“Apenas ese número todavía imagina que el presidente marcha en dirección correcta. Pero la creciente violencia en Bagdad y las últimas bajas semanas señalan lo contrario”, afirmaba Biden por la cadena BCC World. “En los próximos días –agregó-, una amplia mayoría del senado apoyo la reciente resolución del comité, que rechazó el aumento de tropas y el nuevo plan en Irak. Decenas de legisladores republicanos se nos unirán”. Ahora, también la precandidata presidencial Hillary Rodham Clinton exige la suspensión de refuerzos.
Así como nadie verdaderamente pide en Washington un retiro apresurado de efectivos, “ni los norteamericanos ni el congreso trabajan para el enemigo, como acaba de decir Richard Cheney en un gesto irresponsable”. El vicepresidente, a la sazón, es jefe natural del mismo senado que lo censura. “Bush y Cheney nos conducen a una guerra sin estrategia viable. Por de pronto, su plan no coincide con el nuevo manual del Pentágono”.
Aun si fuese un planteo adecuado, está en manos del binomio presidencial con peor imagen en la historia de Estados Unidos (en los años 70, Gerald Ford no compartía el desprestigio de Richard Nixon). Opositores, parte de los oficialistas, el Pentágono, la Unión Europea, los países musulmanes moderados, casi todo el hemisferio occidental, el grupo bipartidario de estudio, Rusia, China e India creen que el “plan B” lleva al desastre y puede incendiar Levante.
La mera idea de que, aumentando en 21.500 los efectivos, podrá controlar Bagdad y alrededores (apelando a la violencia vista este fin de semana), va contra los propios expertos militares. Tras la última actualización -recuerdan columnistas conservadores- el vademécum oficial de operaciones prescribe no menos de un soldado cada cincuenta civiles. En otras palabras, la zona metropolitana de Irak, sola, exige cien mil. Pero especialistas como Martin van Crefeld, Joseph Friedman o Thomas Hammes sostienen que se precisarán 300.000 tropas, cuatro a diez años de guerra y gastos próximos al billón de dólares.
En los hechos, Washington sólo podría alcanzar esa masa volviendo a la conscripción obligatoria. Pero hay dos obstáculos insalvables: la opinión pública y el tiempo. La primera es clave electoral y hasta puede, antes de 2008, forzar el juicio político a Bush y Cheney. Aun si ambos lograsen aquel propósito a espaldas del parlamento (dos ideólogos ultraconservadores sugieren cerrar el Capitolio en aras de la patria), aparecería el otro inconveniente: reclutar a la fuerza miles de civiles y luego adiestrarlos para el combate moderno requiere años. Mientras, los objetores armarán quintas columnas dentro y fuera de las fuerzas armadas, como sucedió con Vietnam. La multitudinaria protesta ante la Casa Blanca, el sábado, así lo indica.
Dejando de lado extremos ficticios, la situación objetiva en Irak ha cambiado en forma irreversible para mal, merced al pésimo marketing del gobierno norteamericano. Desde 2003, no menos de ocho veces se cantó victoria antes de tiempo: caída de Bagdad (abril), ”fin de las operaciones” (mayo), arresto de Saddam (diciembre), transpaso de funciones al gobierno provisorio (junio de 2004), referendo constitucional (octubre de 2005), elecciones legislativas (diciembre), asunción del primer ministro (abril de 2006) y muerte accidental de Abú az-Zarkawí, jefe local de al-Qa’eda (junio).
Fue un papelón tras otro. Ya en marzo de 2003, Cheney anunciaba que la guerra terminaría en semanas. Mucho después, en octubre de 2006, el general George Casey -entonces comandante de campo- aseguró que en seis meses se definiría el futuro, plazo que, poco después, elevó a año y medio. O sea, lo fijó en abril de 2008. Esto remite a otra cuestión: Bush no puede aspirar a otro mandato ni tiene –como James Carter o William Clinton- futuro político personal. Entonces, nada le impide dejar una catástrofe en Irak y alrededores, para condenar de antemano la gestión de cualquier sucesor. Aunque Luis XIV lo dijo aludiendo a la paz lograda bajo su cetro en Europa occidental, la frase aún vale: “après moi, le déluge”.
