China o el imperio de la piratería global

Antiguamente, el Reino del medio (Chunguo) era víctima de sus propios piratas y de los malayos. Hoy, es epicentro de piratería dedicada a tecnologías robadas y marcas truchas. Por supuesto, no está sola.

13 mayo, 2005

Según estimaciones de Beijing, el tráfico interno de bienes falsificados y afines representa entre US$19.000 y 24.000 millones por año. Pero expertos occidentales creen que eso es apenas una parte de la realidad y, en todo caso, no incluye la exportación de mercaderías hechas con tecnologías que no pagan derechos y que se venden bajo marcas truchas.

Desde que apoyó –un poco precipitadamente- el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, Estados Unidos viene desaprovechando una oportunidad histórica de frenar la piratería comercial del Imperio Celeste. Hasta el momento, George W. Bush y su gobierno nada han hecno, salvo despotricar contra textiles que ingresan legalmente y cuyos gravámenes han sido levantados por la OMC.

Varios expertos y lobbies en la materia, a ambas orillas del Atlántico norte, venían oponiéndose a la presencia china en la OMC y continúan haciéndolo. Su sector más fanático llega al extremo de “rechazar la subordinación de la soberanía norteamericana (o europea) a entidades tan poco democráticas como la OMC” (palabras de Patricia Choate, cabildera de industrias estadounidenses). Ya que no pudieron impedir “ese atropello”, ahora recomiendan “emplear los escasos instrumentos reglamentarios de la OMC para defender nuestros intereses”.

En efecto, al entrar en la entidad, Beijing asumía ciertas obligaciones ante los otros 147 miembros (muchos de ellos, en verdad, microestados sin viabilidad ni sustancia). Específicamente, como signatario de un convenio sobre patentes y derechos intelectuales, el país se compromete a aceptar exigencias mínimas en esa materia (por ejemplo, igualdad entre patentes locales y extranjeras) y someterse a procedimientos de la OMC para arbitraje de disputas.

Cuatro años más tarde, Beijing no ha satisfecho ni una de sus obligaciones. A su vez, Estados Unidos no ha movido su influencia para poner en marcha mecanismos reglamentarios de la OMC. En buena medida porque, como la Unión Europea, sus subsidios agrícolas son una abierto desafía a las normas de la misma entidad.

En los papeles, China dictó leyes sobre patentes y propiedad intelectual, según requerimiento de la OMC. Pero, como reveló en diciembre, ante el congreso, el representante estadounidense de comercio (por entonces, Robert Zoellick), esas normas se aplican en forma inconsistente, ineficaz y dicriminando contra extranjeros. “Las infracciones están a la orden del día y se multiplican”, decía el informe.

Por cierto, Beijing ha creado un armazón legal ostensible, pero sin aplicarla en realidad. Afortunadamente, la OMC ofrece un modo de encarar el problema: si Washington consigue probar ante un panel de tres árbitros independientes que China no cumple sus obligaciones, puede demandarla por daños y perjuicios. Un fallo favorable abrirá camino a gravámenes punitorios, cuyo producido se distribuirá entre los norteamericanos afectados.

Estados Unidos ha apelado al mecanismo en varias circunstancias. De 1995 a 2000, el gobierno de William J. Clinton radicó tres pleitos ante la OMC contra otros países. Todos fueron resueltos en su favor. La Cámara de Comercio estadounidense –no exactamente un reducto proteccionista- ha pedido a Bush imitar a Clinton en el caso chino. Pero, desde 2001, Washington no ha presentado denuncias contra país alguno en la OMC, en una actitud llamativamente opuesta a la exhibida para defender a Boeing de la competencia planteada por Airbus.

Según estimaciones de Beijing, el tráfico interno de bienes falsificados y afines representa entre US$19.000 y 24.000 millones por año. Pero expertos occidentales creen que eso es apenas una parte de la realidad y, en todo caso, no incluye la exportación de mercaderías hechas con tecnologías que no pagan derechos y que se venden bajo marcas truchas.

Desde que apoyó –un poco precipitadamente- el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, Estados Unidos viene desaprovechando una oportunidad histórica de frenar la piratería comercial del Imperio Celeste. Hasta el momento, George W. Bush y su gobierno nada han hecno, salvo despotricar contra textiles que ingresan legalmente y cuyos gravámenes han sido levantados por la OMC.

Varios expertos y lobbies en la materia, a ambas orillas del Atlántico norte, venían oponiéndose a la presencia china en la OMC y continúan haciéndolo. Su sector más fanático llega al extremo de “rechazar la subordinación de la soberanía norteamericana (o europea) a entidades tan poco democráticas como la OMC” (palabras de Patricia Choate, cabildera de industrias estadounidenses). Ya que no pudieron impedir “ese atropello”, ahora recomiendan “emplear los escasos instrumentos reglamentarios de la OMC para defender nuestros intereses”.

En efecto, al entrar en la entidad, Beijing asumía ciertas obligaciones ante los otros 147 miembros (muchos de ellos, en verdad, microestados sin viabilidad ni sustancia). Específicamente, como signatario de un convenio sobre patentes y derechos intelectuales, el país se compromete a aceptar exigencias mínimas en esa materia (por ejemplo, igualdad entre patentes locales y extranjeras) y someterse a procedimientos de la OMC para arbitraje de disputas.

Cuatro años más tarde, Beijing no ha satisfecho ni una de sus obligaciones. A su vez, Estados Unidos no ha movido su influencia para poner en marcha mecanismos reglamentarios de la OMC. En buena medida porque, como la Unión Europea, sus subsidios agrícolas son una abierto desafía a las normas de la misma entidad.

En los papeles, China dictó leyes sobre patentes y propiedad intelectual, según requerimiento de la OMC. Pero, como reveló en diciembre, ante el congreso, el representante estadounidense de comercio (por entonces, Robert Zoellick), esas normas se aplican en forma inconsistente, ineficaz y dicriminando contra extranjeros. “Las infracciones están a la orden del día y se multiplican”, decía el informe.

Por cierto, Beijing ha creado un armazón legal ostensible, pero sin aplicarla en realidad. Afortunadamente, la OMC ofrece un modo de encarar el problema: si Washington consigue probar ante un panel de tres árbitros independientes que China no cumple sus obligaciones, puede demandarla por daños y perjuicios. Un fallo favorable abrirá camino a gravámenes punitorios, cuyo producido se distribuirá entre los norteamericanos afectados.

Estados Unidos ha apelado al mecanismo en varias circunstancias. De 1995 a 2000, el gobierno de William J. Clinton radicó tres pleitos ante la OMC contra otros países. Todos fueron resueltos en su favor. La Cámara de Comercio estadounidense –no exactamente un reducto proteccionista- ha pedido a Bush imitar a Clinton en el caso chino. Pero, desde 2001, Washington no ha presentado denuncias contra país alguno en la OMC, en una actitud llamativamente opuesta a la exhibida para defender a Boeing de la competencia planteada por Airbus.

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