jueves, 21 de noviembre de 2024

Agotamiento del ciclo histórico de veinte años

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En las últimas veinte elecciones presidenciales realizadas en América, desde Alaska a Tierra del Fuego, en los últimos cinco años, desde 2018 hasta 2023, en diecinueve de ellas perdió el candidato del oficialismo y ganó uno de la oposición.

Por Pascual Albanese (*)

Las únicas excepciones a esta regla fueron protagonizadas por Daniel Ortega en Nicaragua, que lo logró a partir de la inhabilitación de los principales candidatos opositores, y Santiago Peña en Paraguay, con la particularidad de que en la elección interna del oficialista Partido Colorado había aparecido como un candidato disidente que derrotó al postulante apoyado por el entonces presidente Abdo Benítez.

Esta secuencia abarca las dos últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos, cuando en 2016 Donald Trump le ganó a Hilary Clinton y en 2020 Joe Biden frustró el intento de Trump por su reelección, e igualmente de Brasil, cuando Jair Bolsonaro ganó en 2017 y fue derrotado luego por Lula en 2022.

Lamentablemente, Cristina Kirchner no pudo desarrollar su visión de este fenómeno en su recientemente suspendida conferencia en Nápoles, titulada sugestivamente “La insatisfacción democrática”, pero lo cierto es que la experiencia revela las crecientes dificultades que tienen todos los gobiernos electos, cualquiera sea su signo ideológico, para satisfacer las expectativas despertadas por su acceso al poder.

Con semejantes antecedentes no puede sorprender en absoluto la victoria de Javier Milei sobre Sergio Massa en la segunda vuelta electoral del 19 de noviembre, basada en la dicotomía entre oficialismo y oposición. Milei habría logrado encarnar esa alternativa la primera vuelta del 22 de octubre, cuando relegó al tercer puesto a Patricia Bullrich, candidata de Juntos por el Cambio. A pesar de su notable esfuerzo de campaña y de su propuesta de un “gobierno de unidad nacional”, Massa no pudo separarse de su rol de Ministro de Economía y virtual “hombre fuerte” del gabinete de Alberto Fernández, o sea de parte de un gobierno cuyo fracaso patentiza el agotamiento del ciclo histórico de veinte años, iniciado con el ascenso de Néstor Kirchner en 2023.

La derrota de Massa es, en realidad, la derrota del oficialismo en general y en particular del “kirchnerismo”. Los números son muy ilustrativos. Entre la primera vuelta del 22 de octubre y el balotaje del 19 de noviembre Massa aumentó su caudal en un 7% y Milei un 25%. Acumulados, ese 32% equivale al obtenido en la primera vuelta por Bullrich y por Juan Schiaretti. En consonancia con lo que sucede en el escenario regional, en las tres últimas elecciones presidenciales argentinas ganó un candidato de la oposición: Macri en 2015, Alberto Fernández en 2019 y Milei en 2023.

Pero la auténtica originalidad de este proceso electoral no residió en la derrota del oficialismo ni en el triunfo de un candidato de la oposición, lo que era un acontecimiento absolutamente previsible, sino en el fracaso de la opción opositora encarnada por Juntos por el Cambio, a la que todos los analistas políticos visualizaban como heredera de la debacle del gobierno y del ocaso del “kirchnerismo”, exhibida en las elecciones primarias del 13 de agosto y refrendada en la primera vuelta de octubre.

Lo verdaderamente  sorprendente entonces es que esa caída del oficialismo fuera acompañada por la derrota de lo que hasta entonces había sido su oposición. El fin del “kirchnerismo” como opción de gobierno arrastró al “antikirchnerismo” como alternativa política.

El triunfo de Milei puso en marcha un caótico proceso de transición que culmina el próximo domingo, en coincidencia con la celebración del 50° aniversario de la restauración de la democracia. La historia nunca se repite. No se repite pero sí enseña. Por eso no es casual que Milei haya empezado su conversación en la quinta de Olivos con Alberto Fernández, que había sido funcionario de Domingo Cavallo en la década del 90, aclarándole: “yo soy menemista, no como Macri, que es un poquito gorila”.

