Si no se llega a un acuerdo de último momento, desde el 24 de septiembre, Estados Unidos impondrá nuevos aranceles punitivos contra China, de 10% sobre importaciones de US$ 200 mil millones (que se suman a las medidas punitivas anteriores).
Como lo ha hecho hasta ahora, China aplicará idénticas sanciones contra Estados Unidos. Si no mediara alguna negociación exitosa en el medio, Washington elevaría esos a aranceles de 10 a 25% a principios de año.
Si se concretara esa amenaza, la guerra comercial global habría alcanzado proporciones no imaginadas hace pocos meses. De aquí a fin de año, nadie cree que haya negociaciones con verdadera intención de acordar, ya que antes están las elecciones de medio término de renovación parlamentaria en Estados Unidos, donde Donald Trump se juega su futuro.
Esta guerra comercial (“fácil de ganar” como alguna vez dijo el mandatario estadounidense) enciende el entusiasmo del electorado proclive a Trump, que lo alienta en su carrera electoral.
Buena parte de los empresarios estadounidenses no simpatiza con estas medidas. Ellos fabrican o importan directamente desde China. La paradoja entonces es que muchas perjudicadas pueden ser empresas norteamericanas.
China, como superpotencia emergente necesita una solución que le permita salvar la cara. De lo contrario no tiene más remedio –contra su voluntad- que profundizar la guerra comercial global.
Especialmente cuando advierte que otras potencias comerciales como Japón y la Unión Europea tienen muy buenas posibilidades de arreglar un modus vivendi con los funcionarios de Trump.
Es la escalada más importante hasta ahora en la guerra comercial iniciada por Estados Unidos. El próximo arancel de 10% sobre 40% de las ventas chinas a la Unión, podría si las cosas siguen mal, convertirse en un castigo de 25% a principios del año próximo.