En el universo de las relaciones internacionales, el lenguaje de las armas suele anticiparse al de los tratados. Lo que esta vez parece ciencia ficción —satélites persiguiéndose como cazas en una danza letal a 500 kilómetros de altitud— es, en realidad, un síntoma. El síntoma de que la Guerra Fría, lejos de haberse extinguido, ha migrado al espacio.
Lo que Estados Unidos ha denunciado recientemente no es un episodio anecdótico. Es un hito. El general Michael Guetlein, vicepresidente de operaciones espaciales de la Fuerza Espacial estadounidense, reveló que cinco objetos chinos ejecutaron maniobras de “dogfighting” en la órbita terrestre baja: giros, aproximaciones, evasivas y formación cerrada, simulando el combate aéreo tradicional, pero esta vez en un escenario sin atmósfera ni reglas explícitas.
“Observamos cinco objetos distintos maniobrando dentro, fuera y alrededor de sí mismos, en sincronía”, afirmó Guetlein. No se refería a acrobacias acrobáticas para una transmisión televisiva, sino a una práctica de guerra.
Los satélites involucrados —el Shiyan-24C y dos del Shijian-6 05 (A y B)— fueron lanzados por China en 2024 bajo el rótulo de “experimentos científicos”. Pero en geopolítica, como en literatura, lo importante es el subtexto. El Pentágono interpreta estas maniobras como pruebas de capacidades antisatélite. Es decir: ejercicios destinados a interceptar, neutralizar o incluso destruir activos espaciales de otras naciones. Nada más alejado del pacífico vocabulario de la cooperación científica.
Y lo que más inquieta no es solo la sofisticación tecnológica, sino el momento. Mientras China ensaya ataques orbitales, Estados Unidos se prepara para una demostración de capacidades ofensivas recién hacia fines de 2025, con la misión Victus Haze.
Victus Haze es un programa que implica a la Fuerza Espacial norteamericana y a empresas privadas como Rocket Lab y True Anomaly. Se propone ensayar respuestas rápidas ante amenazas en órbita. Maniobras de proximidad, identificación de objetos hostiles, entrenamiento para intervenciones. Pero, como ha sucedido más de una vez en la historia militar de Estados Unidos, el adversario ha dado el primer paso.
China, una vez más, ha anticipado la jugada. No lo hace con alardes. No lo proclama. Lo demuestra. Y lo documenta en silencio.
Este desajuste en el ritmo de desarrollo revela una diferencia profunda de concepción: mientras Washington aún discute reglas para el uso del espacio —normas, tratados, convenios—, Pekín ya las está desafiando fácticamente. No se trata, entonces, solo de una brecha tecnológica, sino de un dilema estratégico. El mundo occidental, habituado a disociar lo político de lo militar, observa. China, más cercana a la tradición soviética, actúa.
Desde los años 80, la militarización del espacio ha sido un fantasma recurrente. Ronald Reagan habló de “guerra de las galaxias”, y su proyecto Star Wars anticipó una lógica que hoy se materializa. Pero entonces era una amenaza imaginaria. Ahora es una realidad verificada por sensores, radares y análisis orbitales.
Que China ensaye combates satelitales —sin declarar la guerra, sin disparar un solo misil— es una forma de demostrar poder. En el siglo XXI, la potencia no necesita imponerse con cañoneras; le basta con mostrar que puede desactivar el GPS de su rival, dejarlo ciego en medio de un conflicto o cortar sus líneas de datos. En otras palabras, la supremacía espacial es la nueva forma de disuasión.
Lo más inquietante de este episodio no es que haya sucedido. Es que no hay ley que lo impida. No existe un tratado que prohíba las maniobras de aproximación hostil. No hay tribunal que castigue a una potencia por destruir un satélite ajeno, si lo hace en nombre de su seguridad nacional. La ONU ha debatido propuestas, pero —como siempre ocurre en los temas sensibles— los vetos cruzados paralizan la acción.
Entonces, en esta nueva arena sin marco jurídico, la única norma es la capacidad. El que puede, hace. El que no, mira. Y teme.
Cuando los militares hablan de “conciencia situacional orbital”, no están haciendo poesía. Quieren decir que el espacio se ha transformado en el primer frente de cualquier conflicto posible. Si en el pasado la estrategia consistía en controlar el mar, y luego el aire, ahora consiste en controlar las órbitas. Porque quien controle el espacio, controlará los flujos de comunicación, la navegación, el espionaje, la defensa antimisiles. Y —no menos importante— el relato.
Y mientras China prueba su destreza en silencio, Occidente deberá decidir si responde con la misma velocidad o si volverá a leer el conflicto en clave del siglo XX.
El espacio —ese inmenso silencio— ya no es un laboratorio. Es el nuevo campo de batalla. Y no hay armisticio posible para una guerra que aún no ha empezado. Pero cuyas maniobras, como acaba de recordarnos el general Guetlein, ya están en marcha.