Coalición de gobierno y un sistema de poder

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En un escenario con incertidumbre generalizada, la ausencia de una definición gubernamental sobre el rumbo económico redujo la confianza colectiva

Podría decirse que el 10 de diciembre de 2019 la prioridad fundamental del gobierno de Alberto Fernández era la renegociación de la deuda pública para evitar las consecuencias de un previsible default. Desde principios de marzo, esa prioridad se superpuso con otra aún más urgente y dramática que era hacer frente a la pandemia.

Hoy, cabría señalar que el primer objetivo está cumplido más que satisfactoriamente, mientras que las drásticas medidas adoptadas ante la irrupción del Covid 19 posibilitaron ganar un tiempo indispensable para adecuar la endeble estructura sanitaria a la dimensión de un desafío absolutamente inédito.

En ambos casos, el gobierno puede entonces reclamar legítimamente sendos éxitos en su gestión. El problema es que los logros alcanzados en esos dos terrenos, cuya importancia resulta mezquino subestimar, son “por la negativa”: no hubo cesación de pagos ni colapso en el sistema de salud.

Esto significa también que en ningún caso se mejoró la situación preexistente, sino que se evitó empeorarla, mientras la paciencia colectiva empezaba a exhibir síntomas de agotamiento ante las penurias económicas y las múltiples restricciones en la vida cotidiana de la población.

Las encuestas mostraron entonces un punto de inflexión. En marzo, la imagen positiva de Alberto Fernández alcanzaba índices inimaginables semanas atrás. Desde entonces, muy lentamente, mes a mes, esos índices fueron experimentando un leve pero sostenido descenso, siempre dentro de parámetros ampliamente satisfactorios para un mandatario que gobierna en un estado de emergencia.

Esos elevados niveles de popularidad le otorgaban a Fernández un espacio de maniobra para manejarse con cierta autonomía en una situación signada por una debilidad política de origen. Pero en agosto, y por primera vez, la imagen presidencial quedó levemente por debajo de los índices de Horacio Rodríguez Larreta, Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y posible futuro candidato presidencial de la oposición, catapultado como un dirigente político de relevancia nacional precisamente como resultado de sus apariciones conjuntas con Fernández y el gobernador bonaerense Axel Kiciloff en una suerte de cogobierno de la pandemia.

Mientras esto ocurría, tanto Mauricio Macri como Cristina Kirchner, los dos grandes protagonistas de la famosa “grieta”, siguieron exhibiendo una imagen más negativa que positiva en la opinión pública. El ascenso en la popularidad de Rodríguez Larreta indujo al “kirchnerismo” a presionar a Fernández con iniciativas orientadas a dinamitar el “pacto de gobernabilidad” generado por la pandemia. Las consecuencias están a la vista.

La combinación entre la continuidad del avance de la pandemia y las consecuencias sociales de la recesión había obligado también a modificar las prioridades del gobierno. Dicha mutación alteró el escenario político.

En un escenario caracterizado por la incertidumbre generalizada, la ausencia de una clara definición gubernamental sobre el rumbo económico redujo la confianza colectiva. La disconformidad latente de la clase media urbana, que fue la columna vertebral del electorado de Macri en las elecciones de noviembre de 2019, encontró una ocasión propicia para manifestarse con el proyecto de reforma judicial impulsado por el gobierno. La movilización del 17 de agosto graficó en las calles lo que las encuestas reflejaban en los números. El resultado es que el proyecto de reforma corre el peligro de tener una suerte similar a la tentativa de expropiación de Vicentín, que había sido sepultada en las calles en las manifestaciones de protesta del 20 de junio.

En ese sentido, los acontecimientos reproducen una constante que tiene que ver con la particular naturaleza de la actual estructura de poder de la Argentina, surgida de los resultados electorales de noviembre de 2019. Cuando las iniciativas del gobierno logran el consenso de un sector importante de la oposición, como sucedió con la renegociación de la deuda con los bonistas extranjeros y con la primera fase de la gestión de la pandemia, la imagen positiva de Fernández crece. Al revés, y tal como sucedió a principios de abril con el debate sobre la liberación de presos comunes con la excusa de la pandemia y más notoriamente en junio con el debate sobre Vicentin, cada vez que una iniciativa del “kirchnerismo” perfora las resistencias del resto de la coalición oficialista y es puesta en ejecución, el gobierno experimenta una derrota política y la imagen de Fernández disminuye.

