China se ve ante complejas disyuntivas geopolíticas

“El presidente Hu Jintao fue a Washington en una misión que los diplomáticos califican de improductiva y los realistas de desastrosa. En este caso, por una serie de incidentes que la gente de George W.Bush no hizo casi nada para evitar.

28 abril, 2006

Así se inicia un extenso análisis de George Friedman, columnista conservador especializado en temas geopolíticos y militares. La sospechosa serie de desplantes ante Hu “fue cualquier cosa menos casual. A su manera, resalta los serios problemas que signan esta fase de las relaciones sinoestadounidenses. En particular, porque en Washington se baraja una estrategia según la cual las relaciones económicas no excluyen desplegar mayor presencia militar norteamericana en la zona, como disuasión preventiva. En gran medida, porque Beijing irrita a Washington vía una política exterior proclive a Irán y no muy distante de la rusa.

Ambos gigantes están condenados a coexistir en lo económico. De suyo, eso es un problema, pues los dos precisan cosas diferentes. La economía china no marcha tan bien como sugiere la expansión del producto bruto interno (en el primer trimestre, marcó un sorpresivo 10,2% de ritmo anual). Pese al superávit contra EE.UU. –US$ 203.000 millones en 2005-, las exportaciones contienen escaso valor agregado relativo. Esto contrasta con una gran masa de carteras desactivadas en el sistema financiero, equivalente en diciembre a 60% del PBI.

En lo comercial, EU.UU. es adicto a importar de China y ésta lo es a las exportar a EE.UU. Washington quiere que Beijing revalúe el yüan a mayor ritmo, así sube el precio de sus exportaciones, algo que ese gobierno se resiste a hacer. A lo sumo, como se vio a fines de abril, elevó de 5,28 a 5,85% anual la tasa básica sobre créditos (eso hizo subir un poco el yüan).

Pero otras fuerzas sueldan a ambos países entre sí. La mayor es el dinero chino excedente, que fluye al resto del mundo porque la plaza local deja de ser atractiva para inversiones. Claro, el mejor refugio es EE.UU., una economía dependiente de colocaciones exógenas debido a su fenomenal endeudamiento externo e interno.

Estos factores significan que no existen perspectivas de divorcio en un futuro razonable. No ocurre lo mismo en otros frentes. Pese a estrechos vínculos históricos, las relaciones sinojaponesas se han deteriorado por motivos sociales y políticos. Pero, como frente a EE.UU., Beijing tiene en cuenta puramente consideraciones económicas.

“Ahora bien –señala Friedman- toda concepción geopolítica de largo aliento y su proyección militar implican examinar el mapa y notar que China es casi una isla, aunque de tamaño continental”. Al este está el mar. Al noreste, Siberia, donde hay posibilidades limitada de expansión: el territorio no permite sostener grandes poblaciones ni cultivos. Esto explica que el antiguo imperio les haya abandonado tanta superficie a los rusos hasta fines del siglo XIX.

Al norte aparece Mongolia, cuya mitad meridional forma parte de China. Por el momento, la zona no vale nada. Al sudeste están Tibet (reocupado desde 1950) y los Himalayas. Al respecto, siempre se habla de que India contenga el poder chino. Pero (a) no es posible movilizar gran cantidad de tropas cruzando semejante muralla y (b) Beijing se ha limitado a breves incursiones para cobrar antiguos feudos (Ladaj, 1962) en el norte indio, por ejemplo. En rigor, Nepal, Bhután y Sikkim eran también considerados tributarios del antiguo imperio.

Al sudeste se halla Indochina, donde hace siglos varios estados eran vasallos de China o del Imperio Mongol; en especial, Annam (hoy Vietnam) y Birmania. Pero, en 1979, los vietnamitas detuvieron una intentona china de copar el golfo de Tonkín (para no mentar el espectacular fracaso de franceses y norteamericanos). En el lejano oeste, cualquier presión sobre las repúblicas islámicas de Asia central –tres de ellas, petroleras- sería frustrada por las etnias irredentistas subsistentes en el ex Turquestán chino (Xinjaing).

Muy bien ¿y qué ocurre con el litoral marítimo?… En estos veinte años, China se ha convertido en gran exportadora y, por ende, le interesa asegurar los accesos por mar. Pero esas costas están patrulladas por la VII flota estadounidense. Construir, armar y alistar algo capaz de hacerle frente exigirá no menos de una generación. Por ende, subraya Friedman, “preocuparse por una invasión a Taiwán es totalmente fantasioso. Excepto que, por otras causas, se derrumbe el poder marítimo norteamericano”.

En verdad, los principales problemas geopolíticos chinos son internos, dado que es un país enorme, diverso y fragmentado, donde la clave es mantener control. En primer lugar, están las cuestiones étnicas de Xinjiang (pueblos musulmanes de habla turca), Tibet –en el siglo IX, era un imperio al cual China rendía tributo-, el extremo sudoeste (también un enclave islámico) y Manchuria. De allí provino la dinastía Chin, que desalojó a los Ming en 1768 y, además, fue efímero reino bajo férula japonesa (1932/45).