La memoria de Menem está otra vez presente en la política argentina. Pero entre las múltiples analogías que pueden trazarse, con mayor o menor dosis de arbitrariedad, entre ambas experiencias sobresale especialmente una característica que parece signar al actual proceso de transición: la impronta pragmática de un presidente electo que en las semanas transcurridas entre su victoria electoral y su asunción al gobierno desorienta por igual a amigos y adversarios con decisiones impensadas hasta pocos días atrás.

Menem ganó las elecciones el 14 de mayo de 1989 pero la trasmisión del poder, prevista para el 10 de diciembre, se adelantó al 8 de julio. Lo que estaba programado como una transición de 155 días se acortó a 57. En ese interregno la Argentina saltó por los aires: la desintegración del poder político, el estallido hiperinflacionario y los consiguientes saqueos a los supermercados forzaron la renuncia anticipada de Alfonsín y una solución constitucional “sui generis”, homologada por la Asamblea Legislativa.

En medio de esa situación de anarquía, el presidente electo protagonizó lo que después definió como el “giro copernicano” que signó una década de la historia argentina. En semejante emergencia económico-social, la prioridad ineludible para un presidente peronista, cuya imagen pintoresca generaba una gigantesca desconfianza en el “círculo rojo” nacional e internacional, era ganar confiablidad en los mercados financieros. Cuando la tasa de inflación del mes de julio trepaba al 196% (en el mes, no en el año), “combatir al capital” implicaba  cavar la tumba de la Argentina.

El lunes 15 de mayo de 1989, cuando en el peronismo no se habían acallado todavía los ecos de la victoria, que suponía su retorno al poder luego de trece años de ostracismo, iniciado con el golpe militar del 24 de marzo de 1976 y continuado con el triunfo de Alfonsín en las elecciones de 1983, Menem se entrevistó con Álvaro Alsogaray. Esa misma noche Menem fue al “programa estrella” de la televisión argentina, que compartían Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, máximos voceros mediáticos del “círculo rojo” de la época, para decir lo que ambos ansiaban escuchar: “yo no tengo límites en el plano instrumental”, una tajante definición de pragmatismo después ratificada en los hechos.

Mientras tanto, una catarata de versiones sobre designaciones de funcionarios y posibles medidas de gobierno intoxicaba los medios periodísticos. Eduardo Menem recuerda que en aquellas circunstancias se ganó el apodo de “Amanecer”, porque “me pasaba el día aclarando”. En la actualidad, Guillermo Francos y Diana Mondino parecen seguir su ejemplo.

Una enorme confusión rodeaba entonces la discusión sobre el armado del elenco de gobierno. Una iniciativa de ocasión, urdida en medio del caos por un grupo de dirigentes peronistas, era un gabinete económico constituido a partir de un acuerdo con los llamados “capitanes de la industria”, la denominación  entonces utilizada para caracterizar a un núcleo de empresarios de la “Patria Contratista”, integrado por un conjunto de hombres de negocios cuya prosperidad, que había comenzado a cimentarse durante el régimen militar y acrecentado con “alfonsinismo”, era el  resultado de las licitaciones públicas que agrandaban el gigantesco déficit de las empresas estatales de las que eran proveedores.

En la imaginación de los autores de aquel proyecto, ese improvisado equipo económico tendría una cabeza política, que era Eduardo Bauzá, el principal operador político de Menem. Juan Bautista Yofre, quien se aprestaba para asumir la jefatura de la SIDE, cuenta una conversación en la que le comentó a Menem: “si hacemos eso, vamos todos presos”. Según ese relato, Menem se rió y rápidamente cambió de tema.

La alternativa técnicamente más solvente provenía de Domingo Cavallo, promovido por la Fundación Mediterránea, que en 1987 había sido electo diputado nacional por Córdoba al frente de una lista impulsada  por José Manuel De la Sota, empeñado en la construcción de  una alianza estratégica entre el peronismo y el sector productivo de la provincia. Cavallo estaba secundado por un equipo de notoria profesionalidad donde sobresalían algunas figuras actualmente muy mencionadas, entre ellas Juan Schiaretti, entonces un promisorio dirigente del peronismo cordobés exiliado bajo el régimen militar, y Guillermo Seita, un novel operador político.