Coexistencia

Este fenómeno reconoce una raíz estructural. En la Argentina de hoy coexisten una coalición de gobierno y un sistema de poder. La coalición gubernamental integra a la gran mayoría del peronismo territorial, el sindicalismo, los movimientos sociales y algunos sectores de izquierda representados en el Frente de Todos. En esa constelación de fuerzas, la hegemonía está en manos de Cristina Kirchner.

Pero esa coalición de gobierno no está envasada al vacío. Es parte de un sistema de poder más amplio, que incluye a la oposición política en sus distintas variantes, los sectores empresarios y los diferentes factores de poder internos y externos con capacidad de influir en las decisiones públicas.

El problema estriba en que Cristina Kirchner no está en condiciones de imponer dentro de esa estructura de poder la hegemonía política que ejerce en la coalición gubernamental. A la inversa, Fernández, quien objetivamente ocupa una posición de poder secundaria en la coalición de gobierno gana autonomía y adquiere mayor relevancia política cuando, desde su rol institucional como Presidente de la República, logra articular sus iniciativas con otros actores significativos de esa estructura de poder.

En otros términos: o la Argentina avanza por el camino de un amplio consenso político y social que le permita fortalecer la institución presidencial para afrontar la situación de emergencia o, de lo contrario, ingresa en un escenario de creciente ingobernabilidad, cuyo síntoma más explicito se expresa actualmente en el terreno de la inseguridad pública.

Seguridad y Estado

La manifestación más nítida de la explosividad de la problemática social de la Argentina, cuyo epicentro es el conurbano bonaerense, no reside hoy en las movilizaciones de protesta de los sectores afectados sino en el aumento y el cambio cualitativo de las características del delito y en el auge de la toma de tierras, erigido en un foco de conflicto político reflejado en el contrapunto protagonizado por la Ministro de Seguridad, Sabina Frederic, y el Ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni.

Frederic señaló que “la toma de tierras no son un tema de seguridad”. Según Berni “para esta provincia y este ministro, la usurpación es un delito. Es un problema de seguridad. El tema es muy pesado. El fin de semana pasado desarticulamos cinco, seis tomas”.

El hecho de que en un solo fin de semana la policía provincial haya procedido a desalojar por la fuerza “cinco o seis” ocupaciones de tierras confirma la gravedad de una situación que preocupa seriamente a los intendentes municipales, primeros destinatarios de las protestas vecinales, y también al gobierno nacional, que resolvió una inyección extraordinaria de fondos para el equipamiento de las fuerzas de seguridad en el Gran Buenos Aires.

Las noticias sobre una incipiente incursión delictiva en el conurbano de miembros del Comando Vermelho (una de las dos bandas criminales más importantes de Brasil) contribuyen a corroborar la existencia de un escenario inédito e inquietante.

Esa discusión planteada por Frederic trascendió el ámbito bonaerense y adquirió otra dimensión institucional ante los episodios registrados en Río Negro, en las cercanías de Bariloche. En este caso, la actitud condescendiente exhibida por el Ministerio de Seguridad ante el grupo indigenista que ocupó tierras en el lugar, en contraste con la denuncia judicial que presentó contra los vecinos que se movilizaron para enfrentar esa ocupación, desató una controversia entre el gobierno provincial y las autoridades nacionales, en torno a la modalidad de resolver un litigio que, al tratarse de hechos ocurridos en tierras pertenecientes a Parques Nacionales, corresponde a la jurisdicción federal.

