Así empieza un análisis del columnista londinense John Gapper, quien apunta: “Para ese grupo de compañías, este presidente tan devoto, simple y autoritario puede ser un presente griego. Por ejemplo, apoya la apertura de mercados (ajenos) y la libre competencia, pero aplica gravámenes aduaneros sobre acero y productos agrícolas”.
En el plano financiero, Bush ha rebajado impuestos en peligroso grado durante su primer mandato, pese al deterioro fiscal, y promete lo mismo para el segundo período. Entretanto, la saludable ola de sumarios, juicios y reformas contables –que culminó con la ley Sarbanes-Oxley- parece ir cediendo. Ninguno de los candidatos tocó el tema de la corrupción en el sector privado, de paso.
Por supuesto, las empresas temen un bajón económico durante el segundo mandato, especialmente a causa de los traumáticos déficit de presupuesto, pagos externos, comercio exterior y asistencia social. Pero el lema de la Casa Blanca seguirá siendo “no interferir en los negocios privados” (Halliburton es prueba contundente al respecto).
“Si hubiese ganado, John Kerry habría puesto nerviosos a muchos directorios. Detroit, en cambio –apunta Gapper-, habría celebrado, pues el demócrata prometía reducir costos de atención médica laboral (sí, eso figuraba en su contradictoria plataforma electoral), algo que hubiera beneficiado a General Motors, Ford y otras. Pero lo que era bueno para ellos no lo sería para la industria farmoquímica”.
En términos más amplios, las empresas con proyección global tenían motivos para rechazar la retórica neoproteccionista de los demócratas. Su compromiso, en cuanto a desalentar impositivamente la tercerización de labores tecnoprofesionales a países de Asia oriental y meridional amenazaba a varios sectores. Máxime porque la eliminación de empleos en EE.UU. es casi el único recurso a mano cada vez que el management fracasa o el mercado no responde.
Entonces, se pregunta el analista en su pobre inglés, “¿un brindis por la reelección? No tanto. Para transnacionales que dependen de alianzas con compañías extranjeras o venden en escala global, esta presidencia tiene serios inconvenientes. En general, las sociedades se expresan en los mercados y un mandatario que cause perturbaciones en medio mundo no facilita mucho los negocios privados”.
Ninguna compañía que se condujese internacionalmente como Bush período sería rentable. Por eso, las empresas no sólo son más cautas o diplomáticas, sino que también cierran acuerdos con socios para operar mejor en la plazas del exterior (así hizo GM con Shanghai Automotive). El sector privado, claro, “adapta productos y servicios a gustos o requerimientos de los mercados locales y no les impone lo que les gusta a los norteamericanos”.
Por supuesto, a banqueros y empresarios no les caen bien excesos verbales, como el último de Donald Rumsfeld (“Gracias, Ossama”, aludiendo a un video oportunamente difundido para beneficiar electoralmente a Bush). Mucho menos, la nueva bajada de línea, distribuida en Latinoamérica por grupos ultraconservadores vía voceros rentados: “La clave estratégica reside en la remoción de regímenes enemigos”. Eso sostenía el soviético Lyev Davídovich Bronshtain… en 1923.
Apelando a una filosofía exactamente inversa, surgida de la experiencia, las firmas norteamericanas en el exterior han eludido en gran medida reacciones negativas de clientes o usuarios, pese al movimiento antiglobalizador y a la creciente hostilidad pública ante la política estadounidense en Irak (que la ultraderecha alrededor de Bush define como “revolucionario instrumento para imponer democracia”).
Gapper cita una reciente encuesta entre 3.300 consumidores de 41 países, publicada en la “Harvard Business Review” (septiembre). Según el sondeo, muy poca gente boicotea a Coca-Coca, PepsiCo, Disney, McDonald’s o Burger King por su imagen norteamericana. No obstante, algunas mediciones en Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña indican que la mezcla entre guerra iraquí y mala imagen afecta las ventas de cigarrillos de marcas estadounidenses. Igual ocurre con juguetes de tipo bélico.
De un modo u otro, las transnacionales no se sienten cómodas. Hay algo es la personalidad y el estilo de Bush que seduce al provincianismo norteamericano, pero molesta al resto del mundo. En gran parte, porque los tejanos no le caen bien a casi nadie, fuera de ese ámbito de pueblo chico, escasa cultura, religiosidad elemental y prejuicios anticuados. William Faulkner y Truman Capote podrían explicarlo mejor.
En ese plano, subraya Gapper, “la política exterior de Bush les recuerda a las grandes compañías rasgos localistas que venían tratando de minimizar durante dos décadas. Mientras los empresarios tienden a pensar en escala global, el presidente que apoyan se aferra al país profundo y cerril”.