En esas discusiones acaloradas realizadas en el bunker de Menem, con la televisión encendida que mostraba la evolución de los saqueos, la incesante remarcación de precios en los supermercados y la estampida del dólar, irrumpió el debate sobre si era conveniente o no apresurar la entrega del gobierno. Cavallo sostenía que lo mejor era esperar hasta diciembre para que la crisis tocara fondo y el nuevo gobierno asumiera con un mayor margen de maniobra política para implementar una drástica política de ajuste fiscal y monetario. Los emisarios de Menem que hablaban con el equipo de Alfonsín, en especial con Enrique “Coti” Nosiglia y Rodolfo Terragno, opinaban que la situación ya era insostenible.

El laudo de Menem fue que ya era imposible seguir esperando. Descartó el criterio de “tierra arrasada” sugerido por Cavallo y aceptó en cambio la oferta de un plan “llave en mano” elaborado por los técnicos del grupo Bunge y Born, el consorcio agroindustrial más importante de la Argentina, sinónimo del “establishment” económico. La propuesta, que fue producto de un diálogo de Julio Bárbaro en el coloquio de IDEA celebrado en Mar del Plata 1988, implicó la designación como Ministro de Economía  de Miguel Roig, un ejecutivo del “holding” que, en un involuntaria demostración de la gravedad de la crisis, falleció víctima de un infarto agudo de miocardio  a los cinco días de asumir la cartera, lo que obligó a su sustitución por su colega Néstor Rapanelli, quien estuvo a cargo hasta diciembre de 1989, cuando fue sustituido por el riojano Erman González, que allanó el camino para Cavallo y su Plan de Convertibilidad.

Este viraje hacia Bunge y Born no fue gratuito. Cavallo sintió incumplido el compromiso y le remitió a Menem una acalorada carta de reproche. Como respuesta, Menem lo designó Ministro de Relaciones Exteriores, con la misión especial de fortalecer ante todo las deterioradas relaciones de la Argentina con Estados Unidos, tensionadas por los desencuentros públicos protagonizados por Alfonsín y Ronald Reagan, lo que constituía una tarea políticamente indispensable para pavimentar el camino para un acuerdo con el FMI. El tiempo reveló que Cavallo tuvo suerte. El episodio puede ser un  presagio para Emilio Ocampo y los defensores de la dolarización.

Con un plan económico de emergencia que lo habilitaba para asumir la presidencia antes de tiempo, Menem encaró el desafío de la viabilidad política de su implementación. A tal efecto, instruyó a sus emisarios para negociar un pacto de gobernabilidad: el adelantamiento de la entrega del gobierno sería a cambio del compromiso del radicalismo de facilitar la inmediata sanción parlamentaria de dos llamadas “leyes ómnibus”, una de Emergencia Económica y otra de Reforma del Estado, que conferían al Poder Ejecutivo las facultades indispensables para materializar un “ajuste estructural” que entre otros puntos incluía la privatización de la totalidad de las empresas públicas.

Alfonsín aprobó la propuesta y habilitó a César “Chacho” Jaroslavsky, jefe de la bancada de la UCR en la Cámara de Diputados, para que acordara con el presidente del bloque justicialista, José Luis “Chupete” Manzano, un mecanismo inédito que hizo escuela después en la tradición parlamentaria: los radicales  prestarían el número mínimo  de sus diputados  suficiente para facilitar el quórum, pero votarían en contra de ambas leyes y, a la vez,  garantizarían las ausencias necesarias en el recinto para permitir su aprobación. Menem consiguió lo que buscaba y los radicales durmieron con la conciencia tranquila. Con el paso del tiempo esas contraprestaciones fueron mucho más onerosas.

Con Milei ocurre hoy casi lo contrario de lo que sucedió con Menem en 1989. Ambos se sentaron sobre una montaña de votos, aunque Menem los cosechó en la primera vuelta, sin necesidad recurrir al Pacto   de Acassuso para ganar el balotaje. Pero para garantizar la gobernabilidad en medio de una gigantesca crisis hiperinflacionaria, un presidente surgido del peronismo precisaba el respaldo del “establishment” económico, que lo miraba con desconfianza y temía por el cumplimiento de algunas de sus promesas electorales, que juzgaba contrarias a sus intereses.