En este litigio, importa subrayar la posición asumida por Sergio Massa, quien enfatizó que “el Estado tiene que hacer cumplir la ley y si hay gente tomando tierras lo que tiene que hacer es desalojar, no solamente en Rio Negro sino también en los carriles de Victoria, donde tuvimos el tren Mitre parado porque están a la espera de la orden de desalojo de un juez” y agregó incluso que “es muy probable que evaluemos la posibilidad de que aquél que realice una toma de tierras se le caigan todos los beneficios del Estado como la Asignación Universal por Hijo o el IFE”.

Aunque haya aparecido disonante y extemporáneo, dentro de este panorama sobre la seguridad pública cabe interpretar la irrupción de Eduardo Duhalde, cuyas confusas y luego aclaradas referencias a la posibilidad de un golpe de estado y a la suspensión de las elecciones legislativas del año próximo obscurecieron el sentido originario de sus declaraciones, orientadas a alertar acerca de los peligros derivados de un “momento de pre-anarquía”, en un contexto en que las Fuerzas Armadas están retomando un mayor protagonismo político en toda América latina, y justificar la urgente necesidad de avanzar en la convocatoria a un amplio consenso político para afrontar la situación de emergencia que afronta la Argentina.

Más allá de disquisiciones anecdóticas, importa señalar que las encuestas revelan que, a diferencia de lo que sucedía hasta no hace demasiado tiempo, actualmente las Fuerzas Armadas son una de las instituciones más y mejor reconocidas por la opinión pública, con una imagen positiva superior a la de los partidos políticos, el Parlamento y el Poder Judicial.

El rol del Ejército en la pandemia, en especial su protagonismo en la distribución de alimentos en los barrios más humildes, probó que esa imagen positiva, particularmente notoria en el interior de la Argentina, es también fuerte en los sectores populares del conurbano bonaerense.

Pero es necesario subrayar que este hecho, lejos de suponer una amenaza para la democracia ni nada por el estilo, constituye un aporte significativo al fortalecimiento institucional de la Argentina. Independientemente de cualquier valoración sobre su significado y de las especulaciones periodísticas sobre el tema, el hecho de que Berni, que si bien es médico de profesión es también teniente coronel del Ejército, aparezca hoy en las encuestas como uno de los dirigentes políticos de mejor imagen positiva, no sólo en la provincia de Buenos Aires sino también a nivel nacional, tiene que encuadrarse dentro de ese fenómeno, que requiere una lúcida lectura política.

Toda respuesta a la crisis política argentina tendrá que canalizarse indefectiblemente a través de las instituciones democráticas. Cualquier otra suposición es simplemente un delirio.

Plan económico y acuerdo político

La imbricación entre lo político y lo económico es aún más estrecha en las situaciones de crisis. El problema principal que tiene el gobierno para definir un plan económico no es la falta de ideas sino la heterogeneidad del Frente de Todos y la necesidad de que ese rumbo estratégico sea no solo consensuado internamente sino acordado con los actores económicos y sociales y también con la oposición parlamentaria.

Esa premisa política inexcusable constituye el piso de confianza interna y externa capaz de garantizar la sustentabilidad en el tiempo de cualquier programa económico y de recrear un circuito de inversión productiva acorde con la necesidad de salir de la recesión y avanzar en una senda de desarrollo de largo plazo.

Resulta obvio que, más allá de las medidas coyunturales de corto plazo anunciadas en estos días para reactivar el consumo y la producción a partir de estímulos monetarios y crediticios, y de la búsqueda de recursos fiscales extraordinarios a través de medidas de excepción como el proyectado impuesto a la riqueza, esa corriente de inversiones requiere una fuerte participación del capital extranjero, un objetivo cuya consecución obligará a replantear muchas de las iniciativas en marcha, entre ellos el reciente decreto sobre Internet.

En materia de inversión, la Argentina registra un fuerte atraso a nivel mundial. En la década 2009-2019, el stock de inversión de extranjera directa en el mundo creció un 83% y en América latina un 42%, pero en la Argentina se redujo un 19%. En la década anterior (2000-2009), con el “boom” de los precios de las materias ´primas, el stock de inversión extranjera a nivel mundial aumentó un 394% y en América latina un 569%, pero en la Argentina apenas un 2%.