Desde hace siglos, el poder chino se disputa entre la costa y las cuencas de los ríos Amarillo y Azul. La hegemonía de las provincias marítimas y del litoral sudoeste –fuera del universo chino hasta el siglo XVI- empezó cuando, a mediados del siglo XIX, Gran Bretaña forzó la apertura de puertos y monopolizó la importación de opio –detalle que el columnista no tiene presente-, causando la balcanización del imperio. Un siglo después, Mao Zedong intentó desatar una revolución en la próspera Shanghai, la mayor ciudad china. Fracasó y optó por una gran marcha que culminaría en Yenan, donde reclutó y organizó un ejército campesino. Finalmente, conquistó la costa mientras la invasión japonesa de 1937/42 hacía trizas a los señores de la guerra y la guerrilla nacionalista peleaba contra japoneses y comunistas.

Si, como enseña la historia, mantener integridad territorial es el primer imperativo chino desde el siglo III, era común, la prosperidad regional es el segundo. Por eso, desde 1911 el régimen de turno trata de imponerse a la costa. Cuando este objetivo pasa a primer plano, se atenúa el interés en los mercados externos y el régimen privilegia la seguridad interior. En esos períodos, se evitan aventuras afuera, salvo casos muy específicos y limitados.

Otra política de estado ha sido, desde el siglo XVI (cuando los holandeses abordaban Formosa y los españoles se presentaban ante Japón), proteger las costas de enclaves extranjeros. En las circunstancias actuales, los estrategas del Pentágono imaginan un escenario de película: intereses políticos y económicos locales resisten los esfuerzos de Beijing para disciplinarlos y cobrarles impuestos. La crisis llega al punto de que gestores occidentales y chinos expatriados (Taiwán) ayuden a establecer separatismos locales y éstos pidan auxilio norteamericano para afrontar al gobierno central.

Si Washington les hiciera caso, el gobierno central acabaría en colapso o, si resistiese, se desataría una guerra civil como las de los siglos XIX y XX.
Todo eso es mera especulación, Máxime porque los actuales tropiezos en materia de relaciones con Japón y Estados Unidos no parecen tendencias de fondo. Por otra parte, hay un actor geopolítico cuyo papel ha cambiado radicalmente entre el siglo XIX –cuando Occidente buscaba balcanizar China- y principios del XXI: Rusia.

Así se inicia un extenso análisis de George Friedman, columnista conservador especializado en temas geopolíticos y militares. La sospechosa serie de desplantes ante Hu “fue cualquier cosa menos casual. A su manera, resalta los serios problemas que signan esta fase de las relaciones sinoestadounidenses. En particular, porque en Washington se baraja una estrategia según la cual las relaciones económicas no excluyen desplegar mayor presencia militar norteamericana en la zona, como disuasión preventiva. En gran medida, porque Beijing irrita a Washington vía una política exterior proclive a Irán y no muy distante de la rusa.

Ambos gigantes están condenados a coexistir en lo económico. De suyo, eso es un problema, pues los dos precisan cosas diferentes. La economía china no marcha tan bien como sugiere la expansión del producto bruto interno (en el primer trimestre, marcó un sorpresivo 10,2% de ritmo anual). Pese al superávit contra EE.UU. –US$ 203.000 millones en 2005-, las exportaciones contienen escaso valor agregado relativo. Esto contrasta con una gran masa de carteras desactivadas en el sistema financiero, equivalente en diciembre a 60% del PBI.

En lo comercial, EU.UU. es adicto a importar de China y ésta lo es a las exportar a EE.UU. Washington quiere que Beijing revalúe el yüan a mayor ritmo, así sube el precio de sus exportaciones, algo que ese gobierno se resiste a hacer. A lo sumo, como se vio a fines de abril, elevó de 5,28 a 5,85% anual la tasa básica sobre créditos (eso hizo subir un poco el yüan).

Pero otras fuerzas sueldan a ambos países entre sí. La mayor es el dinero chino excedente, que fluye al resto del mundo porque la plaza local deja de ser atractiva para inversiones. Claro, el mejor refugio es EE.UU., una economía dependiente de colocaciones exógenas debido a su fenomenal endeudamiento externo e interno.

Estos factores significan que no existen perspectivas de divorcio en un futuro razonable. No ocurre lo mismo en otros frentes. Pese a estrechos vínculos históricos, las relaciones sinojaponesas se han deteriorado por motivos sociales y políticos. Pero, como frente a EE.UU., Beijing tiene en cuenta puramente consideraciones económicas.