“Apenas ese número todavía imagina que el presidente marcha en dirección correcta. Pero la creciente violencia en Bagdad y las últimas bajas semanas señalan lo contrario”, afirmaba Biden por la cadena BCC World. “En los próximos días –agregó-, una amplia mayoría del senado apoyo la reciente resolución del comité, que rechazó el aumento de tropas y el nuevo plan en Irak. Decenas de legisladores republicanos se nos unirán”. Ahora, también la precandidata presidencial Hillary Rodham Clinton exige la suspensión de refuerzos.
Así como nadie verdaderamente pide en Washington un retiro apresurado de efectivos, “ni los norteamericanos ni el congreso trabajan para el enemigo, como acaba de decir Richard Cheney en un gesto irresponsable”. El vicepresidente, a la sazón, es jefe natural del mismo senado que lo censura. “Bush y Cheney nos conducen a una guerra sin estrategia viable. Por de pronto, su plan no coincide con el nuevo manual del Pentágono”.
Aun si fuese un planteo adecuado, está en manos del binomio presidencial con peor imagen en la historia de Estados Unidos (en los años 70, Gerald Ford no compartía el desprestigio de Richard Nixon). Opositores, parte de los oficialistas, el Pentágono, la Unión Europea, los países musulmanes moderados, casi todo el hemisferio occidental, el grupo bipartidario de estudio, Rusia, China e India creen que el “plan B” lleva al desastre y puede incendiar Levante.
La mera idea de que, aumentando en 21.500 los efectivos, podrá controlar Bagdad y alrededores (apelando a la violencia vista este fin de semana), va contra los propios expertos militares. Tras la última actualización -recuerdan columnistas conservadores- el vademécum oficial de operaciones prescribe no menos de un soldado cada cincuenta civiles. En otras palabras, la zona metropolitana de Irak, sola, exige cien mil. Pero especialistas como Martin van Crefeld, Joseph Friedman o Thomas Hammes sostienen que se precisarán 300.000 tropas, cuatro a diez años de guerra y gastos próximos al billón de dólares.
En los hechos, Washington sólo podría alcanzar esa masa volviendo a la conscripción obligatoria. Pero hay dos obstáculos insalvables: la opinión pública y el tiempo. La primera es clave electoral y hasta puede, antes de 2008, forzar el juicio político a Bush y Cheney. Aun si ambos lograsen aquel propósito a espaldas del parlamento (dos ideólogos ultraconservadores sugieren cerrar el Capitolio en aras de la patria), aparecería el otro inconveniente: reclutar a la fuerza miles de civiles y luego adiestrarlos para el combate moderno requiere años. Mientras, los objetores armarán quintas columnas dentro y fuera de las fuerzas armadas, como sucedió con Vietnam. La multitudinaria protesta ante la Casa Blanca, el sábado, así lo indica.
Dejando de lado extremos ficticios, la situación objetiva en Irak ha cambiado en forma irreversible para mal, merced al pésimo marketing del gobierno norteamericano. Desde 2003, no menos de ocho veces se cantó victoria antes de tiempo: caída de Bagdad (abril), ”fin de las operaciones” (mayo), arresto de Saddam (diciembre), transpaso de funciones al gobierno provisorio (junio de 2004), referendo constitucional (octubre de 2005), elecciones legislativas (diciembre), asunción del primer ministro (abril de 2006) y muerte accidental de Abú az-Zarkawí, jefe local de al-Qa’eda (junio).
Fue un papelón tras otro. Ya en marzo de 2003, Cheney anunciaba que la guerra terminaría en semanas. Mucho después, en octubre de 2006, el general George Casey -entonces comandante de campo- aseguró que en seis meses se definiría el futuro, plazo que, poco después, elevó a año y medio. O sea, lo fijó en abril de 2008. Esto remite a otra cuestión: Bush no puede aspirar a otro mandato ni tiene –como James Carter o William Clinton- futuro político personal. Entonces, nada le impide dejar una catástrofe en Irak y alrededores, para condenar de antemano la gestión de cualquier sucesor. Aunque Luis XIV lo dijo aludiendo a la paz lograda bajo su cetro en Europa occidental, la frase aún vale: “après moi, le déluge”.