China no tiene la culpa del desempleo en Estados Unidos

En 2004, Estados Unidos tendrá muchas oportunidades de sancionar a China. La campaña electoral será aprovechada por grupos de intereses, ante un gobierno hipersensible al cabildeo. Pero China tampoco es la llave de la prosperidad universal.

1 diciembre, 2003

Las guerras comerciales perturban a mercados, afectan sectores expuestos a la competencia externa y elevan precios para consumidores y usuarios. Pero George W.Bush y sus opositores demócratas tienen cada vez más dificultades para encontrar opciones que satisfagan simultáneamente a empresarios, sindicalistas y votantes. A su vez, éstos se dividen entre grupos locales –empleados en ciertas industrias- y público urbano.

Ahora bien, es frecuente plantear un enfrentamiento comercial con China en términos del desarrollado con Japón en los 70/80 y con Surcorea-Taiwán en los 80/90. Hasta hoy, empero, ningún legislador ha salido por TV rompiendo un televisor chino, como se hizo con una radio nipona hace 25 años. Entre otras cosas, porque la economía japonesa tiene otra historia: empezó a industrializarse en 1873, vía conglomerados verticales (“zaibatsu”, bancas+industrias básicas), hoy horizontales (“keiretsu”, industrias+servicios).

Cuando EE.EE. impuso restricciones a Toyota y Nissan –en los 70/80-, el objeto ostensible era darles tiempo a General Motors, Ford, Chrysler y American Motors para competir mejor. En realidad, las automotrices norteamericanas aprovecharon para aumentar precios. Veinte años después, Toyota desplaza a Ford como segunda del mundo, Chrysler pertenece al grupo alemán Daimler, GM pierde plata por cada coche que vende y American es apenas una nostalgia.

Entretanto, los japoneses abrían plantas en EE.UU, que fueron diluyendo las diferencias entre un auto nipón y uno local. China es otra cosa, porque le falta mucho para ser una economía industrial, no tiene nombres ni marcas reconocidas en el mundo. A la inversa, terceriza bienes para compañías norteamericanas.

En otras palabras, trabar importaciones de China puede perjudicar a compañías, usuarios y consumidores estadounidenses. Tampoco es seguro de que un “proteccionismo electoral” retenga o cree empleos en la Unión, pues las firmas que tercerizan en China simplemente se mudarán a otros países asiáticos o a Latinoamérica.

Ambas zonas funcionan como “maquilas”, por los salarios exiguos y la ausencia de un gremialismo serio. Además, el ingreso chino a la OMC en 2001 no es el pasaportes “40/60 años de prosperidad mundial” (como imagina Gover Nordqvist, agente electoral de Bush en Wall Street). Entre otras cosas, porque la propia OMC dista de ser una entidad eficaz.

El empleo es la clave política del momento, aunque la campaña oficialista se centre en el consumo, las rebajas tributarias a estamentos de altos ingresos y la bolsa. Desde que empezó esta presidencia y hasta mediados de 2003, se eliminaron 1.900.000 puestos laborales. De ellos, 600.000 relacionados con el comercio exterior y sólo sus dos tercios (400.000) a causa del “factor chino”, según la consultora Economy.com.

La propia realidad suele frustrar a los “lobbies”, sus aliados en el gobierno y sus voceros en el exterior. Hace cinco meses, la National Association of Manufacturers anunció una demanda judicial contra Beijing por “deslealtad comercial, pues subsidia a sus exportadores vía una moneda subvaluada”.

Hasta fines de noviembre, la entidad no ha radicado denuncia alguna y ni siquiera ha contratado abogados. ¿Por qué? Porque muchos socios de la NMA sacan buen partido de la “maquila” en China, Méjico, Centroamérica, etc. Por otra parte, Gregory Mankiw –asesor económico principal en la Casa Blanca y único estructuralista en esta administración- advertía que “la mayor parte del aumento de exportaciones chinas es en detrimento de otros países del Pacífico. En verdad, el empleo cedió en EE.UU. debido a la eliminación de puestos laborales para mejorar la productividad”.

Junto con Mankiw, Paul Krugman y Robert Kuttner subrayan un factor que Bush y Wall Street prefieren ignorar: “el desempleo se halla estrechamente ligado al declive en inversiones productivas y la escasa vocación exportadora”. Dicho de otra manea, ni China tiene toda la culpa ni el dólar barato es una ventaja competitiva por sí mismo.

Aunque lo fuera, la propia evolución de la economía china impone límites. Por ejemplo, algunos sueñan con 14% de alza en su PBI este año. Pero ni siquiera la “moderada” estimación oficial (9%) convence. Desde hace algunos años, la estadigrafía de Beijing está inflada y, por razones geopolíticas, EE.UU. hace como que la toma en serio.

Lo malo es que los “nuevos halcones” del entorno presidencial norteamericano mitifiquen el papel de China tanto como las bondades de la guerra en Irak. Ésta, afirman William Kristol y sus voceros informales en Latinoamérica, “actuará como estímulo sistémico e impulsará la integración mundial, la revolución tecnológica y una nueva fase larga de crecimiento”.

Volviendo a China, otra fuente –“The Economist”, reducto de ortodoxia decimonónica-, tras aceptar aquel +9% en el PBI y hasta sugerir que podría ser realmente 11/12%,, advierte sobre riesgos de recalentamiento. A juicio del semanario, hay demasiados inversores en pos de oportunidades no siempre sólidas y el auge podría estallar prematuramente. La China de 2003 no es el Japón de 50 años antes.

