Claves del año 8: los halcones y sus delirios

Mientras se estanca la situación en Irak, la inercia de la “doctrina Bush” y sus intereses creados busca nuevos objetivos bélicos. Los nuevos esquemas se cifran en Irán y su proyecto nuclear. Como si fuese el únicos o Rusia no existiera.

20 enero, 2006

Por otra parte, el nuevo ajedrez tridimensional reduce las armas de destrucción masiva (ADM) a simples peones. En este tablero, las piezas blancas –ofensivas- están en una sola mano (Estados Unidos) y las negras –defensivas- están en varias: Rusia, China, Unión Europea, Norcorea, India, Pakistán, Israel.

Pero, a diferencia de la invasión anglosajona a Irak, decidida mucho antes, el hostigamiento a Irán, Siria y, q uizá, Rusia, es resultado del fracaso militar. Dada la tendencia neoconservadora a ver en EE.UU. la Cuarta Roma (la segunda fue Bizancio, la tercera Moscú), varios analistas comparaban la caída de Bagdad con la de Cartago. El paralelo pudo haber sido válido en 1258, cuando Hülegü Jan destruyó la capital del califato y milicias cristianas –georgianas, armenias- hicieron una masacre de musulmanes que horrorizó a los propios mongoles, gente de estómago blindado.

Cartago era una potencia tan fuerte y antigua como Roma. Pero la victoria sobre los púnicos empujó a ésta por una senda que la llevaría a “estado universal” –hegemónico en una sociedad, para el caso la helénica o grecorromana-, subyugando potencias locales aspirantes a substituir Cartago. Así cayeron Epiro, Macedonia, Ponto, seléucidas y tolomeos. Hasta que quedaron frente a frente dos superpotencias: Roma y el Imperio Arsácida (estado universal de la sociedad iránica). La lucha sobrevivió a ambos estados y arruinó a sus sucesores sasánida y bizantino.

En el siglo VII de la era común, los árabes borraron a uno y se tragaron la mitad del otro. Sus sucesores actuales, de paso, hicieron polvo cualquier paralelo entre Cartago y Bagdad. Cartago fue arrasada y el poder púnico se acabó. Hoy, la guerra de guerrillas que acosa a norteamericanos e ingleses demuestra que la toma de Bagdad fue apenas un episodio.

Conceptos como “guerra preventiva”, “vieja Europa” o “eje del mal” mezclan una lectura superficial de la historia con una concepción criptorreligiosa del siglo XIX: el destino manifiesto, idealización de “América para los americanos”. Algunos componentes ultras pueden rastrearse hasta la doctrina del ser nacional (Johann Gottlieb Fichte, Alemania, 1807) y su proyección imperialista, el “Lebensraum” (espacio vital) del nacionalsocialismo.

Los tres conceptos citados figuraban ya en el Project for the new American century –PNAC, proyecto para el nuevo siglo (norte)americano-, 1997. Esta “usina de cerebros” (think tank), solventada por la industria bélica, tenía inicialmente un objetivo sectorial: “el drástico aumento del presupuesto militar, porque las actuales fuerzas armadas son demasiado chicas para la misión universal que deberán encarar”.

El documento liminar incluía las firmas de Richard Cheney (actual vicepresidente), Donald Rumsfeld (hoy secretario de Defensa), Jeb Bush (gobernador de Florida, donde una maniobra turbia le aportó a George W. los 20.000 votos que lo hicieron presidente en 2000), Paul Wolfkowitz (luego subsecretario del Pentágono, hoy presidente del Banco Mundial), Richard Perle –ex asesor de Rumsfeld-, John Bolton (actual embajador ante la ONU), el general (r) Jay Garner (luego procónsul en Irak), Francis Fukuyama –un historiador que tergiversa a Friedrich Hegel- y tres ideólogos afines a la extrema derecha judía: Robert Kagan (Washington Post), William Kristol (Weekly Standard), Eliot Cohen.

En febrero de 1998, el PNAC sugería a William J.Clinton, entonces presidente, acabar militarmente con Bagdad, Tehrán y Pyongyang (Damasco no figuraba). A juicio de esos cerebros, “la seguridad y los intereses del país seguirán amenazados mientras una apreciable parte de las fuentes petrolíferas esté en manos enemigas”. Además de Irak e Irán, se incluía a algunos integrantes de la Comunidad de Estados Independientes (CEI, ex Unión Soviética).

Resulta por lo menos irónico que dos profetas de la globalización a ultranza en aras del mercado (Fukuyama, Wolfkowitz) apoyen un proyecto de visos ultranacionalistas que, en vez de globalizar, pretende que el resto del mundo sea –para emplear una figura del derecho romano- cliente de EE.UU. En septiembre de 2001, ya con Bush en el poder, aparece Rebuilding US defense. Strategy, forces and resources for a new century (Reconstruir las defensas de EE.UU. Estrategia, fuerza y recursos para el nuevo siglo). El texto propugna “elevar gastos de defensa para, llegado el momento, librar eficazmente batallas simultáneas en varios frentes, pues la acción bélica es la única herramienta disuasiva por cuyo intermedio lograr la paz mundial”.