Al contrario, el autoproclamado “primer presidente liberal-libertario de la historia de la Humanidad” tiene que responder a la pregunta inversa, formulada por sus propios amigos: ¿cómo podrá hacerlo?. Milei contabiliza 38 diputados nacionales entre 257 y con 7 senadores entre 72. No cuenta con ninguno de los veintitrés gobernadores. De los más de 2.000 municipios existentes en la Argentina controla apenas tres y en pueblos de menos de 5.000 habitantes. Si con el respaldo del peronismo la prioridad para Menem era ganarse la confianza del poder económico para no tener que abandonar el gobierno a los pocos meses de asumir, Milei está hoy obligado a buscar en el peronismo, con sus diversas expresiones políticas y sindicales, los consensos necesarios para un acuerdo de gobernabilidad que le provea un ancla para poder canalizar la conflictividad social y eludir la espada de Damocles de la Asamblea Legislativa. En ese contexto, una política de unidad nacional no es un slogan de campaña sino una necesidad de supervivencia.

Más o menos a los tumbos, Milei comenzó a transitar la senda del realismo político ya en la misma noche del lunes 23 de octubre, al día siguiente de la primera vuelta electoral, cuando en la casa de Mauricio Macri se disculpó con Patricia Bullrich, su futura Ministra de Seguridad, a quien semanas antes había caracterizado como “montonera asesina que ponía bombas en los jardines de infantes”. Ese cambio de actitud fue decisivo para posibilitar una recomposición política orientada a garantizar su victoria en el balotaje.

Pero ese giro pragmático fue mucho más notorio tras su consagración en la segunda vuelta y tuvo una expresión elocuente en materia de política internacional. En ese sentido, el viaje de la futura canciller Diana Mondino a Brasilia, gestionado con la colaboración del embajador Daniel Scioli, para invitar especialmente a la ceremonia de asunción al presidente Lula, antes calificado de “comunista y corrupto”, precedido por una invitación similar al presidente chino Xi Jinping, cabeza de un régimen con quien había puntualizado que no quería mantener relaciones políticas, y  por su cordial conversación  telefónica con el Papa Francisco, anteriormente anatemizado  como “el representante del maligno en la Tierra”, a quien también invitó a visitar la Argentina, fueron tres hechos muy importantes para tratar de reencauzar los vínculos del nuevo gobierno con tres actores centrales para la inserción  de la Argentina en el escenario mundial: Brasil, China y el Vaticano.

Estos gestos de apaciguamiento suponen, en los hechos,  una revisión de una declamada   política exterior basada en una supuesta alianza con Estados Unidos e Israel que resultaba a todas luces incompatible con los intereses estratégicos de la Argentina.

El viraje empezó a manifestarse también en algunas de las asignaciones de funciones dentro del equipo íntimo de Milei en el gabinete nacional. El Ministro del Interior, Guillermo Francos, ex presidente del Banco Provincia durante el gobierno de Daniel Scioli, es un “castólogo” que conoce los lugares más recónditos del sistema político.  El Ministro de Infraestructura, Guillermo Ferraro, es un técnico cuya única experiencia de gobierno fue como funcionario en la administración de Antonio Cafiero, otro gobernador peronista de la provincia de Buenos Aires.

La discrepancia entre Milei y Macri no se limita a una disputa por cargos, sino que tiene implicancias estratégicas. Macri trató de transformar al “Pacto de Acassuso” en un “gobierno de coalición” entre la Libertad Avanza y Juntos por el Cambio. Milei rehusó esa propuesta y afirmó su autoridad designando por su cuenta a Luis Caputo en el Ministerio de Economía, a Bullrich en Seguridad, a Luis Petri en Defensa y a otros funcionarios del PRO, lo que implica un reconocimiento de su jefatura política, pero desarrollando paralelamente una apertura hacia el peronismo.

Ese acercamiento, simbolizado en la presencia de Francos en la reunión de los gobernadores peronistas realizada en la sede del Consejo Federal de Inversiones, se refleja en la designación de tres funcionarios del gobierno de Schiaretti: el Ministro de Finanzas, Osvaldo Giordano, puesto al frente de la ANSES, el Secretario de Transportes, Franco Mogetta, en el mismo cargo a nivel nacional, y el presidente del Banco de la Provincia de Córdoba, Dante Tillard, en la presidencia del Banco Nación. En esa misma línea se inscribe la ratificación del rol de Scoli como enlace con el gobierno de Lula y el nombramiento de la actual Secretaria de Energía, Flavia Royón, como Secretaria de Minería, a propuesta del gobernador de Salta, Gustavo  Saénz, y acordado con los otros dos gobernadores de las provincias involucradas en la producción de litio.