Así empieza un análisis del columnista londinense John Gapper, quien apunta: “Para ese grupo de compañías, este presidente tan devoto, simple y autoritario puede ser un presente griego. Por ejemplo, apoya la apertura de mercados (ajenos) y la libre competencia, pero aplica gravámenes aduaneros sobre acero y productos agrícolas”.
En el plano financiero, Bush ha rebajado impuestos en peligroso grado durante su primer mandato, pese al deterioro fiscal, y promete lo mismo para el segundo período. Entretanto, la saludable ola de sumarios, juicios y reformas contables –que culminó con la ley Sarbanes-Oxley- parece ir cediendo. Ninguno de los candidatos tocó el tema de la corrupción en el sector privado, de paso.
Por supuesto, las empresas temen un bajón económico durante el segundo mandato, especialmente a causa de los traumáticos déficit de presupuesto, pagos externos, comercio exterior y asistencia social. Pero el lema de la Casa Blanca seguirá siendo “no interferir en los negocios privados” (Halliburton es prueba contundente al respecto).
“Si hubiese ganado, John Kerry habría puesto nerviosos a muchos directorios. Detroit, en cambio –apunta Gapper-, habría celebrado, pues el demócrata prometía reducir costos de atención médica laboral (sí, eso figuraba en su contradictoria plataforma electoral), algo que hubiera beneficiado a General Motors, Ford y otras. Pero lo que era bueno para ellos no lo sería para la industria farmoquímica”.
En términos más amplios, las empresas con proyección global tenían motivos para rechazar la retórica neoproteccionista de los demócratas. Su compromiso, en cuanto a desalentar impositivamente la tercerización de labores tecnoprofesionales a países de Asia oriental y meridional amenazaba a varios sectores. Máxime porque la eliminación de empleos en EE.UU. es casi el único recurso a mano cada vez que el management fracasa o el mercado no responde.
Entonces, se pregunta el analista en su pobre inglés, “¿un brindis por la reelección? No tanto. Para transnacionales que dependen de alianzas con compañías extranjeras o venden en escala global, esta presidencia tiene serios inconvenientes. En general, las sociedades se expresan en los mercados y un mandatario que cause perturbaciones en medio mundo no facilita mucho los negocios privados”.
Ninguna compañía que se condujese internacionalmente como Bush período sería rentable. Por eso, las empresas no sólo son más cautas o diplomáticas, sino que también cierran acuerdos con socios para operar mejor en la plazas del exterior (así hizo GM con Shanghai Automotive). El sector privado, claro, “adapta productos y servicios a gustos o requerimientos de los mercados locales y no les impone lo que les gusta a los norteamericanos”.
Por supuesto, a banqueros y empresarios no les caen bien excesos verbales, como el último de Donald Rumsfeld (“Gracias, Ossama”, aludiendo a un video oportunamente difundido para beneficiar electoralmente a Bush). Mucho menos, la nueva bajada de línea, distribuida en Latinoamérica por grupos ultraconservadores vía voceros rentados: “La clave estratégica reside en la remoción de regímenes enemigos”. Eso sostenía el soviético Lyev Davídovich Bronshtain… en 1923.
Apelando a una filosofía exactamente inversa, surgida de la experiencia, las firmas norteamericanas en el exterior han eludido en gran medida reacciones negativas de clientes o usuarios, pese al movimiento antiglobalizador y a la creciente hostilidad pública ante la política estadounidense en Irak (que la ultraderecha alrededor de Bush define como “revolucionario instrumento para imponer democracia”).
Gapper cita una reciente encuesta entre 3.300 consumidores de 41 países, publicada en la “Harvard Business Review” (septiembre). Según el sondeo, muy poca gente boicotea a Coca-Coca, PepsiCo, Disney, McDonald’s o Burger King por su imagen norteamericana. No obstante, algunas mediciones en Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña indican que la mezcla entre guerra iraquí y mala imagen afecta las ventas de cigarrillos de marcas estadounidenses. Igual ocurre con juguetes de tipo bélico.
De un modo u otro, las transnacionales no se sienten cómodas. Hay algo es la personalidad y el estilo de Bush que seduce al provincianismo norteamericano, pero molesta al resto del mundo. En gran parte, porque los tejanos no le caen bien a casi nadie, fuera de ese ámbito de pueblo chico, escasa cultura, religiosidad elemental y prejuicios anticuados. William Faulkner y Truman Capote podrían explicarlo mejor.
En ese plano, subraya Gapper, “la política exterior de Bush les recuerda a las grandes compañías rasgos localistas que venían tratando de minimizar durante dos décadas. Mientras los empresarios tienden a pensar en escala global, el presidente que apoyan se aferra al país profundo y cerril”.