“Ahora bien –señala Friedman- toda concepción geopolítica de largo aliento y su proyección militar implican examinar el mapa y notar que China es casi una isla, aunque de tamaño continental”. Al este está el mar. Al noreste, Siberia, donde hay posibilidades limitada de expansión: el territorio no permite sostener grandes poblaciones ni cultivos. Esto explica que el antiguo imperio les haya abandonado tanta superficie a los rusos hasta fines del siglo XIX.

Al norte aparece Mongolia, cuya mitad meridional forma parte de China. Por el momento, la zona no vale nada. Al sudeste están Tibet (reocupado desde 1950) y los Himalayas. Al respecto, siempre se habla de que India contenga el poder chino. Pero (a) no es posible movilizar gran cantidad de tropas cruzando semejante muralla y (b) Beijing se ha limitado a breves incursiones para cobrar antiguos feudos (Ladaj, 1962) en el norte indio, por ejemplo. En rigor, Nepal, Bhután y Sikkim eran también considerados tributarios del antiguo imperio.

Al sudeste se halla Indochina, donde hace siglos varios estados eran vasallos de China o del Imperio Mongol; en especial, Annam (hoy Vietnam) y Birmania. Pero, en 1979, los vietnamitas detuvieron una intentona china de copar el golfo de Tonkín (para no mentar el espectacular fracaso de franceses y norteamericanos). En el lejano oeste, cualquier presión sobre las repúblicas islámicas de Asia central –tres de ellas, petroleras- sería frustrada por las etnias irredentistas subsistentes en el ex Turquestán chino (Xinjaing).

Muy bien ¿y qué ocurre con el litoral marítimo?… En estos veinte años, China se ha convertido en gran exportadora y, por ende, le interesa asegurar los accesos por mar. Pero esas costas están patrulladas por la VII flota estadounidense. Construir, armar y alistar algo capaz de hacerle frente exigirá no menos de una generación. Por ende, subraya Friedman, “preocuparse por una invasión a Taiwán es totalmente fantasioso. Excepto que, por otras causas, se derrumbe el poder marítimo norteamericano”.

En verdad, los principales problemas geopolíticos chinos son internos, dado que es un país enorme, diverso y fragmentado, donde la clave es mantener control. En primer lugar, están las cuestiones étnicas de Xinjiang (pueblos musulmanes de habla turca), Tibet –en el siglo IX, era un imperio al cual China rendía tributo-, el extremo sudoeste (también un enclave islámico) y Manchuria. De allí provino la dinastía Chin, que desalojó a los Ming en 1768 y, además, fue efímero reino bajo férula japonesa (1932/45).

Desde hace siglos, el poder chino se disputa entre la costa y las cuencas de los ríos Amarillo y Azul. La hegemonía de las provincias marítimas y del litoral sudoeste –fuera del universo chino hasta el siglo XVI- empezó cuando, a mediados del siglo XIX, Gran Bretaña forzó la apertura de puertos y monopolizó la importación de opio –detalle que el columnista no tiene presente-, causando la balcanización del imperio. Un siglo después, Mao Zedong intentó desatar una revolución en la próspera Shanghai, la mayor ciudad china. Fracasó y optó por una gran marcha que culminaría en Yenan, donde reclutó y organizó un ejército campesino. Finalmente, conquistó la costa mientras la invasión japonesa de 1937/42 hacía trizas a los señores de la guerra y la guerrilla nacionalista peleaba contra japoneses y comunistas.

Si, como enseña la historia, mantener integridad territorial es el primer imperativo chino desde el siglo III, era común, la prosperidad regional es el segundo. Por eso, desde 1911 el régimen de turno trata de imponerse a la costa. Cuando este objetivo pasa a primer plano, se atenúa el interés en los mercados externos y el régimen privilegia la seguridad interior. En esos períodos, se evitan aventuras afuera, salvo casos muy específicos y limitados.

Otra política de estado ha sido, desde el siglo XVI (cuando los holandeses abordaban Formosa y los españoles se presentaban ante Japón), proteger las costas de enclaves extranjeros. En las circunstancias actuales, los estrategas del Pentágono imaginan un escenario de película: intereses políticos y económicos locales resisten los esfuerzos de Beijing para disciplinarlos y cobrarles impuestos. La crisis llega al punto de que gestores occidentales y chinos expatriados (Taiwán) ayuden a establecer separatismos locales y éstos pidan auxilio norteamericano para afrontar al gobierno central.

Si Washington les hiciera caso, el gobierno central acabaría en colapso o, si resistiese, se desataría una guerra civil como las de los siglos XIX y XX.
Todo eso es mera especulación, Máxime porque los actuales tropiezos en materia de relaciones con Japón y Estados Unidos no parecen tendencias de fondo. Por otra parte, hay un actor geopolítico cuyo papel ha cambiado radicalmente entre el siglo XIX –cuando Occidente buscaba balcanizar China- y principios del XXI: Rusia.

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