Ese aperturismo se expresó en la elección de la presidencia de la Cámara de Diputados, donde Milei descartó la propuesta de Macri de nominar a Cristian Ritondo no por ninguna objeción personal hacia el candidato, que reunía sobradas condiciones para la función, sino por la necesidad política de un acuerdo más amplio con sectores del peronismo, insinuado primero con la nominación de Florencio Randazzo, en línea con el diálogo abierto con Schiaretti y el peronismo de Córdoba, y finalmente concretado con la designación de Martín Menem, un apellido que constituye toda  una señal política.

No es casual que esta reivindicación histórica de Menem, reiteradamente realizada por Milei durante su campaña electoral, y ratificada durante su encuentro con Fernández en Olivos, coincida con el fin del ciclo de veinte años de “kirchnerismo” iniciado precisamente con el ascenso de Kirchner en mayo de 2003. Tampoco lo es que el próximo viernes 8, en la Catedral metropolitana, el nuevo arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Ignacio García Cuerva, oficie una misa con motivo de la apertura de la sala Carlos Menen del Museo Histórico de la misma.

Para gobernar, la realidad demanda a Milei un pragmatismo que en la tradición del liberalismo vernáculo tiene como antecedente histórico nada menos que a Juan Bautista Alberdi, el mayor pensador político argentino del siglo XIX, quien en 1853 planteaba que la organización de la República tenía que basarse en un acuerdo político con los caudillos federales que habían sostenido en el poder a Juan Manuel de Rosas. Esa misma exigencia de pragmatismo aparece hoy también en el peronismo como un requisito ineludible para encarar la nueva etapa del “post-kirchnerismo”. Para ello, en este caso alcanza con acudir como fuente al propio Perón, un pragmático por naturaleza.

En 1983, hace justamente cuarenta años, cuando por primera vez en su historia resultó derrotado en las urnas de la mano de Raúl Alfonsín, el peronismo, todavía no recuperado del gigantesco vacío político provocado  por la muerte de Perón, quedó políticamente invertebrado y sin rumbo. En esa encrucijada, un grupo de dirigentes, encabezado por un triunvirato compuesto por Cafiero, Menem y Carlos Grosso, con el aporte de figuras nuevas, entre ellas José Manuel de la Sota y José Luis Manzano, promovió el proceso de “renovación”, con la intención de volver a colocarlo en sintonía con la época.

Aquel esfuerzo por armonizar con el clima de la sociedad hizo que la renovación peronista no se planteara de entrada como una oposición frontal al gobierno de Alfonsín sino como una fuerza dispuesta a cooperar en la consolidación de las instituciones democráticas recién recuperadas. La primera manifestación de esta actitud cooperativa fue en 1984 el apoyo al “sí” en la consulta popular sobre el laudo del Papa Juan Pablo II sobre el conflicto del canal de Beagle, que en 1978 había llevado a la Argentina al borde de una guerra con Chile.

Mientras la conducción oficial del Partido Justicialista impulsaba una campaña por la abstención en ese referéndum, la incipiente  corriente renovadora  cerró filas a favor de la propuesta del gobierno, hasta el punto que Menem en La Rioja y Eduardo Duhalde en Lomas de Zamora encabezaron sendos actos junto a Alfonsín. Esa misma actitud colaborativa con el gobierno se reprodujo incluso en la Semana Santa de 1987, cuando ante la primera sublevación “carapintada”, liderada por el mayor Aldo Rico, Cafiero apareció junto a Alfonsín en el balcón de la Casa Rosada en la movilización convocada en defensa del orden constitucional.

Con las características propias e intransferibles de este nuevo escenario nacional e internacional, el peronismo enfrenta un desafío de reinvención semejante a que afrontó exitosamente en 1983. La situación le exige una nueva renovación, a través de una actualización de ideas y propuestas para dejar atrás al “kirchnerismo”, con una actitud política que demuestre un cabal reconocimiento de la voluntad popular expresada en las urnas, acompañada de una adecuada comprensión de este nuevo “espíritu de la época” y de la asunción del pragmatismo necesario para impulsar los consensos necesarios para avanzar hacia reconfiguración del actual sistema de poder y la creación de un clima de unidad nacional, que en la presente situación de emergencia económica y social más que un imperativo ético o una simple  expresión de buena voluntad constituye un requisito ineludible para la gobernabilidad de la Argentina.

(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

 

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