Esto significa que en los últimos veinte años no hubo inversión extranjera directa significativa en la economía argentina. En el año 2000, la Argentina recibía el 0,91% de las inversiones extranjeras directas de todo el mundo. Ese porcentaje bajó al 0,43% en 2010 y al 0,19 % en 2019. En América latina, después de Venezuela, fue el país que más retrocedió en los últimos veinte años, un lapso en el cual la inversión extranjera directa creció sensiblemente en todos los países de la región.

De allí que, apenas resuelta la renegociación de la deuda con un acuerdo que despeja el horizonte de pagos internacionales, el gobierno haya reiniciado sus tratativas con el Fondo Monetario Internacional. El dato central de ese diálogo es la admisión implícita de que el gobierno acepta la negociación de un programa de facilidades extendidas, que en la normativa del FMI implica la inclusión de cláusulas referidas a reformas estructurales, un término que en el caso específico de la Argentina incluye necesariamente temas tan delicados como el régimen previsional y la legislación laboral.

La idea del “FMI bueno”, necesaria para consumo político del frente interno, implica la posibilidad de negociar un acuerdo flexible en cuanto a sus tiempos y modalidades de ejecución, pero de ninguna manera una modificación en relación a los objetivos de saneamiento fiscal y apertura internacional de la economía.

Mientras la acción del gobierno se ve limitada por las dificultades políticas, las urgencias derivadas de la pandemia y las respuestas de emergencia a la coyuntura económica, desde el campo de la sociedad civil empiezan a tomar cuerpo ciertas iniciativas orientadas a generar los consensos necesarios para la formulación una estrategia de desarrollo.

En ese sentido, conviene focalizar la mirada en el avanzado trámite de las conversaciones en curso entre el gobierno y las 52 cámaras empresarias nucleadas en el Consejo Agroindustrial Argentino (CAI) tendientes a la elaboración del proyecto de ley de promoción de la “Vaca Viva” como motor fundamental para una reindustrialización internacionalmente competitiva, que permita un salto cualitativo en la capacidad exportadora de la Argentina.

Al respecto, es una casualidad cargada de sentido que la fabricación local de la vacuna contra el Covid 19 haya sido confiada a una empresa biotecnológica de vanguardia en el campo de la bioeconomía. Esto acentúa la necesidad de una rápida ratificación por el Senado de la Ley de Economía del Conocimiento aprobada por la Cámara de Diputados, orientada a la promoción de una actividad en que la Argentina ha desplegado innegables capacidades competitivas reflejadas en el reciente lanzamiento desde Caño Cañaveral de un satélite artificial ideado y producido por una empresa nacional de alta tecnología.

En la misma dirección, con las obvias diferencias del caso, merece una particular atención el contenido del Programa de Desarrollo Humano Integral, elaborado mancomunadamente entre un conjunto de organizaciones sindicales, encabezadas por la Unión Obrera de la Construcción (UOCRA), que lidera Gerardo Martínez, y dirigentes de movimientos sociales, en un documento que plantea, entre otros puntos, la reorientación de los programas sociales para vincularlos con el impulso a nuevos emprendimientos productivos de la “economía popular”, el diseño de una política de largo plazo para alentar una redistribución demográfica de la población hacia el interior del país y el otorgamiento de los títulos de propiedad a los habitantes de los asentamientos y villas de emergencia, a través del cumplimiento de una ley, ya aprobada durante el gobierno de Mauricio Macri, cuya implementación ayudaría a resolver del problema de la vivienda y a reducir la marginalidad social.

Winston Churchill decía que “la mayoría de las catástrofes que pueden preverse casi nunca ocurren”. En la Argentina de hoy, la catástrofe prevista es bastante evidente, pero también los caminos para eludirla. La catástrofe anunciada es una crisis de gobernabilidad. La alternativa para evitarla es la articulación de un amplio consenso político y social para fijar un rumbo de desarrollo para la Argentina de “el día después”, un día muy esperado que probablemente acaba de llegar.

(*) Cofundador del Centro de Reflexión para la Acción Política Segundo Centenario

 

 

 

 

 

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