.
Por ende, el extremismo religioso domina a los norteamericanos cristianos y judíos pero, al mismo tiempo, disminuye su peso social. En otras palabras, la imagen de un renacimiento evangélico –cifrado en la asistencia al templo- es engañosa y, por el contrario, ese factor tiende al reflujo. Sobre todo en las ciudades. Aparte, negros e hispanos (grupos con religiosidad e iglesias propias) rechazan el fundamentalismo de los blancos. Por eso, los activistas de este sector traban como pueden su acceso de los negros a las urnas.
Ahora bien, Europa occidental se acerca a EE.UU. en pensamiento económico y político. Desde los 90, la influencia conservadora norteamericana afecta a gobiernos de derecha o izquierda, alejándolos de la democracia social y el papel del estado en la economía. En verdad, los lleva a una economía más condicionada por mercados bursátiles y financieros. Pero la apuesta política es dura, como indica la derrota de Gerhard Sschröder en Renania norte-Westfalia. Entretanto, el neoproteccionismo comercial deteriora la misma globalizaciòn que sostienen los mercados financieros, Tony Blair o Schröder mismo.
Sea como fuere, ambos lados del Atlántico tienen intereses divergentes. Ya la licuación del bloque soviético acabó con la razón de ser del Tratado del Atlántico Norte y su organización (OTAN). Como lo señala la crisis previa a la invasión unilateral de Irak, el terrorismo mayorista y el petróleo no alcanzan para revivir la OTAN. Gran Bretaña lo demuestra: arrastrado por decisiones inconsultas del gobierno –que actuó contra la opinión pública, igual que Balfour en 1917-, el reino es casi un satélite de EE.UU. Esto, la libra y la banca londinense también lo distancian de la Eurozona.
En otro plano, EE.UU. teme que el ascenso de China y Vietnam lo deteriore como poder en Asía oriental y sudoriental. Eso no le quita el sueño a la UE. Aunque todo el bloque noratlántico coincida en luchar contra al Qa’eda y grupos similares, europeos y norteamericanos tienen intereses diferentes en Levante. Los primeros, además, empalman con Rusia, China e India. ¿Por qué? Porque todos limitan con el mundo islámico y EE.UU. está lejos.
Por ahora, el negocio petrolero –versión sauditejana- y el “lobby” ultraderechista israelí determinan la política de Washington en la región. Por desgracia, Saudiarabia es el objetivo final de Osama bin Laden, cuyo clan yemenita aspira a reemplazar al rival saudí en el poder. Aun así, el futuro europeo está mucho más influido por cuanto ocurra en las costas oriental y meridional del Mediterráneo. Allá, el exceso de activismo norteamericano es un creciente riesgo para la estabilidad europea.
En verdad, el pensamiento neoimperial alrededor de George W.Bush postula que ambas orillas del Atlántico norte se distancian en valores, intereses y –claro- poder. Tachan a los atlanticistas de “neorrománticos”. Pero, como sugieren columnistas británicos y franceses, quizás ambos bandos estén equivocados. El nuevo choque entre París y Londres, en la cuestión agrícla, apunta en ese sentido.
En materia de valores, un término generalmente mal usado, EE.UU. y la Unión Europea se acercan. Donde se alejan es en intereses geopolíticos. No obstante, teme el inglés Michael Lind, “se exageran las divisiones entre actitudes. En temas como ciencias, sexo y religión los norteamericanos se deseuropeizan. Pero, en restricciones al libre comercio, no hay muchas diferencias”.
Ahora bien, el consumo -dios que compite con ventaja- sigue firme en EE.UU., pero no en la UE. En ese contexto, la burguesía estadounidense combina su adicción al consumo con una religiosidad de pueblo chico, fomentada por predicadores de material plástico. Algunos tan hipócritas como Karl Rove, mentor ideológico y nuevo “garganta profunda”. Europa occidental, a la inversa, se aleja de las religiones orgánicas, pero en dirección opuesta.
Por ende, el extremismo religioso domina a los norteamericanos cristianos y judíos pero, al mismo tiempo, disminuye su peso social. En otras palabras, la imagen de un renacimiento evangélico –cifrado en la asistencia al templo- es engañosa y, por el contrario, ese factor tiende al reflujo. Sobre todo en las ciudades. Aparte, negros e hispanos (grupos con religiosidad e iglesias propias) rechazan el fundamentalismo de los blancos. Por eso, los activistas de este sector traban como pueden su acceso de los negros a las urnas.
Ahora bien, Europa occidental se acerca a EE.UU. en pensamiento económico y político. Desde los 90, la influencia conservadora norteamericana afecta a gobiernos de derecha o izquierda, alejándolos de la democracia social y el papel del estado en la economía. En verdad, los lleva a una economía más condicionada por mercados bursátiles y financieros. Pero la apuesta política es dura, como indica la derrota de Gerhard Sschröder en Renania norte-Westfalia. Entretanto, el neoproteccionismo comercial deteriora la misma globalizaciòn que sostienen los mercados financieros, Tony Blair o Schröder mismo.
Sea como fuere, ambos lados del Atlántico tienen intereses divergentes. Ya la licuación del bloque soviético acabó con la razón de ser del Tratado del Atlántico Norte y su organización (OTAN). Como lo señala la crisis previa a la invasión unilateral de Irak, el terrorismo mayorista y el petróleo no alcanzan para revivir la OTAN. Gran Bretaña lo demuestra: arrastrado por decisiones inconsultas del gobierno –que actuó contra la opinión pública, igual que Balfour en 1917-, el reino es casi un satélite de EE.UU. Esto, la libra y la banca londinense también lo distancian de la Eurozona.
En otro plano, EE.UU. teme que el ascenso de China y Vietnam lo deteriore como poder en Asía oriental y sudoriental. Eso no le quita el sueño a la UE. Aunque todo el bloque noratlántico coincida en luchar contra al Qa’eda y grupos similares, europeos y norteamericanos tienen intereses diferentes en Levante. Los primeros, además, empalman con Rusia, China e India. ¿Por qué? Porque todos limitan con el mundo islámico y EE.UU. está lejos.
Por ahora, el negocio petrolero –versión sauditejana- y el “lobby” ultraderechista israelí determinan la política de Washington en la región. Por desgracia, Saudiarabia es el objetivo final de Osama bin Laden, cuyo clan yemenita aspira a reemplazar al rival saudí en el poder. Aun así, el futuro europeo está mucho más influido por cuanto ocurra en las costas oriental y meridional del Mediterráneo. Allá, el exceso de activismo norteamericano es un creciente riesgo para la estabilidad europea.