Las guerras comerciales perturban a mercados, afectan sectores expuestos a la competencia externa y elevan precios para consumidores y usuarios. Pero George W.Bush y sus opositores demócratas tienen cada vez más dificultades para encontrar opciones que satisfagan simultáneamente a empresarios, sindicalistas y votantes. A su vez, éstos se dividen entre grupos locales –empleados en ciertas industrias- y público urbano.

Ahora bien, es frecuente plantear un enfrentamiento comercial con China en términos del desarrollado con Japón en los 70/80 y con Surcorea-Taiwán en los 80/90. Hasta hoy, empero, ningún legislador ha salido por TV rompiendo un televisor chino, como se hizo con una radio nipona hace 25 años. Entre otras cosas, porque la economía japonesa tiene otra historia: empezó a industrializarse en 1873, vía conglomerados verticales (“zaibatsu”, bancas+industrias básicas), hoy horizontales (“keiretsu”, industrias+servicios).

Cuando EE.EE. impuso restricciones a Toyota y Nissan –en los 70/80-, el objeto ostensible era darles tiempo a General Motors, Ford, Chrysler y American Motors para competir mejor. En realidad, las automotrices norteamericanas aprovecharon para aumentar precios. Veinte años después, Toyota desplaza a Ford como segunda del mundo, Chrysler pertenece al grupo alemán Daimler, GM pierde plata por cada coche que vende y American es apenas una nostalgia.

Entretanto, los japoneses abrían plantas en EE.UU, que fueron diluyendo las diferencias entre un auto nipón y uno local. China es otra cosa, porque le falta mucho para ser una economía industrial, no tiene nombres ni marcas reconocidas en el mundo. A la inversa, terceriza bienes para compañías norteamericanas.

En otras palabras, trabar importaciones de China puede perjudicar a compañías, usuarios y consumidores estadounidenses. Tampoco es seguro de que un “proteccionismo electoral” retenga o cree empleos en la Unión, pues las firmas que tercerizan en China simplemente se mudarán a otros países asiáticos o a Latinoamérica.

Ambas zonas funcionan como “maquilas”, por los salarios exiguos y la ausencia de un gremialismo serio. Además, el ingreso chino a la OMC en 2001 no es el pasaportes “40/60 años de prosperidad mundial” (como imagina Gover Nordqvist, agente electoral de Bush en Wall Street). Entre otras cosas, porque la propia OMC dista de ser una entidad eficaz.

El empleo es la clave política del momento, aunque la campaña oficialista se centre en el consumo, las rebajas tributarias a estamentos de altos ingresos y la bolsa. Desde que empezó esta presidencia y hasta mediados de 2003, se eliminaron 1.900.000 puestos laborales. De ellos, 600.000 relacionados con el comercio exterior y sólo sus dos tercios (400.000) a causa del “factor chino”, según la consultora Economy.com.

La propia realidad suele frustrar a los “lobbies”, sus aliados en el gobierno y sus voceros en el exterior. Hace cinco meses, la National Association of Manufacturers anunció una demanda judicial contra Beijing por “deslealtad comercial, pues subsidia a sus exportadores vía una moneda subvaluada”.

Hasta fines de noviembre, la entidad no ha radicado denuncia alguna y ni siquiera ha contratado abogados. ¿Por qué? Porque muchos socios de la NMA sacan buen partido de la “maquila” en China, Méjico, Centroamérica, etc. Por otra parte, Gregory Mankiw –asesor económico principal en la Casa Blanca y único estructuralista en esta administración- advertía que “la mayor parte del aumento de exportaciones chinas es en detrimento de otros países del Pacífico. En verdad, el empleo cedió en EE.UU. debido a la eliminación de puestos laborales para mejorar la productividad”.

Junto con Mankiw, Paul Krugman y Robert Kuttner subrayan un factor que Bush y Wall Street prefieren ignorar: “el desempleo se halla estrechamente ligado al declive en inversiones productivas y la escasa vocación exportadora”. Dicho de otra manea, ni China tiene toda la culpa ni el dólar barato es una ventaja competitiva por sí mismo.

Aunque lo fuera, la propia evolución de la economía china impone límites. Por ejemplo, algunos sueñan con 14% de alza en su PBI este año. Pero ni siquiera la “moderada” estimación oficial (9%) convence. Desde hace algunos años, la estadigrafía de Beijing está inflada y, por razones geopolíticas, EE.UU. hace como que la toma en serio.

Lo malo es que los “nuevos halcones” del entorno presidencial norteamericano mitifiquen el papel de China tanto como las bondades de la guerra en Irak. Ésta, afirman William Kristol y sus voceros informales en Latinoamérica, “actuará como estímulo sistémico e impulsará la integración mundial, la revolución tecnológica y una nueva fase larga de crecimiento”.

Volviendo a China, otra fuente –“The Economist”, reducto de ortodoxia decimonónica-, tras aceptar aquel +9% en el PBI y hasta sugerir que podría ser realmente 11/12%,, advierte sobre riesgos de recalentamiento. A juicio del semanario, hay demasiados inversores en pos de oportunidades no siempre sólidas y el auge podría estallar prematuramente. La China de 2003 no es el Japón de 50 años antes.

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