Ya en plena guerra iraquí, Cohen –asesor informal de Bush- y James Woolsey (ex CIA, luego en el gabinete de ocupación) lo convencieron al presidente de que “vivimos la IV guerra mundial”. Para ellos, la III fue la guerra fría “ganada por Estados Unidos y China, no por la Unión Europea”. Aparte de olvidar el empate en Corea (1953) o las derrotas norteamericanas en Vietnam (1975) y Somalía (1998), esta variante de la doctrina PNAC da por liquidadas la Organización del Tratado Nortlántico –en su forma actual-, el Consejo de Seguridad y la propia ONU.

En cuanto a Fukuyama y sus afines, definen como “primera guerra global” al conflicto económico -encarnado en la Organización Mundial de Comercio y la estancada rueda Dohá- y a la “batalla por los hidrocarburos”. Sólo que, en el segundo caso, se trata de “un recurso natural no renovable a cuyo agotamiento sobrevivirán EE.UU. y sus clientes políticos”.

Ambas corrientes internas coinciden con el documento de 2001, en cuanto a “impedir la reconstrucción o el ascenso de potencias rivales. La misión pacificadora mundial exige el liderazgo norteamericano, no el de Naciones Unidas”. Esa misión incluye objetivos de tan largo alcance como “estimular un cambio de régimen de China, incrementando la presencia militar de EE.UU. en Asia oriental y sudoriental. Este poder disuasorio forzaría la democratización”. Los trabajos del PNAC conocidos no explican cómo manejar transiciones políticas en Afganistán, Pakistán, Asia central, Birmania y Vietnam.

Al respecto, Fukuyama debiera explicar –algo que sí hacen Samuel Huntington o Eric Hobsbawn- cómo una presencia militar más antigua y extensa –la rusa, durante 350 años- no logró controlar los procesos internos chinos.

Otro problema abordado por el grupo áulico alrededor de George W.Bush (donde, sugestivamente, no figuran Henry Kissinger ni Zbigniew Brzežinski) es Irán. Dado que este país “podría representar una amenaza para el interés nacional muy superior a la de Irak, las bases estadounidenses en el golfo Pérsico, Turquía y la península arábiga deberán mantenerse operativas por tiempo indeterminado, aunque los saudíes se opongan”.

Por otra parte, el nuevo ajedrez tridimensional reduce las armas de destrucción masiva (ADM) a simples peones. En este tablero, las piezas blancas –ofensivas- están en una sola mano (Estados Unidos) y las negras –defensivas- están en varias: Rusia, China, Unión Europea, Norcorea, India, Pakistán, Israel.

Pero, a diferencia de la invasión anglosajona a Irak, decidida mucho antes, el hostigamiento a Irán, Siria y, q uizá, Rusia, es resultado del fracaso militar. Dada la tendencia neoconservadora a ver en EE.UU. la Cuarta Roma (la segunda fue Bizancio, la tercera Moscú), varios analistas comparaban la caída de Bagdad con la de Cartago. El paralelo pudo haber sido válido en 1258, cuando Hülegü Jan destruyó la capital del califato y milicias cristianas –georgianas, armenias- hicieron una masacre de musulmanes que horrorizó a los propios mongoles, gente de estómago blindado.

Cartago era una potencia tan fuerte y antigua como Roma. Pero la victoria sobre los púnicos empujó a ésta por una senda que la llevaría a “estado universal” –hegemónico en una sociedad, para el caso la helénica o grecorromana-, subyugando potencias locales aspirantes a substituir Cartago. Así cayeron Epiro, Macedonia, Ponto, seléucidas y tolomeos. Hasta que quedaron frente a frente dos superpotencias: Roma y el Imperio Arsácida (estado universal de la sociedad iránica). La lucha sobrevivió a ambos estados y arruinó a sus sucesores sasánida y bizantino.

En el siglo VII de la era común, los árabes borraron a uno y se tragaron la mitad del otro. Sus sucesores actuales, de paso, hicieron polvo cualquier paralelo entre Cartago y Bagdad. Cartago fue arrasada y el poder púnico se acabó. Hoy, la guerra de guerrillas que acosa a norteamericanos e ingleses demuestra que la toma de Bagdad fue apenas un episodio.

Conceptos como “guerra preventiva”, “vieja Europa” o “eje del mal” mezclan una lectura superficial de la historia con una concepción criptorreligiosa del siglo XIX: el destino manifiesto, idealización de “América para los americanos”. Algunos componentes ultras pueden rastrearse hasta la doctrina del ser nacional (Johann Gottlieb Fichte, Alemania, 1807) y su proyección imperialista, el “Lebensraum” (espacio vital) del nacionalsocialismo.

Los tres conceptos citados figuraban ya en el Project for the new American century –PNAC, proyecto para el nuevo siglo (norte)americano-, 1997. Esta “usina de cerebros” (think tank), solventada por la industria bélica, tenía inicialmente un objetivo sectorial: “el drástico aumento del presupuesto militar, porque las actuales fuerzas armadas son demasiado chicas para la misión universal que deberán encarar”.

El documento liminar incluía las firmas de Richard Cheney (actual vicepresidente), Donald Rumsfeld (hoy secretario de Defensa), Jeb Bush (gobernador de Florida, donde una maniobra turbia le aportó a George W. los 20.000 votos que lo hicieron presidente en 2000), Paul Wolfkowitz (luego subsecretario del Pentágono, hoy presidente del Banco Mundial), Richard Perle –ex asesor de Rumsfeld-, John Bolton (actual embajador ante la ONU), el general (r) Jay Garner (luego procónsul en Irak), Francis Fukuyama –un historiador que tergiversa a Friedrich Hegel- y tres ideólogos afines a la extrema derecha judía: Robert Kagan (Washington Post), William Kristol (Weekly Standard), Eliot Cohen.

En febrero de 1998, el PNAC sugería a William J.Clinton, entonces presidente, acabar militarmente con Bagdad, Tehrán y Pyongyang (Damasco no figuraba). A juicio de esos cerebros, “la seguridad y los intereses del país seguirán amenazados mientras una apreciable parte de las fuentes petrolíferas esté en manos enemigas”. Además de Irak e Irán, se incluía a algunos integrantes de la Comunidad de Estados Independientes (CEI, ex Unión Soviética).

Resulta por lo menos irónico que dos profetas de la globalización a ultranza en aras del mercado (Fukuyama, Wolfkowitz) apoyen un proyecto de visos ultranacionalistas que, en vez de globalizar, pretende que el resto del mundo sea –para emplear una figura del derecho romano- cliente de EE.UU. En septiembre de 2001, ya con Bush en el poder, aparece Rebuilding US defense. Strategy, forces and resources for a new century (Reconstruir las defensas de EE.UU. Estrategia, fuerza y recursos para el nuevo siglo). El texto propugna “elevar gastos de defensa para, llegado el momento, librar eficazmente batallas simultáneas en varios frentes, pues la acción bélica es la única herramienta disuasiva por cuyo intermedio lograr la paz mundial”.

Ya en plena guerra iraquí, Cohen –asesor informal de Bush- y James Woolsey (ex CIA, luego en el gabinete de ocupación) lo convencieron al presidente de que “vivimos la IV guerra mundial”. Para ellos, la III fue la guerra fría “ganada por Estados Unidos y China, no por la Unión Europea”. Aparte de olvidar el empate en Corea (1953) o las derrotas norteamericanas en Vietnam (1975) y Somalía (1998), esta variante de la doctrina PNAC da por liquidadas la Organización del Tratado Nortlántico –en su forma actual-, el Consejo de Seguridad y la propia ONU.

En cuanto a Fukuyama y sus afines, definen como “primera guerra global” al conflicto económico -encarnado en la Organización Mundial de Comercio y la estancada rueda Dohá- y a la “batalla por los hidrocarburos”. Sólo que, en el segundo caso, se trata de “un recurso natural no renovable a cuyo agotamiento sobrevivirán EE.UU. y sus clientes políticos”.

Ambas corrientes internas coinciden con el documento de 2001, en cuanto a “impedir la reconstrucción o el ascenso de potencias rivales. La misión pacificadora mundial exige el liderazgo norteamericano, no el de Naciones Unidas”. Esa misión incluye objetivos de tan largo alcance como “estimular un cambio de régimen de China, incrementando la presencia militar de EE.UU. en Asia oriental y sudoriental. Este poder disuasorio forzaría la democratización”. Los trabajos del PNAC conocidos no explican cómo manejar transiciones políticas en Afganistán, Pakistán, Asia central, Birmania y Vietnam.

Al respecto, Fukuyama debiera explicar –algo que sí hacen Samuel Huntington o Eric Hobsbawn- cómo una presencia militar más antigua y extensa –la rusa, durante 350 años- no logró controlar los procesos internos chinos.

Otro problema abordado por el grupo áulico alrededor de George W.Bush (donde, sugestivamente, no figuran Henry Kissinger ni Zbigniew Brzežinski) es Irán. Dado que este país “podría representar una amenaza para el interés nacional muy superior a la de Irak, las bases estadounidenses en el golfo Pérsico, Turquía y la península arábiga deberán mantenerse operativas por tiempo indeterminado, aunque los saudíes se opongan”.

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